Son innumerables los relatos de los campesinos que explican cómo en los años cincuentas la Policía, con orígenes ‘chulavitas’ se pone a órdenes de los terratenientes y ejecuta una de las mayores masacres que conozca el país: no menos de 300 mil asesinatos y el destierro de dos millones de connacionales.

De igual manera, hay testimonios de habitantes del campo que detallan cómo durante los años 60, 70 y 80 el Ejército, en sus incursiones rurales, abusa de los pocos bienes con que cuentan los campesinos o los exponen a retaliaciones acampando junto a su casa. Otros, detallan las persecuciones a sospechosos y su posterior asesinato, sin someterlo a juicio legal, en acciones no pocas veces alentadas por empresarios del campo que en su sed de tierra, no dudan en usar la violencia oficial para apropiarse de la tierra ajena. De esta manera, a sangre y fuego desde la década de los cincuentas se reorganiza la propiedad del suelo en nuestro país.

Igual sucede en las ciudades. Los jóvenes se quejan con dolor de cómo los capturan y contra su voluntad los enrolan en las filas militares oficiales. Pero también hay numerosos relatos que precisan allanamientos donde supuestos criminales son “cargados” con pruebas falsas. Durante toda la década de los años 70s y 80s este proceder fue un lugar común. Al final, las torturas en los batallones militares fueron pan de todos los días, hasta hacer tristemente célebres las caballerizas de Usaquén. No son pocas las desapariciones que aún embargan de dolor a centenares de familias.

Los ametrallamientos aéreos de veredas, las fumigaciones de cultivos de uso ilícito protegidas por la Fuerza Aérea, y otro sinnúmero de operaciones de control de orden público, desarrolladas sin contemplaciones y sin considerar las consecuencias que tienen que padecer quienes viven desde siempre en lugares donde lo único que se conoce del Estado colombiano es la fuerza, explican por qué la población mira de soslayo a la fuerza pública.

Este sentimiento se acrecentó mucho más, desde cuando en las ciudades se contaba que a Pablo Escobar lo protegía el Ejército, al igual que los hermanos Rodríguez Orejuela ampliaban su red con la Policía. Ver militares y agentes en carros finos y sus familiares en zonas reservadas de la oligarquía de algunas grandes urbes fue un lugar común.

Una relación y dependencia que se estrechó con el paso del tiempo. Siempre se dijo que eran unas pocas unidades militares y de la Policía las que convivían con el delito. Pero la ciudadanía tiene razón al sospechar. No son pocos los casos donde se “pierde” la droga o millones de dólares y en los cuales están involucradas las Fuerzas Armadas, bien el Ejército, la Fuerza Aérea, la Fuerza Naval, la Policía y la misma Policía secreta del Estado.

Desde los famosos embarques en el buque insignia Gloria de principios de los años ochentas –repetidos en no pocas ocasiones–, la población lee, ve o escucha con malicia las noticias que informan al respecto. No faltaron aviones de la fuerza aérea cargados con heroína y cocaína, hasta que llegaron los enfrentamientos –fuego amigo– entre Policía y Ejército que en el Atlántico, Nariño, Valle del Cauca y otros lugares —con numerosos muertos a favor de intereses privados– dejan el amargo sabor de que la corrupción carcomió a las Fuerzas Militares y a la Policía. Los recientes hechos donde secretos de la Policía son asesinados por fuerzas profesionales del Ejército, confirman esta realidad.

Pero el problema es más profundo. Evidencia que no es un solo caso o que no es una problemática ocasional. Desde mediados de los años ochentas el narcotráfico se confundió en paramilitarismo, y con la asesoría, el apoyo tácito o el silencio cómplice de las Fuerzas Armadas y de la Policía se extendió por todo el país.

Como se sabe, no son pocas las masacres que se explican por la complicidad de los encargados del orden público, tal vez Mapiripan es una de las más relevantes, pero hay muchas más. Y con cada acción de estas la distancia entre la población y sus “protectores” se amplía, haciendo más difícil que la reconciliación nacional encuentre un lugar de dónde partir y un espacio para concretarse.

La relación entre las Fuerzas Armadas y la Policía con el paramilitarismo se niega. Mas la fuga de instalaciones carcelarias o militares de oficiales del Ejército o de la Policía, sindicados de participación en masacres o asesinatos selectivos, hacia las filas paramilitares, devela que en esa relación hay más que unas casualidades. No podría ser de otra manera. Con el poder del dinero los narcotraficantes acercaron una parte importante de los colombianos. No faltaron oligarcas, obispos, gobernantes y mucho menos militares y policías.

Unas Fuerzas Militares minadas por dentro, que previamente habían perdido su sentido de dignidad al aceptar en silencio la intromisión cada vez más directa del Ejército de los Estados Unidos tanto en el diseño de la estrategia militar nacional como en la misma planeación y dirección de las operaciones de tierra, mar y aire, amén de las de inteligencia. Pero que también habían aceptado su suplantación operacional por los paramilitares.

Así, con la renuncia a preceptos básicos de la soberanía nacional y el honor militar, y en la sumisión ante el dios dinero, las Fuerzas Armadas perdieron su sentido histórico y su misión de Paz, Justicia y Libertad. Su consecuencia más evidente es la pérdida del cariño y el respeto de su pueblo, y la desmoralización que crece a su interior, sólo controlable por el temor. No es casual, por tanto, que a pesar del creciente dinero que reciben del Tesoro y del mismo Pentágono no puedan evitar las sangrientas derrotas operacionales, una tras otra. Derrotas, sin la contrapartida de golpes estratégicos que Uribe ordena todos los días.

Otro tanto ocurre con la Policía, cada vez más activa en el desarrollo de operaciones de control y registro que la asemejan a una fuerza armada de ocupación. ¿Quién no se ha sentido en su diario transitar urbano o rural intimidado por quienes creen que su función es violentar y amedrentar a la población civil?

Una reforma profunda de estas instituciones es la única salida que aún queda. Tarde o temprano la deliberación del soldado y el agente sobre la paz y un ‘cese multilateral de fuegos’ tiene que llegar. Un concepto nuevo de unidad entre colombianos y con países hermanos que devuelva las Fuerzas Armadas a los cuarteles, entregándoles las misiones de frontera y un papel de actor social comprometido en la lucha contra el hambre, además de quitar el poder que sobre la misma tienen los Estados Unidos, pasando por el esclarecimiento de los crímenes de estado con participación de sus unidades. Así, se podrá emprender el camino de la reconciliación nacional, base para un reencuentro profundo militar y civil, en donde el fusil queda al servicio, al respeto y la protección del pueblo. Y que coloque a la Policía en su real función de prevención que debe desempeñar, desmilitarizándola de cuerpo y mente.

Mientras esto llega, hay que anhelar el surgimiento de militares y policías patriotas y nacionalistas que den la cara por el país y desconozcan a quienes con más guerra mancillan el honor de la Institución y de los colombianos