En primer lugar, sea en lo relativo a la propiedad de los medios o en cuanto al acceso a ellos de los sectores populares, fracasó el andamiaje institucional, tanto de todos los gobiernos como en el nivel parlamentario, a fin de democratizar la radiodifusión. Fracasó o, claro está, el Estado fue funcional o directamente cómplice de los intereses de las grandes corporaciones multimediáticas (hoy casi ni siquiera corresponde denominarlas así, porque en verdad se trata de megagrupos que entre otros negocios manipulan el de la información, junto con industria del entretenimiento y editorial, empresas de telefonía, medicina prepaga, estaciones aeroportuarias, etc.). Baste con señalar, a propósito de esa pasividad o connubio del rol estatal, que en Argentina continúa vigente la Ley de Radiodifusión sancionada en 1980, cuando la última dictadura militar. A pesar de algunas modificaciones parciales, en más de 20 años resultó imposible que la democracia argentina reemplazara esa herramienta firmada por los genocidas. Y más aún: varios de los cambios introducidos, en esencia durante la gestión del presidente Menem, permitieron profundizar y aplicar los objetivos de los pulpos comunicacionales más poderosos.

El grueso aplastante de los contenidos mediáticos, escritos y audiovisuales, en todo el territorio nacional, es manejado por cadenas para cuya enumeración alcanzan los dedos de una mano. Y digámoslo: el interés despertado por el tema en nuestra sociedad es virtualmente inexistente. En buena medida, porque es obvio que debatir una cuestión de semejante naturaleza se enfrenta con la barrera infranqueable impuesta por los propios medios. Nadie, en su sano juicio, puede suponer que las corporaciones abrirán sus espacios a un señalamiento capaz de activar conciencia crítica respecto de quiénes y cómo elaboran el discurso hegemónico.

Por lo tanto, el asunto queda reducido a foros, seminarios, mesas redondas, de carácter tan aislado como los artículos de publicaciones especializadas; unos (muy) pocos comunicadores con penetración relativamente masiva; otro tanto de la porción de emisoras de baja potencia y cierta actividad gremial. Y se suma a ello el desdén ya crónico del conjunto de la dirigencia política sobre el papel estratégico de la comunicación, como no sea para asegurarse alguna permanencia de imagen personal e inquietudes partidarias. Inclusive la Universidad pública se muestra ajena a la discusión. Pero también es cierto que nuestras sociedades, en la dialéctica entre aquello que les está vedado y la consecuencia de las sucesivas derrotas sufridas por el campo popular, asisten contemplativas, resignadas y hasta "ensoñadas" al fenómeno de dominación cultural desplegado por los media.

En Argentina, sin embargo, los individuos, grupos y organizaciones más dinámicos de la esfera militante e intelectual supieron exhibir reflejos, a veces más rápidos que eficaces y a veces ambas cosas, para dar una respuesta operativa al avance de los emporios de la comunicación. Y fue así que, entre mediados y fines de los años ’80, cuando el recupero democrático seguía pareciendo endeble y el partido oficialista claudicaba ante los factores de poder, se dio una circunstancia inédita en su carácter y alcance. Comenzaron a surgir, hasta llegar a un estadío de proliferación, estaciones de radio que desafiaron la legalidad y el orden discursivo imperante. Hablamos de miles de pequeñas emisoras; barriales, zonales, regionales, comunitarias, de gente suelta o juntada por profesión de fe cultural, religiosa, partidaria, periodística.

Fue uno de los movimientos espontáneos y cualitativos más conmocionantes y conmovedores que produjo la sociedad argentina. Y sorprendió a la comodidad y la institucionalidad neoliberales, hasta el límite de provocar azoramiento en los aparatos de comunicación dominantes. Sobrepasa al espacio disponible una descripción extensa y puntillosa del proceso que hoy, alrededor de quince años más tarde, condujo a la decadencia de aquélla reacción de los "sin voz". Ese término, decadencia, impresiona acaso como injustamente cruel, siendo que pervive en el espectro radiofónico una cantidad apreciable de emisoras provenientes de esa experiencia; y siendo que lo que comenzó anatematizado como "trucho", "ilegal", "clandestino", es ahora un paisaje aceptado por los actores supremos de la comunicación.

