El escritor, a pesar de todo, se mantenía firme, como el cartel que colgaba del escritorio. Le habían propuesto irse, seguir la militancia detrás de las fronteras, pero no se imaginaba lejos de sus hermanos y compañeros, respirando un exilio que imaginaba melancólico y cruel; lejos, también, de esas pequeñas historias que lo cruzaban por las calles de Buenos Aires o Chacabuco, o, como siempre sucedía, en las correntadas del Delta que remontaba anónimo.

Cuando los militares entraron a su casa, se dieron cuenta que toda la fuerza utilizada para romper, patear y pegar no les alcanzaba para descifrar esas palabras dibujadas en el cartel. Era una frase escrita en latín: “Hic meus locus pugnare est hinc non me removebunt”.

La traducción, que esas mentes obtusazas no descifraron, era una simple posición política que encerraba la coherencia de quien la escribió: “Éste es mi lugar de combate y de aquí no me voy”. Tal vez, como venganza a la incapacidad de comprender, los militares robaron todo lo que había en la casa.

Haroldo Pedro Conti había nacido el 25 de mayo de 1925 en la localidad de Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Ese mismo mes, pero de 1977, la dictadura militar encabezada por Jorge Rafael Videla envió un grupo de tareas a secuestrarlo.

Maestro primario, profesor de latín (actividad que ejerció hasta su desaparición), empleado de banco, piloto civil, nadador, camionero, navegante, guionista de cine y periodista, Haroldo Conti se graduó en filosofía en 1954, luego de intentar encontrar su camino en el Seminario Metropolitano de Villa Devoto.

Su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores, su adhesión abierta y solidaria hacia la Revolución Cubana y los libros publicados donde la libertad y las historias de la gente de a pie mostraban un pueblo que nunca se resignaba, desencadenaron sobre Conti la represión de las Fuerzas Armadas.

A los quince días de su secuestro, Videla se reunió y almorzó con cuatro escritores: Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Alberto Ratti (presidente de la Sociedad Argentina de Escritores) y el sacerdote Leonardo Castellani, quien había sido maestro de Conti en su época de seminarista.

Tanto Ratti como Castellani preguntaron su paradero y el sacerdote pidió verlo en el lugar de detención. Borges y Sábato, fieles a sus ideas, callaron. Al tiempo, Castellani lo visitó en el campo de concentración Coordinación Federal y esas fueron las última noticias.

Un intelectual en su tiempo

Analizar la historia de Haroldo Conti es imposible sin enmarcarla en un contexto político y social que, principalmente, se desarrolló desde 1959 con el inicio de la Revolución Cubana y finalizó parcialmente en 1976 con la dictadura militar argentina.

El auge y toma de conciencia de la clase trabajadora, la solidaridad internacional entre diferentes movimientos de liberación y, en el caso de Conti, la lucha por el socialismo que proclamaba desde el PRT muestran a un intelectual orgánico y, a su vez, heterodoxo con la clase social a la que apostaba.

En agosto de 1974, y ya trabajando como periodista en la revista Crisis, publicó el artículo “Compartir las luchas del pueblo” donde afirmaba que “ser un revolucionario es una forma de vida, no una manera de escribir”. En tanto, agregaba algunas apreciaciones de su escritura: “Por supuesto quisiera ser un escritor comprometido en su totalidad. Que mi obra fuese un firme puño, un claro fusil. Pero decididamente no lo es. Es que mi obra me toma relativamente en cuenta, se hace un poco a mi pesar, se me escapa de las manos, casi diría que se escribe sola y llegado el caso lo único que siento como una verdadera obligación es hacer las cosas cada vez mejor, que mi obra, nuestra obra, como dice Galeano, tenga más belleza que la de los otros, los enemigos”.

Haroldo Conti integró el Frente Antiimperialista por el Socialismo, frente legal impulsado por el PRT donde convergían diferentes tendencias.

En el último párrafo de “Compartir las luchas del pueblo”, declaraba su participación en el FAS y expresaba “que he ofrecido en Córdoba mi colaboración para lo que mande al compañero Agustín Tosco y que creo decididamente en la patria socialista. Más claro, imposible”.

Como en muchas personas de su época, la Revolución Cubana se transformó en el prisma por dónde observar y aprehender América Latina. Ya en 1968, Conti se definió a favor de la Declaración General del Congreso Cultural de La Habana. En 1971 viajó por primera vez a la isla caribeña y declaró que había sido una de las experiencias más importantes de su vida. Luego sería jurado en Casa de las Américas y su novela “Mascaró”, premiada en 1975 con el galardón máximo del concurso organizado por la institución cubana.

