Al fin y al cabo, el pueblo venezolano –salvo la época de la guerra de guerrillas protagonizada por el PCV y el MIR, con algunos elementos de las Fuerzas Armadas- había terminado por resignarse a aceptar las decisiones tomadas en su nombre por las camarillas económicas, políticas, sociales, eclesiásticas, militares y culturales que usufructuaban el poder desde 1958. De nada valía saber que, elección tras elección, los índices de abstención demostraban el divorcio existente entre gobernantes y gobernados, lo cual marcaba el grado de ilegitimidad que arropaba al régimen puntofijista. Por largos años, el pueblo de Venezuela fue acumulando rabia, frustración y desilusión frente a los discursos vacíos de quienes se atribuían representarlo en medio de un cuadro de miseria, derroche consumista, demagogia, nuevoriquismo y corrupción impune, entretanto las expectativas populares se mantenían insastifechas, a pesar de los altos y constantes ingresos petroleros.

Toda esta situación reflejaba la existencia de dos Venezuelas antagónicas y vino a quebrarse cual vitrina el 27 de febrero de 1989, el día que bajaron los cerros. Esta fue una explosión social espontánea guiada –básicamente- por la rabia y la frustración de un pueblo que se siente siempre burlado y atropellado por sus gobernantes, sea cual sea el signo ideológico que los distinga. Todo esto, hasta cierto punto, queda plasmado en la obra de Román Chalbaud y Rodolfo Santana.

Aunque las imágenes de la película dan cuenta de los abusos cometidos, no profundiza en las causas que originaron ese estallido de violencia popular. Esto hace que el Caracazo se nos antoje, por momentos, como un suceso lejano e irreal, perteneciente al realismo mágico de Gabriel García Márquez, como aquel relato suyo sobre la masacre de los obreros bananeros en huelga, cuya cifra de muertos terminó por diluirse en la leyenda, llegándose a dudar que hubiera ocurrido alguna vez. Para los venezolanos, las cifras oficiales no concuerdan con las suministradas por las familias de las víctimas, desconociéndose a ciencia cierta cuántos fueron los muertos a manos de las fuerzas represivas del gobierno, más aún si se considera que éstas no se limitan nada más a Caracas ni a los dos días iniciales de dicha explosión social.

El Caracazo fue una guerra desproporcionada, sin duda, producto del miedo que se apoderó de las clases dominantes del país que creyeron perdidos sus privilegios y su poder a manos de unas masas que siempre despreciaron y manipularon en su favor. En la película de Chalbaud destacan –en medio del caleidoscopio de personajes representativos- el burócrata, la “oposición” política, el empresario, el DISIP y el militar (éstos últimos formados bajo la doctrina de seguridad nacional que elaborara Estados Unidos para sus Estados vasallos en América Latina, en la cual los enemigos potenciales de la democracia son los mismos sectores populares), quienes estarán de acuerdo en sofocar, a sangre y fuego, la rebeldía del pueblo venezolano.

Semejante represión los desnudó ante el mundo entero y reveló la ficción de democracia en que estábamos sumidos los venezolanos. Pero no hay que olvidar que el régimen puntofijista ya exhibía antecedentes represivos, traducidos en desapariciones forzosas y asesinatos selectivos de dirigentes políticos y sociales cuyo máximo delito fue luchar por hacer de Venezuela una nación verdaderamente democrática y soberana. Hoy en día, muchos de aquellos represores ostentan altos cargos en sus respectivas instituciones y nadie se ocupa de llevarlos ante la justicia. Esta es la máxima deuda que tenemos con aquellos muertos y es preciso saldarla antes que el olvido los cobije definitivamente.

El Caracazo fue una clarinada para que las fuerzas revolucionarias, aturdidas, quizás, por el chorro petrolero que amortiguó el deseo de justicia de las masas populares, se plantearan otra vez la cuestión de la toma del poder e iniciar una revolución social que acabara con todo el andamiaje de corrupción, hambre y represión levantado por las élites gobernantes de este país. Para éstas, fue el anuncio del fin de su hegemonía, aunque sus residuos buscan asirse del carro de la revolución que conduce Hugo Chávez y ya ocupan puestos de relevancia, haciéndose pasar por revolucionarios.

Pero, más allá de ello, El Caracazo es la respuesta contundente –aunque en desventaja- de un pueblo que se cansó de esperar y debiera ser, en la actualidad, un motivo de reflexión para quienes se contentan con usufructuar el poder y relegan a un plano secundario a ese mismo pueblo que tratan de seducir siempre.