Empero, sí cabe aplicarlo al pensar en cómo se desflecó la potencia y la potencialidad que tenía y que podría volver a tener. Entonces y aunque más no fuere, enunciemos las razones principales de ese desgajamiento, que obliga, o debería obligar, a la autocrítica de los intelectuales y productores de comunicación del campo popular.

 La concentración multimediática adquirió en la Argentina, desde su comienzo a principios de la década del ’90, una velocidad y empuje con pocos o nulos antecedentes mundiales. Y así persiste. Las fusiones corporativas, ayudadas tanto por los favores explícitos como por la laxitud de las leyes, y en un marco de inédita extranjerización y corrupción del funcionamiento económico, permitieron consolidar un mercado de comunicación virtualmente oligopólico. Visto desde las probabilidades de arbitrio cultural y de innovación tecnológica, las expresiones y proyectos sociales de carácter mediático (en esencia la radio, bajo la forma de emisoras de propiedad y mensaje comunitario, cooperativo, sectorial) se encontraron con un escenario donde jugaban el papel de hormigas en lucha contra un muy hábil paquidermo. Desde ya, éste fue sólo uno de los correlatos de la situación del país. En medio de un modelo en el que los cada vez menos pasaron a tener cada vez más, y viceversa, era y es absurdo que el terreno de la comunicación no reproduzca esa lógica.

 Ese accionar de los emporios no se detuvo en los grandes medios que ya poseían o que iban adquiriendo. Comenzaron a cooptar, y también así siguen, las frecuencias y ondas de las emisoras de radio alternativas, canales de cable locales, circuitos cerrados. En Argentina prácticamente no ha quedado pueblo, ni ciudad grande o pequeña, ni rincón que quiera imaginarse, donde las experiencias autónomas de radiodifusión no hayan sido o estén siendo víctimas de esa metástasis de concentración corporativa.

 El mismo criterio implacable con que debe tomarse nota de los dos puntos anteriores, debe regir para una mirada introspectiva de quienes son sujetos populares de la comunicación; de quienes se pretendieron y/o aún pretenden como artífices de una construcción distinta, enfrentada al poder, con vocación de poder, a la hora de transmitir ideas desde el medio que fuere. Para el caso que nos ocupa, la radio. Que no es cualquier caso, porque nos referimos, en cuanto a posibilidades de inserción y más allá de las novedades tecnológicas que impondrá la digitalización, al medio popularmente más accesible: por costos (de instalación y de audiciones propias), por segmentación de las audiencias, por cantidad de estaciones y por una participación susceptible de ser la menos filtrada para los colectivos sociales. Pues bien: resulta que esos sujetos no estuvimos a la altura de la provocación de los media. Es tan cierto que se enfrentó a un oponente con munición incalculablemente más gruesa, como que los grados de resistencia fueron y son, generalizando, entre pobres, patéticos e indiferentes. Nos compraron las radios, pero eso no es lo peor. Lo peor es que muchas veces, y hasta las más de las veces, no necesitaron comprarnos. Sin perjuicio de sus adquisiciones de frecuencia, les bastó con sus bajadas de satélite, en ondas otrora diferentes desde la esperanza que promovieron, para esparcir la lógica de imaginario y vértigo consumista; y de información exclusivamente basada en la escala de valores del Dios Mercado. Penetraron e influenciaron de ese modo en los ethos culturales de todas las geografías. Les bastó con que los productores de contenidos mediáticos de cada lugar se mimetizaran con esa estética y ese ideario. Les bastó con que una gran cantidad e importante calidad de esos radiodifusores, imaginados como oponentes de la comunicación hegemónica, copiaran los paradigmas multimedia (con el agregado de que en numerosas oportunidades fueron y son una muy mala fotocopia).

