Comparada con las revoluciones en Estados Unidos, Francia, México y Rusia, la Revolución Bolivariana es una fiesta. No hay en Venezuela excesos, comisarios ni comecuras; la cuchilla de la revolución no está alta ni baja, porque no hay cuchilla y los líderes no se ufanan de su poder, sino de su capacidad para construir el consenso.

No se abusa allí de los enfoques doctrinarios y aunque ideológicamente saben lo que quieren, decostruyen los dogmas e inventan un socialismo sin pasado y su liderazgo, auténticamente revolucionario, se legitima mediante las reglas políticas de la oligarquía. Se ataca a Hugo Chávez, no por dejar de convocar elecciones, sino por ganarlas. Los que quisieran pasarlo por las armas no se resignan a que él los pase por las urnas.

No hay y no se necesita pena de muerte, no se vive bajo un perenne estado de excepción, ni hay toque de queda ni tribunales de excepción; no abundan las expropiaciones ni existen perseguidos políticos, presos de conciencia ni verdaderos exiliados. La oligarquía conserva su dinero, sus organizaciones y sus partidos y están vigentes los ritos que los demócratas más aprecian: elegir y ser elegidos, libertad de expresión y poder mediático.

La revolución avanza de éxito en éxito, luchando contra el tiempo y exigiéndose así misma más que culpando a otros. Las instituciones militares y de seguridad son las mismas, excepto que han cambiado los perfiles y los blancos. Las armas que antes apuntaban al pueblo, ahora lo protegen y se mantienen engrasadas con la esperanza de que el imperialismo no ponga a prueba la voluntad del pueblo para defender sus conquistas.

Dado que Europa y los Estados Unidos se abstienen de una revisión crítica de su pasado, crecen generaciones sin saber que sus revoluciones, que influyeron poderosamente en los destinos de la humanidad y son paradigmas del progreso, no pudieron evadir la violencia y los excesos.

Para matar con más eficiencia y rapidez, a un ritmo de dos ejecuciones por minuto, la Revolución Francesa introdujo la guillotina bajo cuyas cuchillas rodaron las testas coronadas de un rey y una reina. El odio de clases hizo que ardieran palacios y castillos, la nobleza perdió sus privilegios y sus riquezas, los bienes de la Iglesia se nacionalizaron y los curas, con toda la jerarquía fueran convertidos en empleados a sueldo del Estado. Solamente en el período conocido como el “Reinado del Terror”, que duró poco más de un año, se ejecutaron más de 40 mil personas.

Aprovechando que el proceso político nacional había cumplido importantes etapas y no hubo que confrontar una dictadura feroz sino una oligarquía corrupta, entreguista y cobarde, la vanguardia venezolana tomó el poder con el mínimo de violencia. Es la primera de las revoluciones que para defenderse no deroga la Constitución sino que la invoca, frente a adversarios que la violan constantemente.

La Revolución Bolivariana que, más que mostrar su fuerza, aspira a que se le permita ejercitar su imaginación, para idear cada día nuevos modos y caminos para saldar la deuda histórica con su pueblo, a quien la oligarquía dejó 100 años atrás de donde debiera estar.

La de Venezuela es una revolución que se alegra más de su generosidad y su altruismo que de su fuerza y, en lugar de reprimir a sus adversarios se mofa de la mezquindad y el entreguismo de sus fines.