Límites y trascendencia del anarquismo

Las vastas movilizaciones policlasistas que dieron al traste con el régimen de Lucio Gutiérrez se diluyeron la propia tarde del memorable 20 de abril, cuando el dictócrata logró ponerse a buen recaudo en la embajada de “Lula” da Silva en Quito.

¿Cómo explicar el abrupto eclipse de un movimiento que con sus valerosas, pacíficas y estéticas acciones alumbró el continente y devino promesa de transformaciones radicales para el atribulado Ecuador?

Con la perspectiva que provee el paso del tiempo, se puede identificar ahora algunas de sus causas sustantivas.

En primer término, cabe recordar que el “Abril Forajido”, formalmente anarquista, contenía inequívocos fermentos nacionalistas de cuño bolivariano. Cierto que los hombres-mujeres-niños que arriesgaron su integridad física en las calles y plazas de la capital blandiendo el grito piquetero ¡que se vayan todos! tenían como meta maximalista el desalojo de Carondelet del “protegido de Washington”; sin embargo, aquello no significaba que las jornadas por ellos protagonizadas hicieran parte de una “explosión” nihilista o algo por el estilo, por lo cual su sueño de hacer girar la rueda de la historia siguió flotando en la atmósfera política ecuatoriana luego que los insurgentes se replegaran a sus quehaceres regulares.

De lo anterior se infiere que el supuesto fracaso de las jornadas abrileñas deba analizarse desde un prisma distinto al subjetivista imperante. ¿A qué aludimos?

Los cambios económicos, políticos e ideológicos trascendentes no comportan hechos azarosos o incidentales, ya que su ocurrencia demanda el cumplimiento de dos condiciones insustituibles. La primera, la acción organizada de una vanguardia política que, con el soporte de una estrategia viable, acceda al control del gobierno; y, la segunda, la puesta en marcha de un conjunto de medidas orientadas a desmantelar los mecanismos básicos del funcionamiento y reproducción del poder de los grupos sociales desplazados (para el caso, el desmontaje del Estado oligárquico-dependiente).

Ninguno de esos requisitos se cumplió en la transición política que nos ocupa. Respecto del primero de ellos, no se tiene que olvidar que los partidos autodenominados marxistas y revolucionarios –Partido Socialista y Movimiento Popular Democrático-, descolocados desde el derrumbe del socialismo estatalista europeo y encandilados por la mercadotecnia del establecimiento, no solo que se mantuvieron al margen de los acontecimientos, sino que respaldaron al Coronel hasta el momento mismo de su espectacular escape.

Al no cumplirse la primera condición, menos podía cumplirse la segunda, por lo cual la burocracia burguesa y paraburguesa y el Estado oligárquico, pese a su clamorosa decrepitud, emergieron virtualmente indemnes de los sucesos abrileños. El hecho es que, después de pocas horas de “vacío de poder”, la repudiada partidocracia logró que la balanza política se inclinara nuevamente a su favor. El Congreso, tras un atropellado operativo de “revirginización”, designó como su presidente a Wilfrido Lucero (Izquierda Democrática), destituyó a Gutiérrez “por abandono del cargo” y dio paso a la manida fórmula de la “sucesión constitucional” votando para la primera magistratura por el vicepresidente Alfredo Palacio, un retórico bolivariano de pasado colaboracionista con la administración de Sixto Durán. Poco después, la médula conservadora del flamante régimen fue remarcada cuando el Parlamento, a petición del titular del Ejecutivo, eligió para la vicepresidencia de la República a Alejandro Serrano, un patricio cuencano de rancia militancia derechista.

Ninguno de los episodios reseñados disminuye un ápice la grandeza política y moral de las movilizaciones anarconacionalistas. Aún más, su mensaje ético se diseminó por todo el territorio nacional e incluso entre los millones de ecuatorianos de ultramar, forzando al clasemediero Palacio a integrar un elenco ministerial con representantes de las dos tendencias de veras antagónicas del Ecuador actual: la nacionalista-antineoliberal y la oligárquico-filoimperialista.

Por la primera, en un comienzo hegemónica, fueron nombrados Mauricio Gándara, ministro de Gobierno; Antonio Parra Gil, Relaciones Exteriores; Fausto Cordovez, Energía; y Rafael Correa, Economía. Como cabeza visible de la segunda emergió el “socialdemócrata” Oswaldo Molestina, titularizado como ministro de Comercio Exterior y como negociador plenipotenciario del Tratado de “Libre Comercio” (TLC) con Estados Unidos.