 Un último aspecto, en general soslayado por la dimensión macro estructural que -con razonabilidad- se confiere a los anteriores, es la capacitación profesional. Se invita a responder las siguientes preguntas a los comunicadores de pensamiento crítico; a quienes continúan disponiendo de espacios para alterar el mensaje único del sistema; a los profesores y estudiantes y estudiosos del área; a los responsables de medios que todavía resisten; a los trabajadores de la comunicación con espíritu contestatario, en las funciones que fueran. ¿Cuánto nos inquietamos pero, sobre todo, cuánto hicimos realmente por ser mejores sujetos de comunicación? ¿Cuánto nos dedicamos a ser o a formar, para la práctica y la llegada concretas, mejores locutores, mejores periodistas, mejores investigadores, mejores técnicos, mejores productores, mejores comentaristas? ¿Cuánto? ¿Cuánto no nos quedamos en una actitud de análisis comunicológico de la perversidad sistémica, aislado de la profesionalización que se necesita para no dispararle a un tigre con un revólver de juguete? ¿Cuánto somos concientes y cuánto estamos dispuestos al perfeccionamiento comunicacional puro, que es el que nos compele a recordar que sin seducción no hay comunicación que valga? Uno tiene, no pocas veces, la idea de que quienes somos o nos creemos pares, en esto de la construcción mediática alternativa, parecemos muy cómodos en la mera descripción de lo mal que nos va. Y que esa eventual construcción se agota en contactos de reducido intercambio cultural, para saldar a nuestras burguesas conciencias culposas. Van ganándonos la pelea porque son espectacularmente más fuertes desde la capacidad de sus recursos, pero también porque -dando por certero que tenemos la claridad ideológica suficiente (¿la tenemos?)- nos agotamos en una especie de masturbación académica que empieza y termina en un relato de diagnóstico, incapaz de concretar lo que se supo definir como efectividades conducentes.

Esta Bienal, como las anteriores, presenta un rasgo muy interesante al momento de ejercitar comunicación concreta. Porque no es solamente un cónclave de expositores teóricos. Hay aquí manifestaciones de Radioarte, de creadores, de posibilidades expresivas de la voz en radio, de experimentación sonora, de perfomances, de diseño y producción de streaming, de radiodrama, de ecología acústica, de formatos cortos dramatizados. Si es que tenemos claro lo ideológico; claro lo imperioso de la lucha sin quiebres contra el sistema de dominación cultural/mediático, o de dominación a secas, lo que nos falta es justamente más de esto. Más de comunicadores y menos de comunicólogos. O igual de lo segundo pero siempre más y mejor de lo primero.

No nos engañemos: podría hacerse todo lo deseable, desde la comunicación, para enfrentar con eficacia al andar sistémico; y si ello careciera de un proyecto y herramienta políticos adecuados, no serviría de nada. Tan irrebatible es eso, como el hecho de que sin los instrumentos comunicacionales correspondientes, a esta altura de la revolución tecnológica, tampoco hay proyecto político que valga. Nuestra experiencia, en ese sentido, muestra (vuelve a demostrar) los límites de los intentos inorgánicos, aun cuando estén dadas las condiciones objetivas para el aprovechamiento de los desposeídos.

Una sociedad como la argentina, de altísima movilidad cultural, de enorme dinamismo en muchos de sus actores sociales, de cultura protestataria, no supo encontrar los mecanismos -y entre ellos los mediáticos, nada menos- para convertir la resistencia en desarrollo de acción transformadora. Y en ese déficit, los comunicadores participamos con cuota alta.

Si lo reconocemos, tengo la seguridad de que no habremos alcanzado la condición suficiente. Pero sí la necesaria.

# Texto de la ponencia presentada por el autor en la conferencia “La Radio en América Latina”, realizada el 19 de mayo de 2006 en la VI Bienal Internacional de Radio de México (http://www.radioguiaeter.com.ar/editorial.html)