Ya se sabe que en términos generales y en consonancia con la mayor o menor apertura democrática de las sociedades, las elecciones presidenciales conllevan ruidos de fondo destinados a resaltar los errores y aciertos de los candidatos. En las democracias restringidas los ruidos se caracterizan por tener decibeles más altos de los apropiados para un efecto de fondo y por provenir de una sola fuente de sonido; en las democracias abiertas los ruidos se caracterizan por provenir de fuentes diversas que tienden, por una cierta cultura de la competencia, a no sobrepasar determinados niveles de sonido. Pero en unas y otras las consecuencias, y quizás la intención, son las mismas: favorecer o perjudicar la escenografía y las actuaciones de los participantes a expensas de la ponderación y, en muchos casos, de la verdad frente a los acontecimientos. En lo que concierne a la democracia colombiana y a estas consecuencias e intenciones mencionadas, los recientes casos de la Superintendencia de Seguridad y Vigilancia Privada, del Fondo para el Financiamiento del Sector Agropecuario, FINAGRO, del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural, INCODER, y del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, constituyen una muestra elocuentemente representativa.

Como es sabido gracias a la amplia difusión recibida, en estos entes oficiales se han descubierto graves situaciones de corrupción administrativa e incumplimiento de sus funciones misionales por efecto de la infiltración, en algunos de sus niveles de mando, de intereses del narcotráfico y de los grupos de autodefensas recientemente desmovilizados. La importancia de las entidades comprometidas salta a la vista si se tienen en cuenta las áreas de su trabajo, los objetivos gubernamentales que apoyan y los sectores sociales involucrados: seguridad privada y pública dentro de la meta oficial de la Seguridad Democrática , políticas de apoyo monetario al agro frente al compromiso del gobierno para racionalizar y democratizar los recursos financieros disponibles, desarrollo rural sobre la base de una redistribución territorial que neutralice el monopolio de tierras en manos del narcotráfico y las autodefensas recién desmovilizadas. Es decir, una serie de ejes de la acción gubernamental que configuran una amplia y fundamental parte de la estrategia del Estado colombiano de cara a la seguridad ciudadana, el desarrollo económico y el comienzo de la recuperación posconflicto en regiones afectadas por la insurgencia contraguerrillera. Y, en consecuencia, un proyecto que ni en su cuerpo institucional ni en sus programas básicos es patrimonio del gobierno actual, sino del modelo de gestión estatal propio del régimen político validado por consecutivas elecciones presidenciales y parlamentarias desde hace varias décadas.

Pese a lo anterior y por efectos del ruido electoral y sus cada vez más intensas distorsiones en la campaña presidencial colombiana, lo estratégico en términos estatales y nacionales ha sido relegado a un segundo plano por la oposición anti-reeleccionista para destacar, bajo una deformada presentación de supuestas pruebas y responsabilidades, graves problemas gubernamentales bajo investigación y sobre los cuales los juzgamientos y las sentencias no son aún posibles. Solo la angustia de una coyuntura enteramente desfavorable a los competidores del actual gobernante colombiano podría explicar, tal vez, las extravagantes proclamación de ilegitimidad del gobierno vigente y petición de renuncia al Presidente, hechas por ellos hace pocos días. Más extravagante aún si se piensa dónde queda la diferencia entre una oposición democrática que ilegitima y pide la renuncia del gobierno por la existencia de corrupción en el país, y la guerrilla que ilegitima y busca la caída de ese gobierno por la existencia de la desigualdad y la injusticia social. Dentro de esa misma lógica lo que finalmente se deslegitima no es un gobierno particular, sino todos aquellos que por una u otra razón han tenido que convivir con la corrupción y la injusticia social.

