Ser varón, ser un macho, es sinónimo de “hombría”. Esta condición, a su vez, se define por características consideradas positivas inherentes a la masculinidad (energía, fortaleza, coraje, honorabilidad, honradez), es decir, aquellas propias de un “caballero”, con lo que el círculo vicioso se cierra en sí mismo: ser varón es ser fuerte y honrado, ser valeroso. ¿Puede una mujer participar de las propiedades de la hombría? ¿Y un homosexual? Seguramente no. Nadie dirá que las mujeres son naturalmente no-honradas, pero no hay dudas que en Occidente el peso de la misoginia medieval sigue aún presente (los herejes eran habitualmente brujas, mujeres); y en culturas no occidentales incluso es legal la violencia masculina sobre el colectivo femenino. En cuanto a la homosexualidad, mientras en muchas partes del mundo ello es considerado delito aún hoy día, en el mundo occidental hasta no hace muchos años hacía parte del listado de psicopatologías oficiales.

Los modelos culturales con los que se han construido todas las sociedades hasta la fecha se centran en la hegemonía varonil. El poder, la propiedad, el saber, en definitiva: las “cosas importantes”, son masculinas, son varoniles. “El mundo de la mujer es la casa; la casa del hombre es el mundo”, reza el refrán. Las sociedades machistas han considerado siempre la fuerza como un valor en sí mismo: entre esas “cosas importantes” que hacen al desarrollo humano y que definen a la hombría, está la fuerza. O si se quiere decir de otro modo: la violencia. Virilidad es sinónimo de fuerza.

“La violencia es la partera de la historia”; al menos hasta ahora, eso es innegable, y todas nuestras matrices culturales siguen haciendo de ella el destino mismo de lo humano. La guerra ha sido y continúa siendo una de las actividades más importantes en la dinámica social. Por cierto: cosa de varones, de machos (aunque recientemente quien dirigía las torturas en Irak fuera una mujer, una generala, que sin dudas “los tenía bien puestos”). Es evidente, entonces, que la virilidad, aunque la ejerza una mujer, es cosa de hombres.

Nada es eterno, felizmente (todos los dioses inmortales… al final desaparecieron), y esos patrones patriarcales comienzan a ser cuestionados. Pero solos no han de caer, por lo que necesitan un importante esfuerzo para seguir siendo puestos en dudas y modificados. Buena parte de ese esfuerzo, además, debe venir desde los varones. El machismo es un problema social, de todas y todos, por lo que no son solo las mujeres las que tienen ante sí un desafío. Son las sociedades en su conjunto las que deben cambiar. Buenísimo que las mujeres hayan tomado la iniciativa en este cambio, pero para transformar y superar el machismo somos los varones quienes también debemos cambiar, quizá los que más que nadie debemos cambiar.

Estas breves líneas son apenas un aporte más en esta tarea de transformación que ya ha comenzado. Y las escribe un varón.

¿Puede un varón ser tal sin participar de la propiedad de la violencia? ¿Se es más y mejor varón porque se le pega a una mujer?

Quizá hoy día en muchos países occidentales ya dejó de ser tema tan dramático la violencia intrafamiliar; al menos, ya puede ser considerada un hecho delictivo y no un “derecho” masculino. Aunque en modo alguno ha desaparecido, valga aclarar. En Europa, la culta y desarrollada Europa, por cierto la violencia masculina es la tercera causa de muerte de mujeres, por delante del cáncer y del VIH/SIDA.

Quizá la violencia, además de la brutal agresión física, va tomando otras formas (no queremos decir que los puñetazos y las patadas contra las mujeres hayan terminado. Baste leer el libro de denuncias de cualquier estación policial para constatarlo…, y sabemos que se registran cantidades infinitamente menores de agresiones masculinas de las que en realidad tienen lugar, por miedo, por ignorancia, por inercia social. En otros términos: por la cultura machista dominante). La fortaleza masculina -si es que a eso se le puede llamar “fortaleza”- se puede ver también de otras maneras:

• De entre casi 200 países en todo el mundo, no llegan a 20 los que están conducidos políticamente por una mujer.
• El 14.5% de los miembros de los parlamentos nacionales de todo el mundo son mujeres.
• El 7% del total mundial de gabinetes ministeriales son mujeres; las mujeres que son ministras se concentran en las áreas sociales (14%), comparadas con las que están en áreas legales (9.4%), económicas (4.1%), asuntos políticos (3.4%) y ejecutivos (3.9%).
• Dentro de las Naciones Unidas las mujeres ocupan sólo el 9% de los trabajos directivos de mayor nivel.
• El 99% de los títulos de propiedad combinados de todo el planeta (acciones, tierras, bienes inmuebles, cuentas bancarias) está en manos masculinas.
• Las mujeres trabajan igual o mayor cantidad de horas y con similar o mayor esfuerzo que los varones por menor salario.
• El trabajo doméstico de las amas de casa -sin horario, continuo, perpetuo- no es justamente valorado.
• Los efectos no deseados de cualquier método anticonceptivo los padecen siempre las mujeres y no los varones (incomodidad, cambios hormonales, incluso esterilidad), debido a la forma en que están concebidos -es siempre la mujer la que tiene que “cuidarse”-, y el preservativo, único método con que se protegen los varones, puede causar en no pocos casos irritaciones y alergias a las mujeres-.

Dicho en otros términos: es más fácil, común y natural que sean las mujeres quienes salen perjudicadas en su relación con los varones, y no a la inversa. Ante este estado de cosas ¿por qué querrían cambiar los hombres esa situación?

Ser varón -cualquier varón, el “exitoso” triunfador de Hollywood o el hombre común de a pie a quien no le alcanza el sueldo- otorga una cuota de poder sobre la mujer. Ser varón, por tanto, implica en forma natural poder ejercer la violencia sin siquiera considerarla como tal. Ser un macho hecho y derecho lleva implícita la violencia como su rasgo distintivo fundamental. Por decir “me jodieron” -me perjudicaron- suele emplearse la expresión “me cogieron”. ¿Acaso el acto sexual perjudica a alguien, o se filtra ahí la ideología patriarcal, machista, dominadora, donde el poder masculino siempre se ejerce a la fuerza y donde el ejercicio es siempre en detrimento de otro?

Por el contrario, para ser una mujer “que se hace valer” (la Dama de Hierro Margaret Tatcher o Condoleeza Rice, la Mujer Maravilla o cualquier ejemplo de lideresa exitosa) hay que presentar una dosis de “dureza”. Los símbolos de la femineidad no se corresponden con una imagen violenta -lo cual puede llevar secundariamente al interrogante sobre si se “libera” más una mujer porque prescinde de su arquetipo de “muñeca” no depilándose y dejándose el cabello corto-.

Lo que está claro es que, hasta ahora, todas las construcciones culturales de la masculinidad han apelado a la violencia, a la fuerza, a la agresividad como distintivo de su condición. Es decir: el triunfo se asocia con la superación sobre el otro, con su derrota.

¿Puede construirse una masculinidad sin necesidad de apelar a ese estereotipo? Pregunta que nos puede hacer pensar respecto a cómo construir un nuevo modelo de sociedad basado en la horizontalidad, en el compartir poderes y no en la imposición violenta y jerárquica del que está arriba.

Pensar hoy en si se puede ser varón sin ser violento es como pensar en una sociedad libre de fuerzas armadas: quizá suene quimérico, pero ahí está el reto. La construcción de una sociedad nueva, solidaria y no basada en la fuerza bruta, va de la mano de nuevas y superadoras relaciones de género donde nadie domine a nadie, donde “coger” a otro no sea perjudicarlo sino una de las cosas más bellas.