Plan Correa: desafío al capitalismo “buitre”

A consecuencia de la recurrente aplicación de los recetarios sugeridos-impuestos por el capital financiero internacional, a través de entidades como el FMI y el Banco Mundial, en vísperas de la caída del Coronel, el país se debatía en un inocultable estado comatoso. Situación tanto más paradójica por cuanto, a la sazón, era –continúa siéndolo- beneficiario de la mayor escalada de los precios internacionales del petróleo de las últimas tres décadas, derivada de la invasión colonialista norteamericana a Irak (2003), así como de las nutridas remesas de los emigrados.

¿Cómo explicar la paradoja de un Estado petrolero semiparalizado y al borde de la insolvencia?

Dos órdenes de factores proveen la respuesta.

El primero, relacionado con la acción de las inveteradas condiciones del “subdesarrollo” nacional, con sus correlatos de atraso científico-técnico y bajos niveles de productividad y competitividad.

El segundo, la política recesiva y excluyente instrumentada en el último cuarto de siglo por presiones del capital monopólico internacional y nativo, política que ha terminado por extenuar los excedentes/ahorros nacionales. ¿A qué aludimos específicamente con esto?

Analicemos el problema a la luz de lo acontecido con el presupuesto general del Estado.

Conforme a datos oficiales, al cierre del 2004 la deuda pública externa ascendía a 11 mil millones de dólares y la interna a 3.5 mil millones. Para cumplir tales compromisos, el Fisco debió destinar la bicoca de 3.8 mil millones de dólares, cifra equivalente al 47 por ciento de los ingresos del presupuesto en ese año.

A efectos de cumplir con el capitalismo “buitre”, los ministros de Economía de la época –Mauricio Pozo y Mauricio Yépez- recortaron drásticamente las asignaciones destinadas a inversiones sociales y productivas, al punto que las partidas para educación, salud y desarrollo agropecuario apenas representaron el 10 por ciento del monto del presupuesto. Aún más, constituyeron un Fondo de Estabilización (FEIREP) de 700 millones de dólares, alimentado con excedentes petroleros y destinado no solo a garantizar el pago de intereses y amortizaciones de la deuda pública externa-interna, más también a elevar la cotización de los bonos ecuatorianos. La irracionalidad económica y la perversión moral unidas como hermanas siamesas.

Abocado a enjugar estas deprimentes realidades, Rafael Correa, un académico crítico de la dolarización, los ajustes recesivos y las reformas liberales preconizadas por Washington y Wall Street, impulsó una política económica descrita como de “retorno a la ética y al sentido común”.

Los ejes del Plan Correa fueron:

 Defensa de la riqueza petrolera y reactivación de PETROECUADOR (colocada al filo de la debacle por acciones u omisiones culposas de los últimos gobiernos).

 Redistribución del FEIREP a favor del aparato productivo, las inversiones sociales y el desarrollo científico-técnico.

 Financiamiento de los gastos corrientes con recursos locales a efectos de atenuar la servidumbre a los organismos multilaterales de crédito.

 Relanzamiento del Estado social, tanto en su dimensión institucional –defensa de PETROCUADOR y el IESS- como en términos de estrategia de desarrollo económico.

 Complementos naturales del Plan fueron el alineamiento del gobierno con iniciativas regionales tendientes a la constitución de un “Club de deudores” y de un “Fondo Monetario Latinoamericano”, así como el establecimiento de nexos de cooperación financiera y energética con el régimen antiimperialista de Hugo Chávez.

La política correísta –neokeynesiana y cepalina- significó una recuperación de los postulados que, en su momento, impulsara el régimen Nacionalista y Revolucionario del general Rodríguez Lara a comienzos de los 70.

Huelga anotar que el planteamiento resultó indigerible para los Shylocks extranjeros y criollos, beneficiarios del modelo de acumulación rentista galvanizado por la recurrente práctica de un neoliberalismo esquizofrénico (Estado máximo para los ricos, Estado mínimo para los pobres).

Durante su efímera gestión, el heterodoxo ministro consiguió que el Congreso aprobara una redistribución del FEIREP, reduciendo sustantivamente el porcentaje que se venía asignando a la recompra de la deuda, un expediente que, conforme se apuntó, servía sobre todo para presionar al alza la cotización de las obligaciones ecuatorianas.

Como era previsible, la medida hirió la “sensibilidad del mercado” haciendo que los bonos Global cayeran hasta en un 20-25 por ciento en la bolsa neoyorquina frente al temor de una moratoria.

