Las interminables colas para ver la cinta El Código da Vinci, aquí y en todas partes, son testimonio de la curiosidad que ha provocado dicha película. En Perú, se lució, con innegables dotes de propagandista ad honorem, torpe y reaccionario, el cardenal Juan Luis Cipriani, al “invocar” a que los católicos no vean la obra cinematográfica. ¿A qué tiene miedo Cipriani? ¿a las frecuentes menciones que se hacen del Opus Dei, del cual es miembro ilustre? ¿a las preguntas en torno a dogmas aceptados acríticamente por la confesión católica? ¿a los acertijos interesantes o coincidencias sugestivas que brotan del film?

Días atrás, otro cura, Luis Bambarén, con lucidez simple, sostuvo que no se debía prohibir que el público asista o no. Contradijo expresamente las inquisitoriales prohibiciones del opusdeísta. Esto lo enfurece y ha dicho el aludido que estas expresiones debían darse al interior de la Comisión Episcopal y no de manera pública. Entonces, aplicando idéntica lógica, ¿por causa de qué Cipriani no hace lo mismo y abandona el ridículo. La Inquisición ya no existe y los peruanos no son tan estúpidos como para hacerle caso tan mansamente. El que sea autor, Juan Luis Cipriani, de la encíclica “los derechos humanos son una cojudez”, no le da “autoridad” suficiente como para creerse el gran censor y catón de los tiempos modernos.

La elección de qué película, clase de café, género de espectáculo, formato de diario, idioma en que se expide, es un asunto personal y que se refiere a cada quien. La libertad es un derecho inalienable en el que prima el criterio. ¿Creerá Cipriani que por ser la mayoría de peruanos adherentes a la fe católica, tienen que creer al pie de la letra sus sectarismos y “consejos” políticos? Difícilmente hay quien olvide el pizarrón aquél que en Ayacucho decía: “aquí no se tratan temas de derechos humanos”, o la encíclica de la cual es escriba ominoso. Cúpome recordarlo en televisión en un programa de César Hildebrandt, años atrás, y como en el Perú las cosas de puro sabidas se olvidan, hay que reiterarlo.

Pero sospecho que hay mucho mar de fondo. Cuando una película que, al margen de sus muy polémicas aserciones, refiere al accionar mafioso de determinados grupos al interior de la Iglesia Católica y se nombra varias veces al Opus Dei, pone en vitrina de la imaginación ciudadana si hay certidumbre en cuanto se ha visto y oído. Si no hay nada cierto, entonces no hay miedo, pavor o migraña justificable. Por tanto prohibir su observación deviene en una bestialidad ociosa. Pero, quien o quienes tienen rabos de dinosaurio ¡sí que deben estar temblando! ¿O no?

El accionar criminal de las sectas es el mismo en todas partes. El Vaticano, cuartel general del catolicismo, acaba de imponer sanción al capo di tutti di capi de los Legionarios de Cristo de México, Maciel, por denuncias de abuso sexual contra menores. Aquí hay una secta asquerosa que también tiene un caso idéntico. La familia del agredido no se atreve a hablar aún. Pero esos delincuentes suelen secuestrar con engaños y timos a los hijos de familias pudientes y los ponen contra sus padres y suelen enajenar patrimonios, honras y vidas completas. ¿Adivinen quién es el violador y cuál la secta?

¿Acaso no tiene cuota fundamental de poder decisorio, financiero y político el Opus Dei en el Vaticano? ¿A qué tiene miedo Cipriani? Pero, hay que informarle al sectario cardenal que la gente se disputa la reventa de entradas a los cines, y preguntado ayer un aficionado del porqué quería ver la película, respondió mondo y lirondo: “Cipriani la ha recomendado”.

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!