Digo paradójicamente, porque en Colombia el 98% de las ciudades capitales y el 100% de los pueblos y veredas del territorio nacional descargan impunemente sus aguas negras sin tratamiento previo alguno, directamente a los cuerpos de aguas naturales. Colombia es además un país en donde las diferentes industrias vierten de manera ilegal sus desechos tóxicos a las fuentes de agua, y además envenenan el aire que todos respiramos; un país en donde los grupos dedicados a explotar el oro de aluvión en las cuencas de nuestros ríos vierten con absoluta impunidad a sus aguas los desechos mortales del azogue mezclado con el mercurio liquido utilizado en sus faenas; en donde se rellenan ilícitamente los cuerpos costeros de aguas dulces y salobres; en donde intencionalmente se taponan caños y se desecan ciénagas para anexarlas a los predios agrícolas y/o pecuarios en las cuatro cuencas hidrográficas; en donde la madera del bosque continúa talándose ilegalmente dejando expuesto el suelo a la erosión causada por la escorrentía de las aguas lluvias; en donde se utilizan composiciones venenosas de insecticidas y herbicidas cuyo uso esta expresamente prohibido por la legislación de los propios países productores. Un país en el que jamás el sistema judicial había condenado penalmente a alguno de los miles de responsables que a diario cometen la media docena de delitos referidos arriba.

Esta vez a la persona responsable la han condenado a 24 meses de prisión y a pagar una multa de más de 40 millones de pesos.

Dije alentador al comienzo, por el camino que en buena hora le señala esta condena a otras instancias judiciales del país, precisamente cuando en ciudades como Cartagena los propios tribunales recientemente han pretendido enredarle el curso a los procesos judiciales entablados contra personas particulares por gravísimos delitos contra el medio ambiente, dejando a las respectivas autoridades ambientales en grave riesgo de ser convertidas no solo en “rey de burlas”, sino expósitos a los efectos de las consabidas contra demandas, cuando no proclives a la coima y al soborno en casos futuros. ¡Por ahí no es la cosa!

Recuérdese que cada agente contaminante presente bien sea en el aire que respiramos, en los alimentos que consumimos, o en el agua que bebemos, amenaza nuestra salud en mayor o menor grado. Hoy sabemos las graves consecuencias que de manera directa tienen varios elementos y compuestos químicos clasificados como de alta toxicidad sobre la salud humana y animal. Tales son los casos relacionados con los residuos de pesticidas organoclorados en el suelo y en los alimentos, o de los óxidos nitrosos y sulfuros descargados al aire, o de las dioxinas vertidas en los ecosistemas acuáticos, o de metales pesados como el mercurio, el cadmio o el plomo vertidos al agua y presentes en la carne de peces, moluscos y crustáceos.

En otras palabras, es importante que las instancias judiciales perciban la contaminación del aire que respiramos, del agua que consumimos, o de los alimentos que ingerimos, como sinónimo de grave enfermedad o afectación para nuestra salud.

Dada la dimensión de los delitos ambientales cometidos en Colombia, ya no se trata simplemente del derecho inalienable a disfrutar de un medio ambiente sano, o que las generaciones futuras se beneficien de la integridad de los ecosistemas y de la biodiversidad que nosotros hemos tenido, sino que hoy también se trata de nuestra propia sobrevivencia. Y es aquí en donde el papel asumido de manera responsable por la comunidad a través de sus propias organizaciones, debe ser un instrumento eficaz no sólo en la lucha contra la impunidad que hoy caracteriza la mayoría de los delitos cometidos contra el medio ambiente en Colombia, sino decisivo en la protección de nuestra propia salud y la recuperación de la calidad de nuestras aguas y el aire que respiramos. De ahí que el mejor aliado de nuestra sociedad civil deba ser el sistema judicial colombiano.