Desde el advenimiento de fórmulas del tratamiento judicial para la comisión de atrocidades en gran escala, plasmadas en los Tribunales penales internacionales de Nüremberg y Tokio, la dimensión de la víctima ha oscilado entre la dialéctica del ocupante sin lugar a la del lugar sin ocupante.

Frente al aniquilamiento del pueblo judío, los procesos de Nüremberg, en su ejercicio excepcional de justicia retributiva, no contemplaron a las víctimas. El cometido esencial fue el de establecer la culpabilidad de los grandes responsables y evidenciar la comisión de actos que por su crueldad parecían imposibles. Pero de allí hastala Corte Penal Internacional, la dimensión de la víctima continúa siendo funcionalmente refractaria a la lógica de la justicia penal, centrada más que nada en la demostración irreprochable de la culpabilidad del acusado.

Las víctimas de los crímenes cometidos en las guerras de los Balcanes, reconocidas como tales en los procesos del Tribunal para la Antigua Yugoslavia, sólo cuentan con una sentencia que deben hacer valer dentro de un nuevo proceso, en alguno de los cuatro países en que se desmembró la federación. La Corte Penal Internacional se encuentra debatiendo, ante una apelación presentada por la Fiscalía, si las víctimas pueden participar en las fases iniciales de la investigación o esta debe permanecer circunscrita a la defensa y los investigadores.

El surgimiento de las Comisiones de Verdad y Reconciliación, desde finales de la década de los 80, como órganos no judiciales de respuesta a las demandas societarias para establecer la realidad de crímenes cometidos en períodos extensos de las respectivas historias nacionales, desplazaron el foco de atención hacia la víctima pero no proveyó las herramientas adecuadas para su efectivo despliegue. La creciente recurrencia de este tipo de mecanismos en el panorama internacional demandó una incorporación más rigurosa de la víctima pero la dejó desasida de la herramienta judicial. Ahora ella es un ocupante a la búsqueda del lugar adecuado dentro de los dispositivos transicionales de justicia.

El común denominador de todos ellos, a partir de 1945, es la extrema gravedad de las conductas penales que debe esclarecer e imputar y que no es otra sino las categorías de genocidio, criminalidad de lesa humanidad y criminalidad de guerra. Este conjunto de materias y procedimientos es el texto invisible que subyace al marco legal adoptado en Colombia para la desmovilización de los mandos medios y superiores de los grupos paramilitares. Es sobre este trasfondo que se revela el silencio o el efecto de invisibilización que la Ley 975 de 2005 arroja sobre la materia criminal misma de la que habrá de ocuparse. Porque la Ley de Justicia y Paz no tiene como ámbito material de competencia delitos comunes o criminalidad ordinaria sino crímenes internacionales cuyo juzgamiento no sólo compete a la sacrosanta soberanía nacional sino que incumbe a la comunidad internacional en su conjunto. De hecho, una porción considerable de los fallos más importantes frente a dirigentes y funcionarios estatales comprometidos en esta clase de atrocidades se adelanta hoy mediante la jurisdicción universal que faculta a cualquier estado para solicitar la extradición de perpetradores no juzgados en su país de origen.

Como consecuencia de los compromisos adquiridos por el estado colombiano –en virtud de la ratificación de la Convención contra el Genocidio de 1948, los Cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y sus Protocolos Adicionales de 1977, la Convención contra la Tortura de 1984, la Convención Interamericana contra la Desaparición Forzada y el propio Estatuto de la Corte Penal Internacional-, este tipo de crímenes son los que constituyen el suelo de la Ley de Justicia y Paz. De allí que el reciente fallo de la Corte Constitucional haya, no sólo completado el proceso de formación de la ley –sometiendo al máximo tribunal de control normativo encargado de velar por los derechos de las minorías, incluidas las víctimas- sino removido tres de los puntos que atentaban de manera flagrante contra la posibilidad, absolutamente irrenunciable, de establecer las autorías de los perpetradores: 1. el angustioso plazo de 60 días contemplado para formular la imputación de estas conductas luego de la rendición de la versión libre frente a la envergadura de las atrocidades constituía un imposible para realizar una verificación a fondo, da paso a un término razonable que habrá de medirse de acuerdo a los estándares internacionales de justicia; 2. la exigencia de una confesión por parte de los beneficiarios de la ley y no tan sólo una versión libre como se preveía inicialmente salva la ecuación entre la exigencia de verdad y la lenidad punitiva que es sin duda el acicate mayor para que el proceso funcione; 3. la extensión de la responsabilidad de los autores al conjunto del grupo y no tan solo al responsable directo amplía las posibilidades de reparación de las víctimas.

