En Moscú observan, preocupados, cómo sobre Washington avanza un huracán, cuyo poder destructivo puede exceder el del Wilma. Me refiero a un huracán político.

Esta semana, el fiscal especial Patrick Fitzgerald y su gran jurado deben emitir su dictamen respecto a si dos figuras centrales de la Administración estadounidense han cometido o no un crimen serio, según criterios locales: el de hacer público el nombre de una agente activa de la CIA: Valery Pleim.

Como resultado, el equipo de George Bush puede perder a Karl Rove, uno de los asesores más cercanos del presidente y arquitecto de su victoria en las elecciones de 2004, y Luis Libby, asesor del vicepresidente Dick Cheney. Precisamente de estos dos funcionarios influyentes se sospecha que ellos premeditadamente les dieron en verano de 2003 a los periodistas el nombre de Pleim para que ellos se ensañaran en ella.

Estos días en la Casa Blanca podrían estar tapando ventanas con chapas de madera: tan fuerte es el stress en espera del golpe que va a asestar el elemento político desencadenado. Todo el mundo comprende que el quid del asunto no radica tanto en la identificación en público de una agente secreta, pero en algo más serio, auténticamente global por sus proporciones.

Circula una convincente versión de que la gente de Bush le quitó a Valery Pleim su velo por consideraciones de una burda y cínica venganza, queriendo causar disgusto al marido de ella, el ex embajador Joseph Wilson, famoso por sus críticas a la guerra en Iraq y, en particular, a las afirmaciones de la Casa Blanca de que Sadam Husein estaba desarrollando armas de exterminio en masa.

El fiscal especial tiene que decir quién denunció a la agente de la CIA y con qué objetivo. Los resultados de la investigación amenazan con hurgar en la herida de EE UU que está lejos de cicatrizarse.

Al país lo atormenta siempre más la pregunta: ¿hubo fundamentos para intervenir en Iraq? ¿O los soldados fueron mandados a derramar sangre en esa tierra lejana, partiendo de una tesis falsa, inspirada por un grupo de neoconservadores de Washington: de que el régimen de Bagdad tenía acceso a ciertos cohetes, bombas o agentes químicos, que pueden catalogarse como armas de exterminio en masa, y estaba dispuesto a suministrarlos a sus amigos de Al Qaeda?

Dadas las dificultades con que EE UU choca en Iraq, tales preguntas minan la confianza que los estadounidenses depositan en el gobernante partido republicano y la propia Administración Bush y se erigen para ésta en una especie de maldición. Dos mil soldados estadounidenses matados y 15 mil heridos se perciben por la opinión pública estadounidense como un precio trágico e inadmisible que se tiene que pagar por los errores cometidos durante la campaña militar y el arreglo postbélico que patina.

Por supuesto, la celebración del referéndum en torno a la Constitución de Iraq no puede menos que alegrar a los allegados de George Bush y a un reducido grupo de dirigentes iraquíes. Mas ello no anula la triste circunstancia de que EE UU ha perdido la batalla por las mentes y los corazones de los iraquíes.

Un informe confidencial elaborado hace poco para el Ministerio de Defensa de Gran Bretaña hace constar: menos del 1 por ciento de los iraquíes creen que la presencia militar estadounidense y británica contribuye a garantizar su seguridad. Mientras que el 67 por ciento están convencidos de lo contrario: que precisamente esa presencia origina problemas. Pero lo más decepcionante y horrible para Washington es otro: el 65 por ciento de la población de Iraq aplaude los ataques que se lanzan a las fuerzas ocupacionistas.

Es decir que en Iraq, el fenómeno llamado terrorismo es democrático en mucho grado, pues refleja la voluntad de la mayoría del pueblo y debido a ello pretende a que se lo califique de un movimiento de masas en contra de la ocupación extranjera.

En Moscú observan con preocupación cómo el escándalo en que están involucrados Karl Rove y Luis Libby se yuxtapone sobre otros desenmascaramientos que en los últimos meses llueven sobre la Administración estadounidense.

Apenas Lawrence Wilkerson, ex jefe de la oficina del ex secretario de Estado Colin Powell, acusó al vicepresidente Dick Cheney y al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, de estar confabulados con el fin de aislar a su jefe de la toma de decisiones políticas, la casa Blanca recibió un nuevo golpe pesado, además de la más inesperada parte. Lo asestó un viejo amigo de los "halcones" de Washington, Zbigniew Brzezinski.

Radical neoconservador habitualmente, este prestigioso científico se horrorizó en público con motivo de la "degradación del prestigio moral de EE UU en el mundo". La Administración Bush engaña a sí misma y a EE UU, explicando el terrorismo por un abstracto "odio a la libertad" o una cierta "enemistad entre civilizaciones", sostiene Brzezinski. Se convierten en blanco de la violencia internacional los aliados de EE UU en la incursión militar cada vez más profunda en Oriente Próximo y los Estados-clientes como Israel.

Como resultado de ello, el distanciamiento geopolítico de los países sensatos con respecto a EE UU deviene una amenazante realidad, advierte Brzezinski. En opinión de él, falta poco para que George Bush confirme en la práctica la conclusión hecha por el célebre historiador Arnold Toynbee: la causa principal del colapso del imperio (en este caso concreto del estadounidense) radica en los "actos suicidas que cometen sus líderes".

Parecería que la rivalidad existente entre EE UU y Rusia debería empujar a ésta última a sentir alegría por los fracasos que sufre su contrincante en el ámbito internacional. Pero las elites políticas rusas se muestran preocupadas.

Los errores que comete el equipo Bush y las críticas que le dirigen por ello los dos partidos estadounidenses le atan las manos a la Casa Blanca en su cooperación con Rusia en los campos más importantes: el fortalecimiento de la seguridad internacional, la lucha contra el terrorismo y el mantenimiento del régimen de no proliferación de las armas de exterminio en masa.

De una Administración debilitada, la que hoy día experimenta muchas dificultades incluso al promover un candidato suyo a una vacante en el Tribunal Supremo de EE UU, no cabe esperar mucho entusiasmo en lo de prestar oído a los imperativos de la época.

Por ejemplo, George Bush hasta el momento no ha cumplido la promesa que dio durante la campaña electoral de 2005, la de bajar de nivel el estado de disposición de combate en el número máximo de las ojivas. La renuncia a esa absurda herencia de la guerra fría disminuiría en flecha el riesgo de un lanzamiento casual.

He aquí otro ejemplo elocuente. La aspiración a ganar el apoyo de la India en la guerra contra Iraq y crear con ello una barrera protectora contra China ha empujado a EE UU a tomar la decisión de ayudar al desarrollo del programa nuclear indio. Como resultado, Washington empieza a percibirse por la opinión pública mundial como un adepto de la política de doble rasero que manipula con los principios de no proliferación nuclear. Según lo comentó Muhammed al Baradei, director de la Agencia Internacional de Energía Atómica, Premio Nobel de la Paz, es difícil convencer a otros dejar de fumar si uno tiene siempre encendido un cigarrillo.

La debilidad y la inseguridad que acosan hoy día a la Administración de EE UU, junto con los escándalos que llueven sobre ella, no prometen nada bueno a la comunidad mundial, incluida Rusia.

Fuente
RIA Novosti (Rusia)