De una forma seguramente inadvertida por ellos mismos, los candidatos oposicionistas están contribuyendo a dificultar la solución de un problema que mientras más se presente como propio de un gobierno específico más logra disimular la profundidad y alcance de sus raíces y, por lo tanto, dificultar el diagnóstico y los correctivos necesarios para su erradicación. No podemos olvidar que los casi 30.000 combatientes desmovilizados en este gobierno surgieron como concepto en 1962, cuando la comandancia de las Fuerzas Armadas colombianas invitó a un equipo de las Fuerzas Armadas Especiales de Estados Unidos para una labor de capacitación de oficiales colombianos en contrainsurgencia con el fin de desarrollar formas cívico militares que ayudaran a proteger la seguridad interna según un sistema que incluía, en la medida de lo necesario, “impulsar sabotaje y/o actividades terroristas paramilitares contra los conocidos partidarios del comunismo”.[1]

Dos años después, el concepto se precisó en la autorización solicitada al Gobierno por la Sociedad de Agricultores de Colombia, SAC, para crear organizaciones de autodefensa frente a la creciente oleada de secuestros que se estaban presentando en el país y, ya en 1965, ese mismo concepto logró su materialidad jurídica en el decreto 3398 según el cual la acción subversiva de los grupos extremistas para alterar el orden requería de un esfuerzo coordinado de todos los órganos del poder público y de las fuerzas vivas de la Nación. La ley 48 de 1968 vuelve legislación permanente todo ese clima autodefensivo que se vivía en amplios sectores de la sociedad, al otorgarle piso legal a los Comités Cívicos de Vigilancia y Seguridad y a las juntas de Autodefensa y establecer que el Ministerio de Defensa por conducto de los comandos autorizados podía amparar, en manos particulares, armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas. El principio de la autodefensa civil como recurso alternativo frente al creciente antagonismo de las fuerzas sociales y a la incapacidad del Estado para responder plenamente a las demandas de seguridad pública quedaba así legitimado, y su activación solo era cuestión de tiempo y de oportunidades.

Tiempo y oportunidades que muy pronto se dieron cuando el fracaso de los esquemas represivos de Turbay Ayala y de las aperturas políticas de Belisario Betancur, contribuyeron al desmoronamiento de la confianza colectiva en la capacidad institucional para el manejo del orden público y a la aparición de las primeras formas paramilitares en la década del 80: el MAS (Muerte a Secuestradores) y ACDEGAM ( Asociación Campesina de Ganaderos y Agricultores del Magdalena Medio). Ya en la última década del siglo XX tendríamos lo que ahora, en la primera del siglo XXI, se acaba de desmontar: las ACCU (Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá) y las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia).

Las AUC no son, pues, un engendro de última hora sino un fenómeno de larga data con etapas veladas y abiertas de incubación, con formas de organización visibles y clandestinas, con apoyos francos y solapados y con una evolución continua a través de por lo menos diez períodos presidenciales. Una evolución en la cual ha mostrado, además, su singular capacidad de mutación tal como lo indican sus distintas pero complementarias fases de paramilitarismo y de autodefensas cívico-militares, dotadas de flexibles formas de independencia respecto de las fuerzas armadas estatales. Todo esto debería ser suficiente para hacernos comprender que una empresa criminal con tales características solo puede ser el resultado de una creación colectiva en la que intervienen no solo sus directos e inmediatos interesados, sino también ese amplio contexto de carencia institucionales, errores y omisiones en la gestión administrativa, insensibilidad social y rigidez política que han posibilitado y favorecido la emergencia y fortalecimiento de sus intereses ilegales.

Nada peor, en consecuencia, que ante los gravísimos indicios de infiltración de actores ilegales en el DAS y de corrupción en Incoder, Finagro y la Superintendencia de Vigilancia, confundamos lo que puede ser una eclosión epidémica al nivel de nuestras últimas tres décadas de la historia social colombiana, con una individualizada manifestación del mal en los últimos tres años del gobierno de Alvaro Uribe. Que esto sea una simple torpeza en el reconocimiento de los hechos o un malintencionado artificio para manipularlos a favor de coyunturas políticas, no debe distraernos del hecho de que contribuyen a eludir tanto el estudio en profundidad del problema como la toma de medidas que nos permitan una solución apropiada. De ahí la importancia de contar con una opinión pública lo suficientemente perspicaz e informada, para darle a los ruidos electorales el peso que realmente tienen como efectos de sonido en el acompañamiento de las angustias de los perdedores y las exaltaciones de los vencedores.

[1] Javier Giraldo, “Paramilitarismo en Colombia, ayer y hoy”, Corporación Jurídica Libertad, marzo 19 del 2003, doc. CD