En septiembre de 2005, el huracán Katrina devastó el delta del Mississipi e inundó Nueva Orleans. El mundo descubría con estupefacción que, de tanto reducir una administración que se creía hipertrofiada, Estados Unidos carecía de Estado. La población afectada se vio abandonada a su suerte por una potencia ahora impotente. Con enorme retraso, el presidente George W. Bush desplegaba recursos federales en ayuda a las víctimas y, dirigiéndose solemnemente a sus conciudadanos, aseguraba que su gobierno velaría por la total reconstrucción de las ciudades inundadas.

Ocho meses más tarde, Nueva Orleans sigue sin ser la sombra de lo que fue. Sólo unas pocas escuelas han reabierto sus puertas y la mayoría de la población sigue sin poder regresar a vivir allí. Sin embargo, la Agencia Federal de Gestión de Situaciones de Urgencia (FEMA) acaba de anunciar el cierre de su oficina de reconstrucción. Los funcionarios federales están retirándose porque su presencia allí es inútil. Según ellos, la situación es tan superior a la capacidad de las autoridades locales que estas últimas no logran preparar los expedientes administrativos necesarios para obtener el envío de fondos y, sea cual sea la gravedad de la situación, el gobierno federal no actuará en lugar de las autoridades locales.

Atrapada en sus propias contradicciones, la primera potencia del mundo no admite su incapacidad para administrar su propio territorio y responder a las necesidades básicas de su pueblo.