El análisis histórico-político alrededor de las dos sentencias complacientes de la Corte Constitucional a favor de la reelección inmediata de Uribe ha puesto de presente la profundidad en que se encuentra el conflicto social en Colombia. Debemos precisar de entrada que vivimos una crisis constitucional, agudizada desde el gobierno Pastrana (1998-2002). Por ello, la reelección presidencial, una realidad en el sistema político, es tomada aquí como el capítulo más importante de la “batalla social”, que como tal no se agota en la anécdota palaciega que cuenta cómo se dio el respaldo mayoritario de la otrora independiente Corte al régimen soberano de Uribe. Muy por el contrario, tiende a reforzar nuestra convicción, ventilada semanas atrás, de cuán tragicómica es la crisis de dominación posbipartidista y cuál es la salida que las clases dominantes dan a la misma.

Con la expresión “batalla social” damos a entender que la llamada crisis constitucional se juega tanto en el orden jurídico-político de reformas y elecciones cuanto en el plano político-militar de guerra contrainsurgente. En otras palabras, una crisis entre poderes constituidos y poderes constituyentes que cruzan armas y aspiran a definir desde los primeros el plan de propietarios bajo la forma soberana de un presidencialismo armado. Si el régimen le apuesta a ganar en los dos planos –el jurídico y el militar– la batalla constitucional que se profundiza, ello en gran medida se debe a que sectores y grupos subalternos, tradicionalmente pasivos o marginales al sistema político, ejercitan otras iniciativas contrahegemónicas y contrasistémicas al oficialismo gubernamental y posbipartidista que despliega la guerra preventiva de “lucha contra el terrorismo”. Las luchas agrarias de los indígenas en el Cauca, bastión de la estructura hacendataria, son solo un botón de muestra del inconformismo popular. La abstención y el voto en blanco en las pasadas elecciones en Cartagena, ciudad de encuentro de las clases dominantes, son otro ejercicio de éxodo político.

Con la aprobación de la reelección presidencial se abren dos tácticas gubernamentales: la sinuosa negociación para que los paramilitares sean opción política en las próximas elecciones, y el discurso electoral de intercambio humanitario que buscará crear consensos y apoyos al proyecto soberano de reelegir a Uribe. Examinemos ambas propuestas que, aparte de ser funcionales al régimen presidencial, confluyen en ser estratégicas para la continuidad del sistema político y la reforma del Estado comunitario.

La retórica de la paz negociada

El primer componente de la crisis constitucional del régimen presidencialista desarrolla la táctica de la guerra preventiva. La misma, leída en un análisis coyuntural, dice que las llamadas negociaciones de paz con los grupos contrainsurgentes alinderados –unos y otros bajo la sigla de la Auc– no tienen en el corto plazo mayor inconveniente. Esto porque los meses preelectorales definirán a los diferentes grupos políticos con los cuales la extrema derecha intentará ganar en las elecciones parlamentarias, no algunas curules, como se pensaba hace unos años –la publicitada franja del 35 por ciento– sino el grueso mayoritario del Congreso.

En un enfoque de “batalla social” como la que proponemos, la retórica de paz negociada con las Auc ha devenido en las últimas semanas contradictoria, no porque el pequeño ejército que defiende la estructura hacendataria así lo haya querido sino en virtud de que el establecimiento presidencialista, seriamente dividido en su soberanía, sabe que sin un Congreso cercano a sus intereses no habrá posibilidad alguna de mantener el ritmo acelerado de las contrarreformas político-económicas que secundan el Tratado de Libre Comercio. ¡Claro! El posbipartidismo tendría que compartir el poder con los sectores de extrema derecha, más pretenciosos y aventajados que los actuales senadores y representantes.

Es decir, habrá una nueva recomposición de las clientelas políticas y los feudos electorales, de las regiones al Congreso y desde éste hacia aquellas. Vale decir, lo que observamos no es una real puja por una ley cualquiera –como la de Justicia y Paz– sino una cuestión vital para el sistema político: con qué grupos políticos gobernará el Presidente desde el 2006. En una palabra, quién controlará el Congreso.

Pero la realidad muestra algo más que pequeñeces. El próximo gobierno, cualquiera que él sea, debe contar con el archipiélago de micropartidos que componen el sector uribista en el Congreso. Ya hay por lo menos cinco. El hecho de no tener los actuales neorregeneradores liderados por Uribe un grupo político único y hegemónico hace que las diferencias se ventilen en los medios de comunicación, como táctica de batalla entre intereses presuntamente divergentes. Pero creemos que lo que está en juego es más una serie de resquemores por la extradición de los cabecillas principales y secundarios. No debemos quedar en las anécdotas. La verdad es otra: los paramilitares están dispuestos a que ciertos líderes beligerantes, muy pocos, sean juzgados incluso en Estados Unidos. Sin embargo, no están dispuestos a transigir en la posibilidad de hacerse con una buena cauda electoral en las elecciones de marzo entrante, de modo que se puedan catapultar como mayoría en el Congreso pero también como opción presidencial en el 2010.

