He aquí una estampa para la historia de la ignominia: Al caer la tarde, o quizá a la medianoche, preferible en la madrugada, han agarrado lo que cabía en sus manos y brazos, lo que se podía llevar en los hombros, empezando por los niños pequeños y han volado sus pies por los caminos de siempre, los de hace cuatro años en Bojayá, los de hace diez en el Urabá, los de hace cincuenta en Yacopí o cualquier lugar. Su culpa: ser campesinos o maestros o funcionarios trabajadores y no haber tomado un fusil al lado de alguno de los bandos. Su destino: apiñarse en un cuarto de inquilinato, o en cualquier albergue de circunstancias en una de nuestras ciudades y esperar que una mano caritativa se extienda.

Ellos y ellas, acostumbrados a confiar en la capacidad de sus manos y en sus habilidades para ganarse la vida, ahora dependen de su buena suerte para arrimarse a otros. Son los desplazados por la guerra. Los mismos que tan solo han encontrado amparo en fechas recientes enla Corte Constitucional, ese guardián insomne del derecho de los más débiles que se inventaron los Constituyentes del 91 y que tanto incomoda al establecimiento tradicional de este país.

Y son tres millones seiscientos mil[1] tan solo en los últimos veinte años. En qué piensan el Presidente y su cúpula, que ven a estas personas deambular como sonámbulos de oficina en oficina en busca de apoyo? Y eso, los que se atreven a salir de sus refugios temporales, que casi siempre son las mujeres, porque cuando del hambre de sus hijos se trata a ellas no las para nadie. Pero hay muchos a quienes la ciudad se les antoja una enorme prisión, donde el peligro acecha en cada esquina, donde la extrañeza y no la familiaridad del vecindario es la regla, donde no saben hacerse entender en su hablar lento y salpicado de anécdotas.

El cuarto aniversario de la tragedia de Bojayá nos sirve de marco para volver a examinar los impactos reales de nuestra tragedia. Los nombres de las 119 personas muertas y el duelo sin resolver de los sobrevivientes, son un símbolo de esta guerra inclemente que nos ha acompañado por casi sesenta años. El terror hizo desplazarse a la mayor parte de quienes quedaron con vida; algunos regresaron a cubierto de las promesas oficiales; otra parte ha preferido no creer en ellas y se han desplazado aún más lejos, hacia Medellín y Bogotá. Y aún algunos han viajado al exilio.

La responsabilidad del Estado y el Gobierno está tan clara como el sol, pues no atendieron las alertas tempranas emitidas por organismos y personas competentes. Pero las familias sobrevivientes solo han recibido poco más que promesas. Nada que se diga reconocimiento pleno de la responsabilidad se ha escuchado de los voceros oficiales.

A todas estas, no tenemos derecho a pensar que esto de desplazar a la gente, sea una estrategia para vaciar los campos colombianos de sus habitantes y apoderarse de sus tierras? Ya se sabe de personas y agrupaciones gremiales, perfectamente visibles y legales, comprometidas en ello.

Tan solo de vez en cuando se logra que periodistas reconocidos de las capitales se atrevan a hablar o a escribir. Tan solo de tanto en tanto resulta enjuiciado alguno de los autores materiales o intelectuales de tantas masacres físicas y morales. Porque de eso se trata: se masacra a una parte de las personas, para provocar el terror, generar el desplazamiento y realizar así la otra masacre, la del tejido social, la del desarraigo de comunidades enteras que quedan dispersas, desparramadas por la amplia geografía nacional. Se pierden los amigos, los vecinos, los líderes tan trabajosamente formados a lo largo de años y décadas. Se suprime el derecho a la palabra, a la movilización libre, al trabajo, a la seguridad personal. Se constituye una clase de personas que son exiliados en su propia tierra.

Y todo, para mayor gloria de tantos apellidos y sobrenombres fatídicos, que se quedarán con la mayor parte de esas tierras, de esos ganados, de esos horizontes perdidos. Ah!, pero éstos son los que conocemos, por ser los jefes paramilitares notorios. Nos va a quedar más difícil conocer los nombres de los finqueros, ganaderos, comerciantes, militares, policías y funcionarios de todo orden en las diversas esferas del Estado y el Gobierno, que son los sostenedores políticos y materiales de esta empresa criminal.

Claro que conocemos los nombres de los responsables de la guerrilla, que también hacen desplazarse a la gente, en aplicación de la misma lógica de guerra que aplican los paramilitares: lo que no sirva, que no estorbe, dicen. El que no se aviene a colaborarles, a entregarles sus hijos e hijas como combatientes, el que no se les subordina, es un paramilitar. Y lo expulsan sin miramiento alguno. Y no se dan cuenta que, de este modo, resultan plenamente funcionales a la estrategia paramilitar: ellos también están vaciando el campo.

Y también se conocen ya algunos de los sostenedores del paramilitarismo, a pesar de todo: ya aparecen las denuncias que implican al hasta hace poco jefe del DAS, doctor Jorge Noguera en listas de personas para ser asesinadas en connivencia con jefes paramilitares, en complots para asesinar a un jefe de estado vecino y en fraudes electorales. Fueron públicas las acusaciones que implican a un importante político sucreño en masacres realizadas en su departamento. Se han conocido los cruces de Senadores como el señor Malof o Araújo con los paramilitares para conseguir a sangre y fuego los votos con que se eligieron.

Pero falta mucho. Porque a nivel regional es vox populi el entramado que lleva del paramilitarismo a determinados cuarteles militares, a ciertas oficinas de los jefes políticos y a ciertas sedes empresariales. Lo que pasa es que no hay pruebas. Y no las hay porque una de las tareas más cuidadosamente cumplidas por los criminales es la de borrar las huellas. Para ello se asesina a los testigos, así sean del mismo grupo criminal. Por eso se amedrenta a poblaciones enteras para asegurar su silencio.

Y, así, decimos con Claudia López: “Cómo duele otro duelo”. Si una quinta parte de nuestra población rural se ha convertido en desarraigados, eso es un duelo de duelos. Que no parece doler en todo caso al Presidente Uribe, ni a su vice. Porque solo las sentencias obligatorias de la Corte Constitucional y los permanentes llamados de la comunidad internacional les han obligado en fechas recientes a incrementar los fondos para atender este drama. Pero duele, además de a los afectados directos, a la conciencia irreductible de un país que no querrá el destino marcado por los actuales dueños del poder, en los diversos bandos en que se encuentran agrupados.


[1] Según cifras de CODHES.