Desde principios de abril de 2006, ex generales norteamericanos piden la renuncia del secretario de Defensa. Anthony Zinni, Greg Newbold, John Riggs, John Batiste, Paul Eaton, Charles Swannack, Paul K. Van Riper y Wesley Clark cuestionan la idoneidad de Donald Rumsfeld y critican su autoritarismo. Este clamor ha sido interpretado por una parte de la prensa internacional, y especialmente la europea, como una señal de debilitamiento de Rumsfeld, e incluso como un cuestionamiento global a la gestión de la administración Bush.

Es una posición que nos parece exageradamente optimista. La vemos como [el mismo tipo de fantasma que llevó a los círculos atlantistas europeos a ver, o al menos a presentar, a John Kerry como la solución a todos los males del imperialismo norteamericano representado de forma caricaturesca por George W. Bush. Traduce el malestar de los editorialistas para apoyar el belicismo estadounidense cuando este toma el rostro de Donald Rumsfeld. Sin embargo, estos estados mentales deben ser tomados como lo que son, y nada más. Los mismos periodistas que votaban por Kerry y describían a Bush como un iluminado se unieron a él desde el ya conocido resultado del escrutinio. No tardaron en tragarse su mordacidad y aplaudir al secretario de Defensa en cuanto tuvieron conciencia de la correlación de fuerzas.
Observemos que son raros los generales que cuestionan la acción de la administración Bush o la política exterior neoconservadora en su conjunto. La mayor parte se limita a un punto de vista estrictamente militar y considera que Donald Rumsfeld no es la persona adecuada para llevar a cabo la guerra en Irak o que ha cometido errores que justificarían su dimisión. La legitimidad de la guerra se debate de forma incidental, de ahí que pueda concluirse que la actual revuelta no tiene como objetivo determinar si debe haber o no una nueva guerra (en Irán o Siria), sino quién la conducirá desde el Pentágono.
Además, estas protestas no son nuevas. Anthony Zinni ya había estigmatizado la política de los neoconservadores (lo que le había valido ser tachado de antisemitismo por el periodista neoconservador Joel Mowbray). Wesley Clark, ex candidato a las elecciones primarias demócratas en las presidenciales de 2004, denuncia desde hace años y de forma regular la política de la administración Bush, no sin segundas intenciones electorales. Finalmente, a una parte del estado mayor no le gustan los proyectos de reforma del Pentágono deseados por Donald Rumsfeld y que resaltan cada vez más el empleo de las fuerzas especiales.

La multiplicación de los llamados a la dimisión en un corto lapso de tiempo da la impresión de un movimiento de una amplitud que antes no existía. Sin embargo, se trata de un efecto deformante de la prensa. No hay más contestatarios hoy que ayer en los ejércitos. La novedad es que tienen eco en la prensa, aunque la novedad es relativa ya que una alianza contra Rumsfeld entre militares y periodistas fue la que existió acerca de las torturas en la prisión de Abu Graib. En aquella época, hubo militares que se rebelaron e hicieron circular fotos en Internet durante meses antes de encontrar eco en la prensa. De pronto los editorialistas gritaron el escándalo y exigieron la renuncia del secretario de Defensa. En definitivas, Donald Rumsfeld salió fortalecido de la crisis: contra toda evidencia, negó haber dado la orden de recurrir a malos tratos, ampliando su política al punto de extender este tratamiento a las prisiones de Guantánamo y Bagram.

También esta vez, Donald Rumsfeld puede contar con quienes lo apoyan en los medios políticos y militares, y puede esperar aprovecharse de esta nueva crisis para alejar definitivamente toda crítica a su sistema de mando e imponer por fin las reformas que trata de implantar desde hace cinco años y que tanto trabajo le cuestan.

El ex general de Infantería de Marina, Michael DeLong, acude en su ayuda en el New York Times, donde presenta a Donald Rumsfeld, de quien fue consejero militar, como alguien decidido y con determinación. Rechaza las acusaciones de autoritarismo y afirma que escucha a sus subordinados. El autor afirma que las críticas sobre la guerra de Irak son infundadas y provienen de personas que tenían la posibilidad de variar la política llevada a cabo en Irak cuando estaban en servicio. Asegura que el principal problema vinculado a la situación posterior a la invasión tiene su origen en falsificaciones de información que emanan de los exilados iraquíes que han falseado el análisis del Pentágono. Este último argumento es una justificación clásica de los partidarios de la guerra desde que la excusa de las armas de destrucción masiva quedó sin efecto. La misma consiste en hacer recaer toda la responsabilidad de la intoxicación a la opinión pública estadounidense sobre los exilados iraquíes que mentían en sus testimonios sobre la existencia de estas armas, presentándolos como actores políticos autónomos que mentían para servir sus propios intereses y no como agentes de desinformación retribuidos por los servicios secretos norteamericanos o el Pentágono.
El ex secretario de defensa de Richard Nixon, Melvin R. Laird, así como el ex general de la Fuerza Aérea norteamericana, Robert E. Pursle, comparten ese punto de vista en el Washington Post. Allí denuncian la actitud de los generales que, en el mejor de los casos, sólo ven un lado del problema y no entienden nada de la estrategia global del secretario de Defensa o, en el peor, buscan chivos expiatorios que los cubran ante las dificultades que enfrentan. Para los autores, es evidente que los generales tuvieron la posibilidad de expresarse frente a Donald Rumsfeld, por lo tanto también son responsables de los problemas en Irak.