Los paramilitares le apuestan hoy a lo político en tanto que éste subordina la opción militar. Saben que las dos últimas generaciones de autodefensa han aprendido que no ganarán la guerra contraguerrillera en el campo de batalla; han aprendido que el país de propietarios les asegurará sus inmensas fortunas; han aprendido que sus acciones criminales quedarán en la impunidad. Tales grupos han leído la estrategia que otros no han visto: es fundamental influir políticamente en las “negociaciones de paz” hasta definir el rasgo del gobierno que empieza en pocos meses. Tal institucionalización del paramilitarismo llevará a ganar la crisis constitucional en favor de las medidas de fuerza apadrinadas por los propios gobernantes de turno, que se desenvuelven en la comedia sangrienta de una crisis soberana sin precedentes. El bloque de las Auc pretende gobernar el país ya no por la vía de la mano militar sino constitucionalmente.

La agonía de la guerra humanitaria

La segunda táctica que saldrá a la luz pública en las semanas que se avecinan será la ficha del intercambio humanitario. Se trata de una opción gubernamental que, como la anterior, es tanto jurídico-política como político-militar y que se cumplirá como paso previo para refrendar la reelección inmediata en las urnas. Como procedimiento reformista, el intercambio es un golpe de opinión cruzado con las negociaciones del paramilitarismo. El intercambio humanitario se realizará posiblemente días antes de las elecciones parlamentarios o la del Presidente. Pero más allá o más acá, será un golpe de opinión del alicaído consenso presidencial, que aspira a robustecerse en la reelección de mayo para solucionar la crisis soberana de Constitución de la mano de la excepcional decisión gubernamental. Lo que define la reelección es al soberano y cómo decidirá el futuro de la República presidencial, en trance acelerado hacia la integración económica y política, hacia la integración imperial.

Este capítulo humanitario mostrará al régimen político con la iniciativa del diálogo y el consenso. Hasta ahora, la posibilidad de rescate militar de los rehenes se centra en cómo le va al Plan Patriota en el sur del país, luego de más de un año de emprendido y sin resultados contundentes que pongan en jaque al Secretariado de las Farc. No obstante, también el intercambio humanitario depende de la respuesta militar de las guerrillas en la última parte de 2005 y los primeros meses de 2006. No solamente en los departamentos de Caquetá, Meta y Putumayo; también en otros, como Arauca, Nariño, Chocó y Antioquia.

Pero, como todo lo anterior, la batalla social del reformismo humanitario tiene sus ejecutores, quienes sacarán el mayor proyecto político contado en votos. Repetimos, entonces, que el intercambio busca concretamente relegitimar la reelección presidencial cuando ya las encuestas reflejan que en la primera vuelta Uribe no ganará como en 2002. El interés será darle al Presidente en ejercicio un golpe de opinión plebiscitario que enmiende en algo su desprestigio entre nacionales y extranjeros, que ven pasar el tiempo y los rehenes suman años en cautiverio. Por ello, consideramos que el discurrir del nuevo diálogo no es de paz negociada, ni siquiera de intercambio humanitario, sino de guerra humanitaria.

De manera que la nueva forma de la batalla social, signo de la crisis de soberanía en el campo de la retórica de paz con las Auc, y la guerra humanitaria que se estrenará en las semanas y meses por llegar, pondrá a discutir a los electores y la población en general sobre la suerte de la maltratada “guerra contra el terrorismo”. En ese sentido, ¿qué pasará con el régimen presidencial soberano? Claro que a partir de esto sabremos qué deberán hacer las clases dominantes que auspician la reelección presidencial, cuando todos los obstáculos en el interior de la forma de Estado están solucionados, y ya la modificación del ‘articulito’ se ha cumplido. La reforma congresional del artículo 190 es un hecho, y la reelección –aunque excepcional dentro del orden constitucional del Estado Social de Derecho de 1991– es desde ya una decisión exclusiva del soberano Presidente.

Ahora, el análisis histórico-político de la reelección inmediata debe vérselas con las actuaciones de la multitud de pobres en una lectura político-militar. Es decir, qué hacen quienes están por fuera del Estado Comunitario y del régimen del presidencialismo armado que comanda Uribe.