La conducta de Ernesto “Che” Guevara también sería definitoria en Conti como en muchos intelectuales argentinos. Conti lo dejó plasmado en la carta enviada a la Fundación Guggenheim cuando rechazó la postulación a una beca que se le otorgaría. Su oportunidad, escribió Conti, era “el camino que nos señalara el comandante Ernesto Guevara”.

La obra y militancia de Haroldo Conti no reposa sobre el pueblo, sino que es parte concreta de él. Conti no dicta lección academicista sobre las “costumbres” de los sufridos de la tierra, sino que es uno más que, simplemente, apuesta a la revolución socialista para cambiar así las miserias padecidas por los oprimidos. En sus páginas y en la historia de su generación estos rastros son innegables.

Ideas en revolución

En el camino de Haroldo Conti se encuentran dos textos que marcan en forma definitoria y concreta su lucidez intelectual y humanismo. Dos artículos publicados en diferentes años y en circunstancias que, a primera vista, podrían parecer diferentes, pero ambos relacionados por el compromiso del intelectual frente a la realidad y la dependencia cultural como forma de dominación.

En diciembre de 1971 la “John Simon Guggenheim Memorial Foundation” le envió una carta postulándolo como posible candidato a una beca. La Fundación Guggenheim, durante años ha funcionado (y continúa haciéndolo) como sutil forma de control y dominación desde el poder hegemónico.
Aunque en sus postulados explique que las ayudas serán utilizadas “para ampliar el desarrollo intelectual de estudiosos y artistas (...) respetando las condiciones de mayor libertad posible y sin distinción de raza, color o credo”, en el trasfondo se encuentra la cooptación y una lenta, pero eficaz, forma de penetración cultural.

Así lo denunció Conti en su respuesta, fechada el 28 de febrero de 1972: “deseo dejar en claro que mis convicciones ideológicas me impiden postularme para un beneficio que, con o sin intención expresa, resulta, cuanto más no sea por fatalidad del sistema, una de las formas más sutiles de penetración cultural del imperialismo norteamericano en América Latina”.

Luego de explicar las peripecias que debe sufrir un escritor en Latinoamérica y que, sin dudas, el dinero otorgado “habría significado una gran oportunidad”, Conti manifestó como “inaceptable” la postulación “para un beneficio que proviene del sistema al que critico y combato”.

En pocas líneas, reivindicó el rol del intelectual y sus únicas posibilidades en el continente: “Los antagonismos entre ese imperialismo y nuestros pueblos son profundos y violentos en todos los frentes incluido por supuesto el de la lucha cultural, y en este momento han llegado a una etapa de grandes definiciones en toda la extensa nación latinoamericana. Esto impone la claridad y la coherencia como deberes ineludibles del intelectual latinoamericano, cuya condición de ninguna manera entraña un privilegio sino una entera y exigente militancia”.

Para Haroldo Conti, la oportunidad revolucionaria en América Latina se llamaba socialismo y la trayectoria política del “Che” como enseñanza, se trasformaba en faro y praxis fundamental en la construcción del hombre nuevo.

En el último tramo de la misiva, se definía nuevamente por el pueblo y su inexorable liberación: “Por lo demás, yo he sido jurado de la Casa de las Américas en 1971, el mismo año en que usted me escribe, y considero que esa distinción que he recibido del pueblo cubano es absolutamente incompatible con una beca ofrecida por una Fundación creada por un senador de los Estados Unidos, o sea, no un hombre del pueblo norteamericano, sino del sistema que lo oprime y nos oprime”.

En diciembre de 1974, el suplemento cultural del diario La Opinión, desde sus páginas planteaba un debate en torno a la publicación de la novela “Libro de Manuel” de Julio Cortázar y la actitud del autor en donar el dinero obtenido por el premio Médicis que se le otorgaba. Cortázar, que desde hacía años bregaba por el socialismo y era criticado por su residencia en Francia, entregó ese dinero a Rafael Gumucio, representante de la resistencia chilena contra la Junta Militar encabezada por Augusto Pinochet.

Varios escritores e intelectuales se sumaron desde las páginas de La Opinión a analizar, no sólo la novela, sino la actitud de Cortázar. Uno de ellos fue Haroldo Conti.