El pánico cundió entre los capos financieros. Los banqueros y sus escribas –los Spurrier, Lucio Paredes, Pachano et al- pusieron el grito en el cielo, cuestionando la “irresponsabilidad” y el “populismo” de Correa y sus asesores y vaticinando todas las calamidades imaginables para los ecuatorianos y sus descendientes. La rabia de los inversionistas alcanzó niveles paroxísticos en la medida que advirtieron que una forma distinta de concebir y practicar la economía era viable y, además, que la estrategia heterodoxa contenía embrionariamente los elementos del modelo económico/social de la Revolución Bolivariana venezolana, cuyos exitosos resultados le han convertido en el soporte material de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA).

La furia de Washington no se hizo esperar. El Banco Mundial se negó a desembolsar una cuota de 100 millones dólares correspondiente a un préstamo aprobado en tiempos del anterior gobierno y su presidente, Paul Wolfowitz, presionó desembozadamente por el retiro del iconoclasta Correa.

Operado el cambio, a comienzos de agosto, la nueva titular de Economía, Magdalena Barreiro, presentó una pro forma presupuestaria para el 2006 al gusto y sabor de los cortacupones; Palacio declaró que el Ecuador “jamás abandonaría la dolarización”, reiteró su voluntad de finiquitar en este mismo año la privatización de las eléctricas y telefónicas, y, presionado por la embajadora estadounidense Linda Jewell y por poderosas mafias político-empresariales nativas, comenzó a ceder a los chantajes de la Occidental Petroleum (OXY), en cumplimiento de uno de los requisitos para la firma del TLC.

Con este orden de decisiones y declaraciones, las aguas comenzaron a volver a su patológica normalidad…

Soberanía vs. “diplomacia arrodillada”

La influencia inicial del nacionalismo-“forajido” se proyectó también al frente diplomático. En esta esfera, Antonio Parra emprendió una aguerrida gestión encaminada a recuperar la soberanía y la autodeterminación del Ecuador de cara al eje Washington-Bogotá, dejando atrás las vergonzosas páginas escritas por Mahuad-Ortiz Brennan, Noboa-Moeller y Gutiérrez-Zuquilanda.

A su anuncio de revisión del inconstitucional acuerdo de cesión de la Base de Manta al Pentágono, añadió la declaratoria de neutralidad frente a la guerra civil que flagela desde hace medio siglo a nuestro vecino norteño; la impugnación del rol de “yunque” asignado a las Fuerzas Armadas compatriotas dentro del Plan Colombia/IRA/Plan Patriota; el rechazo a identificar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia como grupo “terrorista”; la negativa a firmar la inmunidad para los diplomáticos, tropas y mercenarios de Estados Unidos por crímenes y actos de corrupción que pudiesen cometer en nuestro territorio; el rechazo a las fumigaciones fronterizas con glifosato ordenadas por Álvaro Uribe; la aproximación a la Venezuela revolucionaria; el compromiso con los esquemas de integración Sur-Sur… Conjunto de acciones que hicieron que el hombre de la calle identificara a Parra como el “canciller de la dignidad”.

Las maniobras desestabilizadoras no tardaron en llegar. A las presiones de Bush Jr. y Uribe, se sumó una campaña mediática promovida por los nostálgicos internos de Patricio Zuquilanda, el “canciller de las grandes ligas”. Los socialcristianos se pusieron al frente de la crítica parlamentaria. El relevo del canciller se cumplió en nombre de la “moderación” y el “realismo”, los viejos disfraces del rastacuerismo criollo; llegó precedido de la destitución del premier Gándara, decidida por Palacio para viabilizar en el Congreso una reforma del Estado a la par caricaturesca y peligrosa.

¿Refundación auténtica o disolución?: el desafío del TLC

Purgada el ala “forajida” del gabinete, el Ejecutivo se convertirá en prisionero del establecimiento doméstico e internacional. Del primero, debido a la refrendación de la alianza diurna con la Izquierda Democrática y nocturna con el Partido Social Cristiano; y del segundo, por obra del viraje servil a la Casa Blanca –y, por extensión, a la Casa de Nariño-, especialmente a partir de un donativo de 33 millones de dólares de la AID girado para que el Ecuador se comprometa más decididamente en la cruzada en contra del “narcoterrorismo” colombiano y olvide sus resquemores respecto del TLC.

