Apenas caen algunos aguaceros, se desmadran los ríos, ocurren inundaciones y mueren cientos de infelices, ciertos gobernantes tercermundistas, modifican sus agendas sobrecargadas de turismo político, alteran giras electorales y rediseñan sus normales ejercicios de relaciones públicas.

Es magnífico ver a los mandatarios remangarse las camisas, estrenar chubasqueros y en jeep descapotados, para facilitar el trabajo de las cámaras, recorrer las áreas de desastres.

A pesar de la premura, las oficinas de prensa escogen a buenas plumas, voces acreditadas y presentadoras presentables que acompañan al ejecutivo en el safari a las zonas afectadas en las que tomará el mando para dirigir personalmente las operaciones de socorro, cosa que hacen muy rápido, porque raras veces permanece más de media hora en el mismo sitio.

A las pocas horas, de regreso a la capital, sin sacudirse el polvo del camino, anuncian haber declarado el estado de calamidad pública y que solicitarán una reunión de emergencia del parlamento con vista a aprobar un crédito destinado a socorrer a las víctimas.

Para la prensa oficialista se trata de una fiesta, limitada únicamente por la carencia de adjetivos y por los prejuicios que impiden acudir a figuras retóricas del pasado como epónimo y benefactor.

La oposición calla y otorga y sus periódicos cubren honorablemente los hechos, sin criticar porque no es apropiado. En momentos de crisis y de trauma nacional como los que vive el país, la unidad debe prevalecer para dar al ejecutivo un voto de confianza.

No voy a mencionar, porque no es el tema, a la Iglesia ni a sus obispos y cardenales que con mitras orladas en oro y báculos saturados de incrustaciones de gemas preciosas, ofician misas por los difuntos, entonan Magnificat y Te Deum y absuelven las almas de los difuntos, sin condenar a los responsables de la tragedia.

Tampoco aludiré a las elegantes y frívolas primeras damas que encabezan colectas y jornadas caritativas, ni a ciertas organizaciones de la sociedad civil que se lanzan a la recogida de ropa vieja e inservible para auxiliar a los que lo “perdieron todo”, cosa que es mentira porque nada tenían que perder.

Es una farsa gigantesca.

La calamidad pública era previa a los aguaceros y visible desde mucho antes de que murieran los cientos de niños que habían sobrevivido a las tragedias cotidianas del hambre, la desnutrición y el abandono, las enfermedades curables o prevenibles para perecer en un holocausto extraordinario.

Como ilustración al dato de las viviendas destruidas, la televisión muestra las imágenes de misérrimas chozas, bohíos y chabolas levantadas con desechos de basureros en las márgenes de los ríos, en las laderas de los cerros y en las faldas de los volcanes, precisamente en terrenos de propiedad pública, porque ningún privado los quiere ni los necesita y donde los códigos de construcción prohíben edificar.

Las villas miserias y las favelas, los barrios marginales, los llega y pon, las casitas de cartón los “ghetos” las “bidonville”, “Shanty Town” y los pobres que las habitan, han existido siempre y han estado allí desde el principio de los tiempos, olvidados y preteridos por las estructuras de poder.

Los infelices, ahora llamados damnificados, no eran ni siquiera explotados antes del desastre. Tiempo atrás el sistema los habían excluidos como material descartable.

El modo indigno e injustificado en que perecen nuestros hermanos, aplastados por el lodo y arrastrados por las aguas, debe mover a la solidaridad pero también a la ira.

Después de todo, Bush fue más honesto. No interrumpió sus vacaciones porque los negros no le importan, con lluvias o sin ellas.