“Cuando leí la noticia del premio que acaba de recibir Julio Cortázar y su actitud política al donarlo a los hermanos chilenos, me puse justamente en lugar de esos hermanos”, expresaba. Mientras algunos escritores, como Ricardo Piglia, sacaban a relucir en sus críticas un marxismo impoluto y perfecto, Conti definía: “A qué enturbiar, pues, esa actitud solidaria, fraterna, políticamente útil, con cargosas precisiones sobre el compromiso”.

Luego de afirmar que el gesto de Cortázar había sido bien aprovechado por el escritor para generar un hecho político y de denuncia, explicaba que frente a esta actitud “no le veo mucho sentido erigir, a partir de ella, una especie de sagrado tribunal para juzgar no sé qué entretelas en la conducta política de este escritor, a quien aprecio y respeto”.

En cuanto al grado de compromiso por el que Cortázar era juzgado, Conti exigía mirar hacia “dónde llegamos nosotros. Porque al juzgar a Cortázar nos juzgamos sin remedio nosotros”.

Dejando de lado la discusión estéril de la ubicación geográfica desde donde escribía Cortázar, pero a su vez apuntando a quienes son “capaces de escribir sobre el Renacimiento o sus aburridos fantasmas apoyados en el mismo paredón detrás del cual revientan a sus hermanos”, Conti convocaba a “asumir América no sólo en un poema o una discreta novela sino en cosas más concretas como resignar un premio para ayudar a los hermanos chilenos o denunciar la cárcel o las torturas a un compañero”.

Antes de finalizar su opinión, Conti realizaría una lectura que el devenir de la historia le daría la razón con respecto al rol de Julio Cortázar como intelectual y militante. “Yo aprecio esto de Cortázar -escribía- y se lo agradezco y creo que es bueno que se quede allá (en Francia) aunque sea nada más que para eso. Porque cuando enmudezcan todas la voces, habrá todavía una, salvada por la distancia, que señale y condene, que denuncie y ayude, que movilice y congregue”.

La vigencia de un caminador

Finalizada la dictadura en 1983, los operativos llevados a cabo por el poder militar para estructurar al país bajo el libre comercio, la cultura occidental y cristiana, y el despojo total de contenido a la política, dejaron marcas y huellas que todavía perduran.

En el campo intelectual, se produjeron reacomodamientos, zigzgeos o, directamente, domesticaciones que, en la actualidad, se observan en personajes como Santiago Kovadloff, Juan José Sebreli o Jorge Asis. De críticos de la sociedad burguesa, a partidarios del ex ministro de la ALIANZA y actual candidato de la derecha argentina, Ricardo López Murphy en los casos de Kovadloff y Sebreli.
De “lúcido” integrante del Partido Comunista a funcionario multiuso del menemato en los noventa, en el caso de Asis.
En una entrevista realizada por La Opinión en 1975, Conti ya les contestaba a estos personajes. “El único privilegio al que puedo aspirar es que algún día mis compañeros albañiles o mecánicos me reconozcan como uno de los suyos. Y así como alguien podrá decir ‘mi orgullo es ser albañil’, yo diré ‘mi orgullo es ser escritor’, el de construir historias tal como el albañil construye casas”.

Enfrentados al poder que corrompe en beneficio de unos pocos, sin anacronismos o defasajes, las figuras de Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Roberto Santoro o Paco Urondo se convierten en la oposición de los intelectuales que coquetean y reciben el beneplácito de empresarios que utilizan sus cabezas como alcancías donde depositan monedas y doblones a cambio de teorías sobre el fin de la historia o las bondades que el primer mundo depararía si los pueblos y su “barbarie” aceptara esas indicaciones y coordenadas.

En este caso, Haroldo Conti (como muchos de su generación) resume teoría y práctica. Desde su militancia en el PRT y su concepción del mundo regida por el pensamiento de Ernesto Guevara y un socialismo con fuertes raíces en América Latina, hasta los relatos donde la vida cotidiana no es costumbre de pueblo, sino radiografía de una sociedad donde el hombre no pierde la identidad ni tampoco sus problemas y triunfos, Haroldo Conti dejó para los que vienen detrás la certeza que los caminos todavía no han sido destruidos. Muy por el contrario, se encuentran en construcción como ese circo que describió en “Mascaró”, mientras sus personajes recorrían las costas sumando vida y enfrentando vientos y tormentas sin parar la marcha.