Nuestro concepto de justicia es extraño y alienante. En la conformación y la conformidad de nuestro pensamiento occidental y cristiano, la justicia es una entidad abstracta que se corporiza en un sistema de leyes, sistema que tendría la capacidad de imponerse por sí mismo, por el simple hecho de existir.

Le exigimos a la letra muerta de la ley que imparta justicia, que equilibre los desequilibrios, determine las culpas y castigue a los culpables, como si tuviera una identidad propia que se eleva por encima de las voluntades.
Pero la realidad nos da una cachetada a cada paso, como para despertarnos de ese sueño burgués que nos dice que el sistema es autónomo. Lo cierto es que la justicia se define en un escenario donde quienes tienen el poder determinan su sentido, y en el que la ley la ejercen quienes tienen la fuerza para imponerla.

Es por eso que la ley no es igual para todos y no se aplica de igual manera en todos los casos. En ese terreno aparece el lugar de la interpretación.

Nuestra justicia es blanca, occidental y cristiana. Claro que el sistema ha intentado lavar sus culpas incorporando a su maquinaria jurídica algunos mecanismos que incluyan en su imaginario otras identidades culturales. Pero no lo hace ingenuamente. La Historia nos muestra que los marginales del status quo siempre fueron incorporados para ser neutralizados.

La ley se convierte así en una herramienta para silenciar las voces de los oprimidos, una estrategia que oculta la impunidad de aquellos que desprecian sistemáticamente a los diferentes, a los débiles, a los que no encajan en el modelo de privilegio.

Una de ellas es Susana Colimán. Esta mujer mapuche, joven de cuerpo, niña de pensamiento, tuvo la desgracia de caer en la trituradora del derecho moderno y occidental, derecho que solamente se activa cuando se trata de castigar.

Susana tiene 23 años, y es miembro de la comunidad mapuche de Aucapán, a unos 40 kilómetros de la ciudad de Junín de los Andes. Desde muy pequeña comenzó su vida de sufrimiento al quedar huérfana, siendo parte de uno de los grupos sociales más desamparados de nuestra tierra. Tal vez por eso su mente se congeló en una infancia imaginaria, tal vez para no registrar la marginalidad extrema y el abandono que le tocó vivir, o quizás para no darse cuenta de la violencia social y sexual de las cuales fue víctima.

Lo cierto es que la sociedad neuquina nunca le dio la oportunidad de ser tratada como una persona, nunca la consideró “digna” de ser parte de ella, al igual que a los demás miembros de su comunidad. Los “winkas” llegaron hace muchos años y nunca dejaron de lado la tarea de exterminar a los originarios.

Para Susana Colimán no existía la ley o el derecho, ni siquiera cuando fue violada por quien sigue siendo un desconocido hasta ahora. Nadie se ocupó de investigar el abuso sufrido por ella, porque el propio sistema es el gran abusador. Qué van a probar la violación si es una india. Encima deben decir que la provocó, que es puta. Quién le va a creer a una india puta, sentenció Roberto Ñancucheo, líder de la Confederación Mapuche del Neuquén.

Por eso mismo, la joven mapuche no podía ser considerada una víctima. Por eso mismo, Susana fue convertida en asesina cuando mató con un cuchillo al bebé nacido de esa violación, después de parirlo en la letrina de una casucha que habitaba en el barrio Lanín.

Ahí sí apareció la ley y el derecho con toda su maquinaria punitoria. Ese 16 de septiembre de 2004, la policía se llevó a Susana en un patrullero cuando todavía le colgaba la placenta. Durante los 25 días que estuvo internada tuvo una custodia permanente y hostil, como si fuese un asesino serial. Todo el sistema legal insistió en que Susana era consiente de sus actos, a pesar de que varios profesionales afirmaron que la joven mapuche afrontó un episodio psicótico y tiene retraso intelectual madurativo evidente.

También señalaron que cuando llegó al hospital después del parto, ella no entendía nada de lo que pasaba. Aún no había despedido la placenta y ella no entendía, no podía colaborar a pesar de que el médico le explicaba.

El defensor oficial, Miguel Manso, no tuvo mayor intención de presentar otra versión, otra mirada. También para él su historia cargada de abusos era un detalle menor y tan sólo se limitó a intentar atenuar la condena que consideraba inevitable. ¿Qué más podía hacer? Las pruebas estaban a la vista: un bebé asesinado por su madre. ¿Qué más hay que tener en cuenta?

Cosa juzgada

La Cámara Multifueros de la ciudad neuquina de Zapala estuvo de acuerdo con el defensor. El 11 de noviembre de este año condenó a Susana Colimán a la pena de ocho años y seis meses de cumplimiento efectivo.

Federico Egea, abogado defensor de la Asociación Zainuco, participó como veedor en todas las jornadas del juicio y ha presentado una casación junto a H.I.J.O.S., APDH, Colectivo La Revuelta, y todas las agrupaciones de derechos humanos locales.

Planteamos la inimputabilidad de Susana Colimán, y la falta de una defensa penal adecuada, además de algunas violaciones al principio de interpretación pro omine, es decir, que algunas dudas que había en el caso y aquellas cuestiones que no estaban claras se interpretaron en contra de la imputada.

Las organizaciones reclaman además el cumplimiento de los convenios internacionales que se han pasado por alto en este caso. Cuestionamos en primer lugar que no se la juzgó en base a sus condiciones culturales. El Convenio 169 de la OIT, al cual suscribe la República Argentina, determina que cuando se trate de personas pertenecientes a comunidades indígenas tienen que ser juzgadas en base a las pautas culturales, sociales y económicas que establezca históricamente su comunidad. Además, según ese mismo convenio, los jueces deben siempre optar por una pena diferente a la de prisión, en la medida en que esto sea posible, lo cual era el caso pero no se contempló esa posibilidad. También cuestionamos que durante la instrucción prácticamente no tuvo defensa penal, y la que tuvo en el juicio no fue muy calificada, señaló Egea.

Como muestra dramática de la hostilidad y violencia que ha ejercido el mundo social blanco y occidental sobre la joven mapuche, aparece una burlona paradoja final: la cárcel trajo una mejor calidad de vida para Susana. Las cárceles aquí en Neuquén son lugares tremendos donde se vive todo tipo de privaciones -señala Federico Egea-, pero era tan grave la situación de Susana Colimán que, comparativamente, su nivel de vida mejoró al ingresar a la cárcel.

Ahora, Susana dice que está contenta; come todos los días, subió de peso, tiene una cama donde dormir y otras mujeres con quienes hablar. Afuera, los “winkas” siguen con su tarea.