Este último argumento que presenta a los ex generales que critican a Donald Rumsfeld como individuos preocupados por encontrar un chivo expiatorio civil para exonerar mejor al ejército de sus errores es frecuente en la prensa estadounidense.
El editorialista neoconservador de Los Angeles Times, Max Boot, considera que injuriar así a Donald Rumsfeld es un ardil de los militares para que se olviden sus propios errores. El analista militar del Center For Strategic & International Studies, Harlan Ullman, también considera en el Washington Times, que las críticas de los generales son inapropiadas y que los errores en Irak son colectivos.

Este punto de vista no es compartido únicamente por los partidarios tradicionales de la Casa Blanca ya que incluso el ex coronel del ejército norteamericano Andrew J. Bacevich, quien con frecuencia critica la acción del Pentágono, denuncia la hipocresía de la posición de los generales en Los Angeles Times.>http://www.latimes.com/news/opinion/commentary/la-oe-bacevich15apr15,0,4080791.story?coll=la-news-comment-opinions]. Por su parte, el editorialista del Washington Post, David Ignatius, exige, como los generales, la dimisión de Donald Rumsfeld, pero se distancia al afirmar que los generales son tan responsables como el secretario de Defensa por los problemas en Irak.

Inmediatamente después de enunciadas, las críticas de los generales son parcialmente invalidadas por las élites estadounidenses, de modo que no deberían poner en peligro la influencia del secretario de Defensa en el Pentágono.
Sin embargo, esto no impide que una parte de la prensa internacional sueñe con su renuncia. Es especialmente el caso de numerosos editorialistas de la prensa árabe.

La analista política libanesa Sahar Baasiri expresa en Annahar que Rumsfeld se ha debilitado. Considera que el hecho de que los generales salgan así de su reserva es un fenómeno raro en la historia de los Estados Unidos y por lo tanto tiene su importancia. Es de la opinión que esto constituye la prueba de que el método Rumsfeld ha fracasado y que en su caída podría arrastrar a la administración Bush en pleno, pues sólo su renuncia no permitiría restablecer la situación en Irak.
En Al Quds Al Arabi, el periodista palestino Jawad Albachiti predice que probablemente Rumsfeld pierda su puesto. Citando las declaraciones del secretario de Defensa sobre Irak, considera que sus palabras incoherentes y sus torpes justificaciones demuestran que se encuentra en estado agónico. Sin embargo, modera rápidamente su optimismo: la renuncia de Donald Rumsfeld no impedirá que los partidarios de Israel en el seno de la administración Bush o en el Congreso preparen un ataque contra Irán.

De forma general, todos los que intervienen en el debate reflexionan como si Donald Rumsfeld fuera un ministro como cualquier otro que el presidente puede cambiar en vísperas de elecciones para mejorar su imagen. Esto significa olvidar que desempeña un papel fundamental en el sistema de defensa de los Estados Unidos desde 1975 independientemente de las funciones políticas y empresariales que ha desempeñado. Ahora bien, durante estos últimos 30 años, ningún presidente se ha atrevido a desafiar al complejo militar-industrial sobre el que Rumsfeld ejerce un liderazgo incuestionable, y Bush no se lanzará por este camino únicamente para satisfacer los lloriqueos de algunos viejos uniformados.

Aunque la movilización de los generales retirados tenga más de batalla final honorable que de ofensiva victoriosa, los demócratas estadounidenses y sus aliados europeos se unen para impugnar la política llevada a cabo por la administración Bush con respecto a Irán. Fingen creer que hay militares que se rebelan contra el poder civil y se niegan a obedecerlo. Extrañamente, estos virtuosos demócratas brindan su apoyo a lo que erróneamente interpretan como un motín.
El 26 de abril de 2006, el International Herald Tribune, filial europea del New York Times, publicó dos tribunas en las que reclamaba una solución pacífica a la crisis.
El ex asesor de Seguridad nacional del ex presidente Carter, Zbigniew Brzezinski, estima que los Estados Unidos se aislarían en la arena internacional, provocarían una crisis económica mundial y se empantanarían en el Medio Oriente. El autor teme un acto de hubris imperial que pusiera fin a la preponderancia estadounidense. Llama por lo tanto a la negociación con Irán y a una actitud tendiente a disminuir las tensiones.
El mismo día, un colectivo de ex ministros de Relaciones Exteriores (Madeleine Albright, Joschka Fischer, Jozias van Aartsen, Bronislaw Geremek, Hubert Védrine y Lydia Polfer), desarrolla un análisis similar. También ellos piden que Estados Unidos renuncie a un ataque a Irán y negocie directamente con Teherán.
Observemos que la elección del International Herald Tribune, diario difundido fundamentalmente en Europa, es una señal de que los demócratas y sus aliados europeos quieren hacerse oír en la población europea, más que tener un peso en el debate estadounidense.

Para concluir, observemos esta forma de las élites europeas de atraer la polémica a su favor al transformar una querella de poder interna en el complejo militar-industrial en un debate sobre la extensión de la guerra a Irán, lo que muestra el rechazo que les inspira el tener que apoyar una agresión contra este país si tuviera lugar. Por el contrario, muestran su incomprensión de los mecanismos de poder en Washington y su falta de interés por las reformas en curso. Entre otras cosas, Rumsfeld ha alterado el equilibrio e impuesto una preponderancia del Departamento de Defensa sobre el Departamento de Estado que podría poner en juego la vocación atlantista de las élites europeas.