En el escenario internacional posterior a la guerra fría, las bombas atómicas no le sirven a Washington para nada, la NASA se encuentra en grave crisis presupuestal, tecnológica y de prestigio, y la CIA pasa por un declive, acaso terminal, del que no va a sacarla el general Michael Hayden, propuesto por el presidente George W. Bush para dirigirla.

Hay que recordar que en la segunda mitad del siglo pasado la CIA era capaz, por sí misma esto es, sin ayuda de las fuerzas armadas, de derribar gobiernos que la Casa Blanca consideraba hostiles el de Mohamed Mossadegh en Irán, el de Jacobo Arbenz, en Guatemala, y el de Salvador Allende, en Chile, son ejemplos claros, de recolectar toda clase de información en el mundo, de asesinar a cualquiera, de infiltrar regímenes, organizaciones y partidos. Richard Nixon sucumbió a la tentación de dar un uso faccioso al aparato gubernamental de inteligencia civil. Eso le costó la Presidencia, y la institución sufrió un desprestigio monumental y un recorte severo de atribuciones. No se recuperó nunca.

En los años siguientes, la CIA fue incapaz de anticipar la caída del sha, en Irán, el triunfo de los sandinistas en Nicaragua, y otros movimientos revolucionarios en Asia y Africa. Posteriormente, ya durante la presidencia del segundo Bush, la dependencia mostró rotunda ineficacia para detectar los preparativos de los atentados del 11 de septiembre de 2001, para ubicar a Osama Bin Laden y hasta para fabricar indicios mínimamente verosímiles sobre las supuestas armas de destrucción masiva que, según la Casa Blanca, poseía el régimen depuesto de Bagdad. En la "guerra contra el terrorismo", la central de espionaje ha tenido resultados nulos en la prevención de ataques o en la localización de líderes fundamentalistas como Abu Musab al Zarqawi, pero ha protagonizado, en cambio, una escalada planetaria de violaciones a los derechos humanos: desde Abu Ghraib hasta Guantánamo, desde las cárceles clandestinas en Europa hasta las de Africa del Norte, la CIA ha secuestrado, torturado y asesinado a personas sin el menor escrúpulo legal. Estas tareas infames no se han traducido en ninguna victoria decisiva de Washington contra sus fantasmagóricos enemigos, los cuales no cesan de multiplicarse al calor de la ofensiva estadunidense. En cambio, los actos de guerra sucia han tenido un enorme costo político para el gobierno, tanto dentro como fuera del territorio estadunidense.

La súbita renuncia de Porter Goss a la dirección de la agencia y la pretensión de Bush de sustituirlo con un general de la Fuerza Aérea constituye un paso más en la decadencia del organismo de espionaje y operaciones encubiertas. El trasfondo principal de este relevo es la creación de una entidad encargada de centralizar el mando de todas las dependencias de espionaje y seguridad, a cuya cabeza se encuentra John Dimitri Negroponte, antiguo organizador de grupos paramilitares y escuadrones de la muerte en Centroamérica y ex embajador en México. Desde su cargo actual, Negroponte boicoteó y debilitó en forma sistemática el trabajo de Goss, y ahora pretende colocar al frente de la CIA a Hayden, quien ha sido su subordinado y ha dirigido la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), equivalente militar de la CIA.

No es fácil que Bush consiga la aprobación senatorial para la designación, toda vez que ésta representaría, de entrar en vigor, la colocación de una agencia civil bajo el control de los militares. Como quiera, si Hayden logra el beneplácito del Capitolio, el inicio de su gestión marcará el momento en que los mandos castrenses empiezan a pasar la factura a un poder político que ha usado a las fuerzas armadas en forma errática y torpe y que las ha involucrado en el desatino más criminal y catastrófico en lo que va de este siglo: las guerras contra Afganistán e Irak, equivalentes contemporáneos del pantano vietnamita. En el momento actual, el declive de la CIA refleja y magnifica la descomposición en que se encuentra el gobierno de Estados Unidos.

Fuente
La Jornada (México)