Basta ver las reseñas de sus actos políticos o vivir lo que sucedió en la Plaza de Bolívar de Bogotá el domingo 21 de mayo, llena a reventar como no pasó en varias décadas, para entender la melancolía de los "grandes formadores de opinión" por un proceso electoral que se salió de las rotativas, de las luces de camerino y de las consolas.

La conducta asumida por los dos candidatos principales de esta contienda política refleja también las actitudes que cada cual encarna hacia la sociedad: Uribe, exponente de una suerte de bonapartismo criollo, se considera sin pares a su nivel, portador de un dogma político, del "Estado Comunitario", donde el bienestar general se porfía en los privilegios de todo orden que se brinden a los más poderosos empresarios y latifundistas y, por lo visto en estos cuatro años si son gringos mucho mejor, y en la entrega de óbolos a menesterosos para lo cual recurre a su experticia de politiquero redomado acompañado de los Teodolindos y de las Yidis quienes en ese terreno desempeñan su verdadero rol. Y, para el afianzamiento de su proyecto personalista, el componente militar, además de mover cuantiosas sumas en contratos le permite aparecer como garante del más importante bien público: la seguridad. Carlos Gaviria, desechando el mesianismo, el sueño de todo politicastro en un país de tradición caudillista, se dedicó a difundir en la cátedra de plaza pública la imperiosa necesidad de construir una Democracia auténtica sin excluidos, donde los privilegiados se pongan al servicio del interés general, donde la prosperidad de la nación se fundamente en su soberanía, tanto como la de cada persona en su dignidad, donde el Estado no ceda al mercado la orientación de la economía, donde la política se base en el respeto a los derechos fundamentales, económicos, sociales y culturales. Una Democracia, donde la violencia se combate, en primera instancia, con la solución de ingreso y empleo para los hogares, tal como lo reiteran refinadas pruebas econométricas al respecto, algunas mencionadas por el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, en su visita de marzo de 2003 a Colombia.

El éxito de Carlos Gaviria no reside sólo en su prosa emancipadora, sino que ella además está enraizada en el sentimiento por un cambio trascendental en la organización vigente que cada vez reclama un número mayor de colombianos. No en vano en los últimos días de la campaña brotan las expresiones por la democracia de intelectuales y artistas, las protestas agropecuarias, estudiantiles y sindicales contra el TLC, los movimientos de pueblos indígenas con el del Cauca a la cabeza por el cumplimiento de las obligaciones constitucionales pretermitidas, las marchas de campesinos de Nariño contra las fumigaciones aéreas con glifosato, los desplazamientos en el Ariarari contra el Plan Patriota y en la Costa Pacífica contra el abandono proverbial, la huelga de los trabajadores de la Rama Judicial por justas reivindicaciones salariales, el paro de los trabajadores del banano que renuncian a ser el yunque sobre el que caiga la crisis, la exigencia de los obreros de las empresas multinacionales, que extraen carbón con regalías entre el 10% y el 15%, demandando que dejen en nuestra patria al menos algo en el componente salarial, en estabilidad laboral, en jornadas de 8 horas y en bienestar para las comunidades aledañas que sufren las secuelas de la explotación de las minas a cielo abierto. Para todos ellos, hoy se carece de respuesta, sólo están la represión y el señalamiento.

El próximo 28 de mayo Colombia definirá entre el retroceso que significa Uribe, hacia el siglo 18, hacia la recolonización por la vía del TLC, hacia el reforzamiento de la plutocracia y de la corrupción que la prohíja, hacia mayor iniquidad en el ingreso y el acceso a la tierra, hacia la persecución y excomunión de quienes estén por fuera del dogma, o la implantación de la Democracia y de la Soberanía, con Carlos Gaviria como insignia, para emprender un sendero diferente al de la continua frustración que ya ha dejado sin aliento ni esperanza a millones. 

En esa dirección empieza a dirigirse América Latina; una extraordinaria singularidad que despuntó con el siglo 21.