Lo mismo sucede con la historia regida por regularidades y leyes, no tan exactas como las de la naturaleza, aunque no menos virtuales.

Como si fueran estaciones de un largo camino, en la historia se han sucedido las diferentes civilizaciones gobernadas, entre otros factores, por la lógica del tiempo.

Todas las épocas disfrutaron de su esplendor y vivieron su decadencia, preparando en su interior las condiciones sociales y económicas para la próxima. Cada generación comenzó donde la anterior había terminado.

Esa trayectoria, jalonada por los sacrificios y la felicidad de los hombres y las mujeres, comenzó en el clan y ha llegado hasta el capitalismo, según una discutible afirmación de Francis Fukuyama: “El fin de la historia”.

En esa magnifica sucesión, posible por la enigmática mezcla de la evolución orgánica y el progreso cultural que amalgamó la genética con la tradición y lo heredado con lo adquirido, aparecieron las culturas, las ciencias, las artes y las tecnologías, las razas, las lenguas y las naciones y los estados, así como las clases sociales, la lucha de clase y la política.

No todo lo que debutó sobrevivió. El hombre de Neardenthal, los dinosaurios y la Atlántida quedaron en el camino. Grecia, Roma, Esparta, Bizancio, con los imperios y las dinastías de oriente y occidente, el Coloso de Rodas, el Partenón, el Coliseo Romano y las Pirámides de Egipto, son testimonios de un antiguo esplendor y confirmación de los límites a la existencia. Tal vez ocurra lo mismo con la Capilla Sextina, el Empire Estate, los la Torre Eiffel, el Kremlin y otras expresiones del poder temporal.

Las culturas europeas, suficientemente antiguas y estudiadas han aportado los datos necesarios para la formulación de generalizaciones científicas y periodizaciones metodológicas, válidas para el examen de toda la historia universal, dando lugar al establecimiento de un dogma que ha convertido la historia europea en un patrón, pertinente no sólo para examinar el pasado, sino para determinar el porvenir.

Si bien se admite que el pasado de las sociedades africanas e indoamericanas, muchas de cuyas facetas son desconocidas, fue esencialmente distinto al de las europeas y que se trata de civilizaciones más jóvenes y se desplegaron en un tiempo histórico diferente, sin embargo se les asigna un porvenir análogo. De hecho se asume que todas han de llegar al mismo status.

Al llegar a América los europeos fueron consciente de lo obvio: habían irrumpido en un mundo diferente al que con su presencia y su ocupación alteraron profundamente. Al no disponer de una categoría lingüística para definirlo llamaron: Nuevo Mundo.

En el momento de la conquista no existió la intención de integrar aquel mundo a la civilización occidental ni de homologar sus civilizaciones a la europea. Todo lo contrario, los conquistadores establecieron en las tierras conquistadas, instituciones como la esclavitud que hacía 500 años habían dejado de existir en Europa. Los territorios y la gente fueron asumidos como botín.

La oportunidad de integrar a todo el mundo a una corriente de desarrollo única se perdió.

Las escasas y mal conocidas rebeliones indígenas tuvieron como objetivo suprimir al invasor con la aspiración de regresar al status quo anterior a su llegada. Fueron las elites criollas, descendientes por línea directa de los ocupantes y partes del esquema de dominación, las que concibieron la idea de independizarse políticamente para crear republicas a la imagen y semejanza de la organización de los ocupantes.

Aquel proyecto que fue brutalmente confrontado por todas las coronas europeas, pudo realizarse extemporáneamente y altísimo precio. Lo que resultó fue una caricatura, según José Martí: “…una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Eramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España…”

La conclusión es que cada formación social se desplegó en un tiempo determinado al que marcó con su impronta y aunque todas hicieron trascender un legado, ninguna intentó existir más allá del momento histórico en el que su existencia estaba justificada.

Al no intentar la globalización en el momento pertinente el capitalismo perdió en América su única e irrepetible oportunidad histórica. Cinco siglos después es tarde para rectificar.

No se trata en América de que el capitalismo sea un mal sistema social, sino de que no se instauró a tiempo. No es que no pueda resolver los problemas del desarrollo de América, sino de que nunca ha llegado.

El tiempo es unidireccional, irreversible y perenne. La historia no se repite y nadie puede vivir otra vez su propia vida.