Somos pues de odios y amores. Lo demuestran estos dos años de campaña que (por fin) terminaron ayer (O hasta que aparezca otro genio que quiera cambiarle un articulito a la constitución).

Lo nuestro es el trópico, lo exótico. La misma tendencia en todas las votaciones de los dos últimos siglos. Por eso el sufragio nuestro se caracteriza casi siempre por ser un antivoto.

No obstante no ha habido un fenómeno, no por lo menos en los últimos cincuenta años, que le mueva la aguja a todos los colombianos, como lo expresa el crecimiento de la abstención que alcanza en nuestro medio el 54%, una mayoría que grita con su silencio. Ese sigue siendo el indicador más preocupante que evidencia la fragilidad de nuestra institucionalidad y que impide que candidato alguno eche las campanas al vuelo. Tanto Uribe como Gaviria se repartieron la tajada más pequeña del ponqué. No sobra pues recordarles a ellos y a sus seguidores que obtuvieron respectivamente el 62% y el 22% entre el 46% de los colombianos aptos para votar, lo cual no habla ni de mayorías, ni de contundencias ni de unanimismos reales.

No obstante, las reglas del juego no hablan de quórum sino de mayorías y en ese sentido el triunfo de Uribe no tiene discusión. Esos siete millones de colombianos son los mismos que lo han apoyado estos últimos tres años y lo seguirán haciendo mientras se mantenga en el escenario político. No afecta si un día dice que hay que acabar con la guerrilla y al siguiente que es mejor negociar. Lo importante es el tonito.

Los dos millones seiscientos mil de la izquierda son en cambio coyunturales. No son votos de Carlos Gaviria per se, sino el resultado de quienes buscaban entre las alternativas (y entre todas las tendencias, incluida la derecha) un voto de protesta contra el gobierno Uribe. Por eso no es creíble la tesis de que se acabó el liberalismo. Está claro que en ese partido se equivocaron con el candidato. Hay que buscar el espectro de los votos liberales entre los desplazados principalmente con el crecimiento del Polo y también con las huestes uribistas. Con una figura fuerte del “trapo rojo” (que despertara odios y amores y no lamentable apatía) hoy estaríamos hablando de segunda vuelta y quizás de disminución en la abstención.

Esa actitud es una de las dos razones que explica la bajísima votación por Mockus que fue, de lejos, el mejor candidato en el sentido clásico de la expresión, por la calidad de sus propuestas y por su coherencia en la forma de expresarlas. La campaña de Mockus atacó la razón e invitó a la reflexión, pero eso a las mayorías (esas sí absolutas) les parece aburridor y complicado. El “defecto” de Mockus es que no despierta pasiones, que casi siempre tiene la razón o que no hay argumentos sólidos para contradecirlo. La otra causa del bajo caudal en la lista de Antanas fue el voto útil que ante la perspectiva de contribuir a la dispersión se desplazó no sin remordimientos a la campaña de Gaviria.

Y eso no es viable políticamente en un país como el nuestro que ve discurrir su presente como un partido de fútbol (En el que tienen que haber ganadores y derrotados, pérdida del sentido en medio del furor de la masa, con transmisión de radio y tv y palpitaciones y adrenalina al cien, como dicen los jóvenes de hoy) y en el peor de los casos, como un reality Show (con los ingredientes infaltables de gritos y lágrimas, arengas y “abajos”, coqueteos y desplantes) en el que no haya que pensar y el patrón de comportamiento esté guiado por las emociones. No en vano han resultado elegidos (en contravía del talento y haciendo uso del antivoto) personajes como Jáider Villa y Francisco, de quien dicen quienes votaron por él, que tiene virtudes de cantante.

Por eso tenemos el fútbol, la televisión y el gobierno que nos merecemos.