Vladimir Putin y Serguei Karaganov

El conflicto sobre el programa nuclear de Irán ha entrado en la fase del Endspiel. Durante mucho tiempo, la troika europea, por un lado, y Rusia, por el otro, trataron de convencer a Irán de renunciar a los aspectos del programa que pudiesen conducir, teóricamente, a la fabricación de la bomba atómica. Estados Unidos desempeñó el papel del «policía malo» aunque, en los últimos años, flexibilizó en algo su política.

El Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) trabajaba de forma paralela. Sus inspectores notaban a veces indicios de investigaciones militares en los programas de Irán o de disimulo en cuanto a ciertos aspectos, pero concluían, por lo general, que Irán se mantenía formalmente en el marco de los compromisos que impone el Tratado de No Proliferación para las armas nucleares.

Durante los últimos meses, sin embargo, la negativa de Teherán de renunciar categóricamente a las investigaciones nucleares que pudiesen tener un carácter potencialmente militar y de renunciar a la idea de crear tecnologías para el enriquecimiento del uranio acabó por convencer a la troika de que los dirigentes iraníes estaban simplemente utilizando las negociaciones para ganar tiempo. Rusia fue la que más demoró en resignarse. Durante muchos años resistió estoicamente a las presiones de Occidente que reclamaba la suspensión de la construcción de la central nuclear de Buchehr, con lo cual demostró que es un socio en el que se puede confiar. Incluso proporcionamos armamento convencional.

En suma, no hemos dejado nunca de considerar a Irán como un Estado amigo y un socio geopolítico fundamental en la región.

Irán ha logrado reducir el crecimiento demográfico, ha creado un sistema de enseñanza relativamente moderno como complemento a su gran cultura antigua y desde antes del boom petrolero había logrado ya un ligero aumento del PIB por habitante, lo cual contrastaba fuertemente con la situación de la mayoría de sus vecinos.

Nosotros también le propusimos a Irán la implantación en territorio ruso de una fábrica conjunta de enriquecimiento de uranio para las centrales nucleares iraníes, como medio de liberar a Irán de toda sospecha de querer crear armas atómicas.

Se iniciaron negociaciones en ese sentido pero sin mucho éxito que sepamos. Nuestras proposiciones habían sido rechazadas. Más tarde, se retomaron las negociaciones y Teherán propuso posteriormente incluir a China en el proyecto.

Paralelamente, asistimos –primero entre los expertos políticos occidentales y últimamente en los medios científicos– a la formación de una opinión casi unánime según la cual la diplomacia iraní no busca más que una cosa: ganar tiempo para crear la bomba.

Los argumentos de los expertos que estiman que Irán necesitaba un programa nuclear solamente para poderlo utilizar como moneda de cambio para salir de su semiaislamiento y fortalecer su prestigio internacional tampoco resultan ya tan convincentes.

Teherán niega con vehemencia que quiera obtener la bomba, pero no le creen, como no se tiene confianza en un país con un sistema político hermético o como tampoco se dio crédito a las garantías de la URSS cuando proclamaba sus intenciones pacíficas.

La situación se agravó para Teherán luego de ciertas declaraciones del presidente iraní sobre Israel. La imagen de país responsable que había mantenido comenzó a degradarse rápidamente.

Quiero ser claro. Los iraníes tienen el derecho moral de desear disponer del arma nuclear. Ellos viven en una región muy peligrosa. Al sur tienen un Pakistán nuclear, que puede estallar en cualquier momento. Al oeste, un Irak inestable ocupado por tropas estadounidenses. Más allá, un Israel, también nuclear, que Teherán califica de enemigo encarnizado (aunque, en ese caso, el problema proviene en gran medida del propio Irán que se busca enemigos). Los iraníes temen justificadamente la actitud –para muchos injusta– de la comunidad internacional ante ellos. No han olvidado que durante la guerra irano-iraquí todo el mundo –incluidos Estados Unidos y la URSS– ayudó a Irak y mantuvo un vergonzoso silencio cuando este último utilizó armas químicas contra los iraníes.

El problema reside solamente en que la obtención del arma nuclear por parte de Irán no es aceptable ni para los Estados de la región ni para las grandes potencias, empezando por Rusia que se encuentra próxima a su territorio y en los límites de alcance de los posibles vectores iraníes del arma nuclear.

Hay muchas probabilidades de que la nuclearización de Irán incitara a Arabia Saudita y Egipto a crear también su «bomba atómica árabe». En ese caso habría que olvidar la noción de estabilidad estratégica a la que las antiguas potencias nucleares han llegado poniendo a veces a la humanidad al borde del cataclismo nuclear. El riesgo de guerra nuclear se multiplicaría por diez. ¿Cómo se comportaría un Teherán nuclear? ¿Qué pasaría si los elementos favorables a la destrucción de otros Estados y al bloqueo del Golfo Pérsico llegaran a tomar el control de la dirección iraní? Sería el fin del Tratado de No Proliferación. Golpes preventivos podrían tener lugar en cualquier momento, incluso antes que Irán lograse tener el arma nuclear, aunque nadie –ni siquiera los estadounidenses– piense en recurrir a ello, ya que están conscientes del carácter limitado de su eficacia en el plano militar y de su enorme costo político.

En tal situación, y teniendo en cuenta intereses vitales de nuestra propia seguridad, no teníamos moralmente derecho a seguir oponiéndonos a las presiones cada vez más fuertes de Occidente, a sus llamados a transferir el caso de Irán al Consejo de Seguridad de la ONU. Las grandes potencias se pusieron todas de acuerdo para que, el 2 de febrero, el OIEA informara sobre el expediente al Consejo de Seguridad. Su examen sólo tendrá lugar dentro de un mes, después del informe definitivo del OIEA. Moscú negoció esas posibilidades por Teherán y después de esto habrá tiempo aún antes de la introducción de posibles sanciones.

En este momento, la bola está en el terreno de Teherán. Sus representantes dicen que la presentación del caso al Consejo de Seguridad cierra la puerta a la negociación. Eso no es cierto. Otros pretenden que el Parlamento y el pueblo no tolerarían esa concesión, argumento que tampoco es convincente. En el contexto de la «democracia dirigida» existente en Irán y del control total sobre los grandes medios de difusión, las referencias a la opinión carecen de peso.

Teherán se encuentra ante un desafío histórico al que tendrá que responder rápidamente. Imaginemos que Irán renuncia inmediatamente a su potencial nuclear militar (aceptando, por ejemplo, las proposiciones rusas) a cambio de salir de su semiaislamiento internacional, de un reconocimiento como actor responsable del nuevo mundo. En ese caso, el país se beneficiaría con inversiones, y se fortalecerían su potencial económico y su prestigio internacional.

Imaginemos ahora que Teherán prosigue su programa nuclear con connotación militar. En ese caso habrá sanciones, el entorno se hará frío –por no decir hostil–, se reducirán las posibilidades de contar con recursos y con tecnologías provenientes del exterior, lo cual frenará el desarrollo económico y condenará el país al atraso. Habrá que contar también con el riesgo permanente de golpes preventivos contra las instalaciones nucleares e incluso contra la infraestructura industrial.

Ponemos nuestras esperanzas en que los herederos de la maravillosa cultura persa y la élite intelectual sepan sobreponerse a las antiguas ofensas y sospechas y a los vestigios del fanatismo religioso, sacar a Irán del «yugo nuclear» y abrir ante su país el camino que, al emprenderlo, lo llevará a convertirse en una gran potencia. En interés de todos.

Fuente: Rossiskaya Gazeta. Traducción al francés Ria-Novosti. Traducido del francés al español por la Red Voltaire.