La batalla por el control del gigante del acero europeo Arcelor se encuentra en su apogeo. Por un lado, el grupo Mittal Steel, con sede en la India, lanza una propuesta de compra a precio alto; por el otro, la dirección de Arcelor trata de escaparse mediante una fusión con el grupo ruso Severstal.

Más allá de la lógica capitalista –que confiere la razón a Mittal Steel– el asunto ha tomado un cariz político. Por un lado, el acero es un producto estratégico para Estados Unidos. Al mismo tiempo, es posible que Francia y quizás Luxemburgo, así como la región belga de Valonia apoyen la oferta de Severstal, a pesar de ser esta menos atractiva desde el punto de vista financiero. Sucede que, ante la perspectiva de la incorporación de Rusia a la Organización Mundial del Comercio (OMC), la fusión pondría al continente europeo en condiciones de hacer frente a Estados Unidos. Hay que agregar a eso la cuestión del empleo. Mittal Steel, en busca de una rentabilidad financiera cada vez mayor, anuncia gigantescos despidos de personal para los tres próximos meses. Severstal sigue otra lógica, basada en la simbiosis con los Estados y por consiguiente más respetuosa del empleo.

Así que el asunto se desplaza ahora hacia un plano cultural e ideológico. ¿Deben los Estados aceptar la globalización en el Imperio estadounidense o pueden anteponer los intereses de sus pueblos a la lógica capitalista? Arcelor decidió confiar la elaboración de su estrategia al muy laico Philippe Guglielmi, un ex oficial de la inteligencia militar francesa, convertido en Gran Maestro del Gran Oriente de Francia y actual director de una firma de inteligencia económica. Por su parte, Mittal Steel prosigue su acción en el plano financiero, donde tiene ventaja: nada de inteligencia económica sino cabildeo. Para ello acaba de contratar al ex secretario de Justicia de Estados Unidos, John Ashcroft, vocero de las Asambleas de Dios, convertido en padre de la Patriot Act y fino conocedor de los límites legales de la corrupción. Se trata de un golpe maestro dado que Ashcroft mantiene estrechas relaciones con numerosos ministros europeos, incluso en el seno del gobierno francés. Aunque puede resultar también una jugada inadecuada a los ojos de los accionistas institucionales ya que es demasiado reveladora de intenciones nada amistosas.