Verne nació en Nantes el 8 de febrero de 1828 y murió en Amiens el 24 de marzo de 1905. Su vida transcurrió en un lapso histórico lleno de acontecimientos revolucionarios en Europa y América y en el desarrollo de las ciencias. Recordemos entre los primeros, las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, relatadas y analizadas por Karl Marx. La guerra franco-prusiana de 1870-1871 que proclamó la Tercera República francesa. La ciudad de París, compuesta en su mayor parte por la burguesía liberal y el proletariado radical, no quiso someterse a la dominación conservadora rural y declaró su independencia del resto de Francia y estableció su propio gobierno de ciudad o Comuna, que se ganó la reputación como un experimento de socialismo marxista.

Verne estuvo fascinado por los Estados Unidos del siglo XIX y los vio como si se encontrasen en la frontera entre “los mundos conocidos” y “los mundos desconocidos”. Ese país casi en pleno movimiento demográfico, técnico y económico representaba ya un tema futurista. Ofrecía un marco adaptado a las anticipaciones científicas y sociales de Verne. Veintitrés de sus novelas sobre el total de sesenta y cuatro se desarrollan en suelo norteamericano, total o parcialmente, y dan un lugar importante a personajes estadounidenses.

El espíritu de la ciencia y un globo

El joven Verne fue testigo ávido de los avances técnicos y científicos de la época. “La ciencia, alimentada por un torrente de hallazgos, marchaba a la cabeza de la sociedad. La gente asistía fervorosa y atónita a la puesta en marcha de los primeros velocípedos, de las cocinas de gas, de las máquinas de coser, del primer cable submarino entre Europa y América, de la perforación del primer pozo petrolífero en Pennsylvania, del convertidor siderúrgico Bessemer, del evolucionismo de las especies de Darwin, del análisis espectral de Kirchhof y Bunsen... El espíritu de la ciencia lo preñaba todo: desde la filosofía a la literatura”.

Verne se refugiaba en sus viejos hábitos de realizar fichas en la Biblioteca Nacional y en las tertulias del Círculo de la Prensa Científica. El azar pone en su camino a Félix Tournachon, alias “Nadar”, un “loco imprescindible”, escritor, periodista, dibujante, fotógrafo, apasionado por la ciencia y la aerostática.

Nadar era un defensor de la navegación aérea, cuando la opinión pública asistía a una curiosa batalla entre los partidarios de “lo más ligero” y “lo más pesado” que el aire. Nadar explicó a Verne su acariciado proyecto de construir un globo gigante, el Géant, y cruzar los espacios. De ahí al transporte masivo de pasajeros de una ciudad a otra, de un continente a otro, sólo había un paso.

De allí nace la idea de escribir una historia sobre un globo... La trama, la acción de la novela, brotó fluida... La precisión en los detalles, lugares, mecanismos ascensionales del “Victoria” (nombre del globo que viaja cinco semanas sobre territorio africano buscando la fuente del río Nilo), el estudio de los vientos y del continente elegido, no fue tan sencillo. Su afán por calcular y ser exacto frenaría la labor. Todos sus libros pueden ser escrupulosamente diseccionados: lo aparentemente inverosímil de ellos se sustenta siempre en verdades científicas comprobadas.

Luego del gran éxito conseguido con la publicación de Cinco semanas en globo (1863), Verne decide abandonar la Bolsa, en la que trabajaba como pasante del agente de cambio Giblain, y se despide con gran regocijo de sus amigos. Ahora iba a dedicarse por completo a escribir.

Según J. J. Benítez, en su ensayo biográfico Yo, Julio Verne, sabemos que en la vida del escritor, entre los “duros veintisiete-veintiocho años”, estos años se asociaron a tres lugares concretos: buhardilla-Biblioteca Nacional-Círculo de la Prensa Científica.

Me despertaba –es un decir- con la oscuridad, trabajaba hasta media mañana y, acto seguido, me enclaustraba en la biblioteca, tomando cientos de fichas sobre las más variadas materias. Mi proyecto exigía conocerlo todo: botánica, física, matemáticas, astronomía, oceanografía, geología, balística, historia... Me detuve muchas veces en mitad de aquel pandemónium de información, preguntándome: “¿Qué pretendes?” No lo sabía con precisión. No podía intuir aún los frutos concretos de tan gigantesco y siempre inacabado esfuerzo. Pero supe aguardar. La “luz” se encendería... (Yo, “Julio Verne”, de J. J. Benítez)

Otro biógrafo de Verne, el francés Jean Chesneaux, en su ensayo Una lectura política de Julio Verne, destaca que la geografía fue la ciencia preferida del escritor, pero le apasionaba además la astronomía y les concedió un amplio espacio a las “ciencias naturales”: zoología, botánica, mineralogía. Chesneaux anota que Verne no conocía tan bien la física, la química, la biología y las matemáticas. Para llenar esos vacíos, buscaba el asesoramiento de especialistas y leía revistas científicas y noticias sobre los temas que le interesaban. Verne reunió alrededor de 25 mil fichas con datos que le servirían para escribir muchas de sus novelas. También algunos viajes que realizó incentivaron su creatividad: en 1867, a bordo del Great Eastern, rumbo a Estados Unidos, comenzó a escribir Los hijos del Capitán Grant; luego vendría Veinte mil leguas de viaje submarino, con su famoso personaje el capitán Nemo, y después La isla misteriosa.

