Contra el desánimo mental que encubre a viejos activistas, otrora recubiertos de radicalidad, importantes conglomerados juveniles, lideran pugnas por ampliar espacios de participación, dignos de una democracia plena.

Son jóvenes concientes de la función que desempeñan en la sociedad, y del poder que tienen cuando se unen. Percatados de que el mundo no es color de rosa –y que pueden hacer algo para que cambie–, saben que con su vitalidad puden apotar para que el brillo del día tenga mejor tono. Son parte fundamental del cambio, más aún en una sociedad donde un importante y significativo porcentaje de sus pobladores tiene entre 20 y 30 años.

Desde la escuela se puede aportar a esa transformación. Correponde a los docentes, quienes determinan en ella, estimularlos para que dispongan todo el ardor que los caracteriza.

Para estimularlos, en el desarrollo de sus materias, los maestros deben inculcarles principios de democracia radical y solidaridad, obviamente explicados como aquello que va más allá de las elecciones, en el caso de la democracia, sin confundir la segunda con la caridad. El poder debe ser desnudo en su esencia más profunda, estimulando la rebeldía justa y necesaria cuando el autoritarismo y la injusticia gana espacio en una sociedad dada. Para que así sea, están ante el reto de superar, en el ejercicio docente, la explicación simplona que acostumbran sobre estos temas, y el recurso memorístico a que concitan a sus alumnos.

La clase de historia, la de economía política, la de filosofía, pueden ser las más aburridas e insignificantes, pero si se asumen desde una perspectiva crítica y con un sentido transversal, pueden servir para inquietar, motivar y develar. De esta manera el colegio dejará de ser el lugar de obligatoria asistencia, al que se debe asistir para acceder a la universidad –con la ilusión de que ahí si se podrá aprender lo que tiene importancia para cada uno– para convertirse en el lugar perfecto para compartir y aprender.


¿Qué es el gobierno escolar?

Llevados por irrealizables propuestas materiales y caras interesantes, año tras año van a las urnas los estudiantes, obligados a votar, pues para muchos la democracia es el voto. En muchos casos no conocen lo que van a elegir, simplemente lo hacen porque el colegio lo exige. Las directivas se aprovechan de su confusión para involucrarlos en el juego clientelista, que también se aprende en la escuela.

A los estudiantes no se les brindan herramientas para cambiar las cosas. Aprueban la construcción de un gobierno escolar que no sirve para nada, un falso gobierno, limitado y organizado por las directivas del colegio, para guardar las apariencias, manipular y dividir a los estudiantes. Directivas que no aceptan que el poder de los estudiantes es más racional que el de ellos. Racional en el sentido de la conciencia de que el estudio tiene que ser algo agradable, y eso es lo que trata de cambiar.

Al final, luego de debates y confrontaciones, los estudiantes quedan excluidos, por el poder –las directivas–, de las decisiones que se toman en el colegio. Un ejemplo aleccionador, sin duda, de lo que vendrá luego en el conjunto social.

Una vez partícipes de los niveles insípidos de la democracia formal, no queda sino un camino: no callar. Teniendo claro que sin estudiantes no hay colegio, construir formas alternas de democracia, de donde emerjan decisiones colectivas que se hagan gobierno escolar, y más allá, que sean escuela para la participación social que se avecina.


Un negocio llamado educación

Dice la constitución de 1991 que todos los colombianos menores de 15 años deben estudiar, pero la constitución en este país es pisoteada por el poder. Tan sólo 85 de cada 100 niños en edad escolar pueden ingresar a primaria y tan solo 60 de los 85 que ingresan, entran a secundaria.

La educación, como todo en este país, se ha convertido en un negocio. Es así como la inversión pública para la educación, en vez de aumentar en la manera debida, disminuye. Los colegios públicos son insuficientes y la educación que brindan los docentes raya con la mediocridad. Pero además, acceder a los pocos cupos escolares disponibles, es toda una odisea. Así las cosas, el derecho a la educación es pisoteado, al igual que el derecho a tener vida digna o a la justicia. Como ya sabemos, solo tienen derechos plenos quienes poseen dinero y poder.

Así, entre esfuerzo y esfuerzo de nuestros padres, se llega al colegio. La ilusión de aprender es grande. También la de vivir la democracia. Así las cosas, cuando se escucha sobre la posibilidad de participar como representante en el consejo directivo, el afán y la disposición voluntaria gana.

Una vez allí, con el temor a la reacción de las directivas del colegio, se calla o se habla con mucho cuidado, pero cuando se gana confianza, salen las propuestas. Cuando por fin se propone cambiar algo, inmediatamente le responden de una forma inadecuada, por ejemplo, se propone bajar los precios en la cafetería del colegio las respuestas del rector son del tipo: “a nadie se le está obligando a comprar, el que no quiera comparar que traiga la comida de su casa”. Entonces empiezan las conjeturas en la cabeza: ¿Y la democracia? ¿Y la oferta para que la gente escoja entre un producto y otro, entre un precio y otro?

Los meses pasan y de la democracia nada. Pérdida entre la forma (la simple elección) y el poder de las directivas que no se escuchan sino a sí mismas, proceden las iniciativas: ofrecer de manera directa otros productos y a otros precios. Pero de inmediato viene la censura: «esa no es la forma de hacer plata», «o deja de vender o se va del colegio».

¿Quién entiende a los directivos? Por una parte no aceptan las reformas a los precios de lo que ellos venden y por otro lado evitan que los estudiantes disfruten de alimentos a un mejor costo, deshonrando la venta de alimentos y juzgando el trabajo como algo indigno.

Bueno, la experiencia enseña: ya es deducible por qué siempre llevan a los más sumisos a “representar al curso” o en su defecto al colegio, impidiendo que lo represente alguien dispuesto a enfrentar las cosas, a no decirle sí a todo, pues con eso peligraría el orden establecido y aceptado en el colegio.

De aquí al conjunto social no hay sino un paso.