A la sombra del tutelaje oligárquico-imperialista, el cardiólogo porteño se ha fijado como su principal meta culminar la instrumentación del plan antinacional y antipopular que dejara inconcluso Gutiérrez, actualmente huésped del Penal García Moreno. Semejante definición explica su apoyo a un proyecto de exoneraciones tributarias a favor de empresas extranjeras promovido por el socialcristiano alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot Saadi, así como la segura sanción de una ley, actualmente en trámite en el Congreso, para una estatización reaccionaria de la banca, legislación impulsada por León Febres Cordero, el eterno caudillo de esa misma tienda política, supuestamente para favorecer a los sectores productivos, y que, en la práctica, resultaría en la máscara para encubrir un multimillonario atraco a los depósitos de cientos de miles de depositantes.

Al tenor de la obsecuencia a Bush configurada por Francisco Carrión –alter ego de Zuquilanda-, el gobierno autorizó operativos conjuntos para la captura y deportación de supuestos guerrilleros de las FARC, difirió para las calendas griegas la demanda a Colombia por las fumigaciones fronterizas, admitió que infantes de la Marina estadounidense persistan en sus operativos de cateo y destrucción de naves de bandera ecuatoriana, incluyó a la interdicta OXY en la renegociación de contratos petroleros y ha terminado colocándose a la cola de Uribe y Toledo para “acelerar” la suscripción del TLC andino-estadounidense, a cuyo efecto dispuso que el equipo negociador, actualmente encabezado por Manuel Chiriboga, “flexibilice” su postura frente a las demandas de la superpotencia.

En aparente paradoja, el entreguismo de Pa-Lucio, lejos de afianzarle en la silla de Carondelet, ha minado su estabilidad. Esto se explica por tres órdenes de factores.

Primero. El protagonismo del mandatario y su “círculo oscuro” en diversos “affaires” de corrupción (venta de cargos, caso Fondo de Solidaridad, etc.).

Segundo. La pugna entre el Ejecutivo y la descertificada partidocracia parlamentaria derivada de mezquinos desacuerdos en torno a los contenidos de la aludida reforma del Estado.

Tercero. El malestar de la sociedad civil provocada por la progresiva derechización del régimen. El pasado 12 de octubre, aniversario 513 del inicio de la conquista y colonización española, decenas de organizaciones indígenas y heteróclitos movimientos sociales recorrieron las calles quiteñas con pancartas donde podía leerse: “No al FMI (Fundamentalismo Monetario Internacional)”, “No al pago de la deuda”, “No al TLC: Tratado de Liquidación de los Campesinos”, “ALBA: aurora de los pueblos”, “No a la Base de Manta”, “No a la guerra de Bush y Uribe”, “Fuera las petroleras”, “Abajo MacDonal”s, viva el locro soberano”, “No a la cleptocracia”, “Que se vayan todos”, “Gutiérrez II: renuncia”.

Consignas virtualmente idénticas a las que enarbolaran los “forajidos” el cercano-lejano 20 de abril.

Sometido al fuego más bien teatral de la oposición congresil comandada por el eje febresborjista, por un lado, y por otro, al proveniente de múltiples organizaciones ciudadanas, el desolado Alfredo Palacio ha buscado sobrevivir apelando a una inesperada maniobra política, consistente en retomar su juramento de convocar a una Asamblea Constituyente para “refundar el país”, archivando de ese modo la reforma de la Constitución que venía consensuando con el Parlamento. El argumento oficialista fue patético: “No se puede aplicar paños tibios a un enfermo terminal”, clamó el mandatario el pasado 14 de octubre.

La acrobacia diversionista ha tenido el efecto de colocar al filo del caos a la precaria institucionalidad de la República y, lejos de encarnar un sincero propósito de enmienda, tiene los visos de una cortina de humo para encubrir la firma del TLC. Por lo demás, esta intención acaba de desnudarse a propósito de la reciente non grata visita a Quito de Álvaro Uribe, el arrogante “hombre de Washington” en la candente subregión andina.

La jugada del inquilino de Carondelet comporta una mezcla de perversión y realismo trágico. ¿Qué otras significaciones atribuir a la decisión de convocar a un cuerpo legislativo plenipotenciario para salvar a un Estado-nación previamente condenado a su extinción?

Colocados en este vértice histórico, a los 12 y más millones de ecuatorianos acaso nos convenga evocar la frase de uno de los principales artífices de la I Independencia latinoamericana: “Ser libres, lo demás no importa nada”. (José de San Martín)