Una nota de Chesneaux sobre la novela de Verne Robur el conquistador, destaca: “La electricidad lo fascinaba, pero se abstuvo, y con razón, de hacer la teoría de sus aplicaciones tal como él las imaginaba. Puede decirse lo mismo del curioso “rayo láser” de Zéphirin Xirdal en La caza del meteoro”.

“Julio Verne tiene una visión muy aguda y moderna del carácter acumulativo de la ciencia, de su carácter de adquisición colectiva”, observa Chesneaux. Y cita lo que decía de la nave aérea de Robur: “¿Habría podido el ingeniero concebir un aparato tan perfecto sin los intentos y experiencias de sus antecesores?”

Investigación y trabajo

El 23 de octubre de 1862 Julio Verne firmó el primer contrato con el editor Jules Hetzel, y el año siguiente desarrolló una actividad creadora intensa: Capitán Hatteras y Viaje al centro de la Tierra. En 1864 escribe De la Tierra a la Luna, con verificación de los cálculos astronómicos y de índole matemática por su primo Henry Garcet.

El citado ensayo de J. J. Benítez resulta muy valioso e interesante por los datos recaudados minuciosamente sobre el autor francés, en visitas a archivos personales y familiares del novelista. Transcribo varios textos de interés:

A partir del 8 de mayo de 1868, el editor consintió en elevar la mensualidad a 833 francos con 33 céntimos. La carga seguía siendo brutal. Trabajaba Verne desde las cinco de la madrugada hasta el anochecer, alternando las horas de escritura con la obligada revisión de textos científicos y la puesta a punto de la documentación que servía de base a cada una de las novelas. Tres volúmenes por año era monstruoso. Aquel esfuerzo sobrehumano podía lastimar la calidad de la producción. La rendición del editor no llegaría hasta el quinto contrato, el 25 de septiembre de 1871. Hetzel aceptó: incrementaría la mensualidad a mil francos y, lo más importante, “sólo” exigiría dos “viajes extraordinarios” por año.

Nunca creyó Verne en la “inspiración”, sino que sus libros fueron el resultado de un laborioso y paciente “embarazo”.

No hace mucho, quizás hacia 1895, el escritor italiano De Amicis (célebre autor de “Corazón”), desconcertado ante lo voluminoso de mi producción literaria, se preguntaba y me preguntaba “si existía realmente Julio Verne”. Cuando estrechó mi mano en Amiens y supo de mi sistema de trabajo, de mis veinticinco mil fichas y de mi paciente, diaria y minuciosa labor, se santiguó. “No, amigo –le dije-; no tengo “negros” a mi servicio”.

¿Negros? En todo caso, de haberlos contratado, habrían sido judíos. Resulta sintomático e insoportable. Cuando alguien trabaja duro, sin respiro, sin concederse a sí mismo lo que para otros es lógica necesidad, la obra de ese individuo es contemplada con recelo, precisamente por los que no aman el trabajo.

Puede decirse que Verne vivió para trabajar sin descanso y conseguir el perfecto acabado de sus novelas. Estuvo siempre atento a los acontecimientos que se producían en cualquier punto del mundo, para indagarlos, investigarlos, e incidir en ellos con su producción literaria. Cuando descubre a Edgar A. Poe y sus Historias Extraordinarias, sufre un estremecimiento y lee todo lo escrito por el poeta y cuentista norteamericano. “Aquello –me dije, con mal disimulada cólera- era mi proyecto”. Sólo encuentra una objeción. Poe construía su fantasía sobre la fantasía, lo cual era un grave error. Verne no podía aceptar esa flagrante violación de las leyes físicas y de lo verosímil, él construía su fantasía sobre la ciencia “Cada dato, cada párrafo, cada paisaje, cada idea de mis novelas han sido minuciosamente verificadas”, reflexionaba.

De la tierra a la luna

En esta novela, publicada en el Museo de las Familias en 1865, Verne hace una apología de la gran industria moderna. Aparte de constituir un lección de astronomía lunar de fácil comprensión, los datos que proporciona son de rigurosa comprobación científica: distancia de la Tierra a la Luna en su apogeo y perigeo; posibilidad de enviar un proyectil a nuestro satélite natural; duración del viaje del proyectil, velocidad del mismo, y momento más favorable para que el proyectil alcance a la luna; dirección del proyectil al momento del disparo; sitio que ocupará la luna al partir el proyectil.

Terminamos este breve recorrido sobre la creatividad verniana con un revelador párrafo de la novela De la Tierra a la Luna, dicho por Miguel Ardan (personaje de esta novela, cuyo nombre parece ser un homenaje a su amigo Nadar) a J. T. Maston, otro personaje, veterano mutilado en la guerra:

 Sí, mi buen amigo. Supón que encontramos habitantes allá arriba. ¿Querrías darles una idea tan triste de lo que sucede aquí, enseñarles lo que es la guerra, revelarles que los hombres invierten lo más precioso de su tiempo en devorarse, en romperse los brazos y piernas, y que se dedican a esta hermosa ocupación en un globo que podría alimentar cien mil millones de habitantes, y que apenas cuenta con doscientos millones? Desengáñate, amigo mío: si nos acompañases harías que, al llegar a la Luna, nos dieran con la puerta en los hocicos.