Pero lo anterior no es suficiente ni basta para garantizar un real ejercicio de justicia. Si bien la ganancia en términos de legitimidad y efectividad de la ley son considerables, subsisten desafíos mayores de cuya superación o, al menos, de la construcción de las condiciones que contribuyan a ello, depende el que la intervención del poder judicial cumpla con la exigencia mínima de todo proceso de justicia: la distinción inequívoca entre el perpetrador y la víctima. En un país en que todos los actores armados pretenden para sí el título de víctimas y para un gobierno que ha edificado muchos de sus rasgos simbólicos distintivos –sobre la condición de tal para sus figuras emblemáticas del Presidente para abajo-, la tarea básica y primaria de cualquier fórmula que aspire a la justicia no es otra que el desafío por trazar la línea demarcadora entre quienes presidieron la comisión planificada de las múltiples atrocidades y los civiles que en condiciones de indefensión que las sufrieron. Si el ejercicio de la justicia –retributiva, restaurativa o transicional- no es capaz de superar un victimismo indiferenciado, en el que unas víctimas se compensan o justifican con otras y unos perpetradores hacen lo propio ante la existencia de sus adversarios, ello no es otra cosa sino el colapso de la justicia y la santificación de los vencedores.

Ciertamente, la situación colombiana se inscribe con mayor rigor en la transición de la guerra hacia la paz y no en la tradicional de la dictadura hacia la democracia. De igual manera, el entramado complejo de las violencias letales y las adscripciones sociales forzadas y voluntarias a los actores de la guerra encuadra nuestra situación en una de victimización horizontal más que en la clásica victimización vertical. Es por esto, que se hace más urgente el trazado de la línea divisoria entre perpetrador y víctima, especialmente, la del perpetrador principal o determinador, en su múltiple dimensionalidad de justicia (identificación y comprobador del perpetrador), verdad y memoria (asignación correcta de los roles desempeñados), y reparación (quiénes son los titulares de la misma).

Los mayores obstáculos que continúan oponiéndose para complementar la justicia en su sentido más básico, pueden sintetizarse en cuatro puntos:

Las dificultades de los magistrados y fiscales encargados de aplicar la Ley para la utilización de las categorías criminales de genocidio, criminalidad de guerra y lesa humanidad. Sólo las dos primeras categorías fueron incorporadas en la legislación penal nacional a partir de la Ley 599 de 2000, de manera que los crímenes de lesa humanidad –la principal modalidad practicada por los paramilitares- sólo podrán aplicarse si se acude al derecho internacional consuetudinario y cuyos mecanismos dogmáticos para su responsabilización (responsabilidad del superior, empresa criminal conjunta) apenas comienzan a ser incorporados por la jurisprudencia nacional. Una sentencia por homicidio u homicidio agravado es ciertamente perder la distinción entre perpetrador y víctima convirtiendo a la justicia en la banalización de lo ocurrido y en sanción judicial de la preponderancia adquirida por aquel.

El ejercicio de una “justicia inteligente” que adopte las estrategias de investigación encaminadas a dar cuenta de lo más grave entre lo más grave, oriente sus pesquisas y recopilación probatoria en función de los autores intelectuales, planificadores y determinadores evidenciando los patrones de criminalidad, en lugar de perderse en los autores materiales. Caso ejemplar de lo anterior, como fracaso de un esfuerzo de largo aliento, lo constituye la Procuraduría Especial establecida por el gobierno de Fox para esclarecer las masacres de Tlatelolco ocurridas en el México de 1968.

Las posibilidades de reparación se restringen o amplían dependiendo de la categoría criminal sobre la cual se construya la imputación de responsabilidad y el grado de poder jerárquico y material de los implicados en la cúspide o en la base de la organización criminal, por lo cual, el alcance de las mismas depende estrechamente del tipo de crimen que se establezca y de las características del perpetrador.

La Comisión de Reparación y Reconciliación requiere un proceso de empoderamiento, una toma de sus funciones de garante y una vocación decidida de desgubernamentalizarse para asumir el rol de poder constituyente derivado de las víctimas. Su plazo de ocho años pareciera ser una base de independencia sobre la cual construir tal condición.
Si lo anterior no se exige, impulsa e implementa decididamente por las organizaciones sociales y la comunidad internacional no estaremos ante un proceso de justicia transicional sino ante una transacción de la justicia.