La orilla norte

Cruzando el Mapocho hacia el norte, con el recuerdo del puente de Calicanto construido bajo la despiadada mirada del corregidor Zañartu, a fines del siglo XIX se levantaban las modestas casas de La Chimba. Un paisaje de construcciones modestas, de paja y barro, apenas alteradas por la altura de alguna iglesia, rodeadas de chacras que proveían a las familias santiaguinas. Y entre esas casas de modestos agricultores, la presencia de posadas clandestinas a las que con frecuencia llegaban escritores o poetas. A ese entorno llegó en 1886 el poeta nicaragüense Rubén Darío, creador de Azul, Abrojos y otros textos que le dieron fama e inmortalidad en las letras hispanoamericanas. Joven, taciturno, algo acomplejado por la pobreza, su estancia en Santiago no generó en él recuerdos especialmente felices. Consiguió trabajo en el diario La Epoca y la amistad de algunos jóvenes poetas, entre los que destacaba Pedro Balmaceda, hijo del presidente José Manuel Balmaceda. Huraño y de trato arisco, la crónica menciona que en más de una ocasión Rubén Darío cruzó el Mapocho para internarse en algún lupanar de La Chimba, donde se perdía por semanas y debía ser rescatado por sus amigos. En su libro Viaje Literario, el ensayista Domingo Melfi señala: “Entre seres desconocidos, que solían estarse quietos en los mesones de la cantina, mientras Darío encendía junto a ellos la llama azul o verde de la embriaguez”. Darío dejó en Santiago un puñado de versos y un amor clandestino, que se supone motivaba sus excursiones hacia La Chimba.

Años más tarde, al inicio del siglo XX, otro poeta daría qué hablar por su desenfrenada bohemia a uno y otro lado del río Mapocho. Pedro Antonio González, poeta proveniente de Curepto, hizo de la noche su hábitat favorito hasta ganarse el derecho a ser considerado como el “primer poeta maldito chileno”. González tuvo una breve existencia que, en el plano de las publicaciones se materializó en un único poemario: Ritmos. Oreste Plath, en su libro de recuerdos El Santiago que fue, dice: “En 1900, para el poeta maldito Pedro Antonio González, el ‘Quitapenas’ era dormitorio, biblioteca, cuarto de tarea y bar”. Perdido en la noche santiaguina, Pedro Antonio González dejó en la literatura chilena un puñado de poemas que sentaron escuela y aún se recuerdan en antologías y revistas.
Y si se trata de poetas de fugaz estadía terrena, es preciso mencionar a Domingo Gómez Rojas, quien vivió la bohemia febril de los primeros años del siglo XX y murió el año 1920, en la Casa de Orates de Santiago, después de ser detenido y torturado por la policía acusado de ser un anarquista revoltoso. Su única obra publicada se llamó Rebeldías líricas. En la calle Pío Nono, frente a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, en el comienzo del barrio Bellavista, se encuentra el parque que recuerda al poeta. Hasta hace unos años existía un monolito que recordaba su nombre. Hoy, en ese lugar se ubica una feria de artesanía que sirve de entrada a la bulliciosa calle que conduce hacia el Cerro San Cristóbal.

La vida de Gómez Rojas y de otros escritores de la época está recreada en el libro El año 20, de Luis Enrique Délano y Cuando era muchacho, de José Santos González Vera.
Oreste Plath, destacado escritor y recopilador de nuestras tradiciones y costumbres populares, recuerda que existió el grupo literario Avance, integrado por estudiantes de la Escuela de Derecho, entre los que destacaban Hernán Cañas, Augusto Santelices y Julio Barrenechea, poeta que obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Después de recorrer los bares aledaños a la Escuela de Derecho, Plath dice que estos poetas “se volcaban alegres en los negocios de la calle San Pablo y Bandera (...) y más de una vez, cuando ya venía el alba, comían pequenes en la puerta del Mercado”. El Mercado Central, tanto como La Vega, también han sido puntos recurrentes para los poetas y escritores, ya sea para comer un plato barato o recuperarse de la última borrachera. Según Plath, Mariano Latorre, el padre del criollismo chileno, autor de Zurzulita y Cuna de cóndores, entre otras obras, solía comer en ese lugar “caldo de cabeza, chanfainas y choros crudos”. En los años 80, cuando por culpa del toque de queda la bohemia literaria se hizo diurna y urgente, era posible encontrar al poeta Mario Ferrero -autor de Capitanía de la sangre y otros notables poemarios- en un bar de Pío Nono, próximo a una sucursal del Hipódromo Chile en la que hacía apuestas, para luego volver y compartir una copa con algún amigo o conocido.

Hoy La Chimba sigue siendo un lugar de atracción para los escritores, en especial el sector que se conoce como Barrio Bellavista. Por la calle Pío Nono hacia el norte, y en las calles vecinas, son numerosos los locales nocturnos que acogen a los escritores, y también destacan las numerosas salas de teatro donde se representa buena parte de la producción de los dramaturgos chilenos. Un punto de encuentro de escritores es el “Thelonius”, en la calle Bombero Núñez, donde al alero del jazz y las copas generosas se suelen efectuar presentaciones de libros o lecturas de textos, o el “Eladio”, célebre no sólo por sus carnes asadas, sino que también por sus noches de tango. Otro lugar clásico en este barrio es “El Venecia”, frecuentado en alguna época por el vecino Pablo Neruda. También hay restaurantes cuyos nombres tienen raíces literarias: “Off the record”, “Altazor” y “Como agua para chocolate”. En las veredas de Bellavista es frecuente encontrar ofertas de “libros de segunda mano” y con dispar fortuna han funcionado librerías como “El libro Café” y “La calabaza del diablo”. Pero, sin duda, el mayor atractivo del barrio está en sus calles y casas, en las que se respiran aires de otras épocas, y sus bares y restaurantes que alientan la bohemia santiaguina.

Jaime Quezada, escritor y poeta, asiduo de La Unión Chica, lugar de encuentro de la bohemia literaria.

La orilla sur

El Barrio Chino que se extiende por la calle Bandera desde la calle Compañía hasta la añosa Estación Mapocho, es parte indiscutible de la bohemia literaria chilena. En su época de esplendor acogió a numerosos bares, restaurantes y cabarés que terminaron siendo lugares frecuentados por poetas y narradores, solos o acompañados de sus musas. Un barrio vinculado a la época joven de Pablo Neruda quien, junto a amigos como Juvencio Valle, Diego Muñoz, Alberto Valdivia, Rubén Azócar, Alberto Rojas Giménez y Tomás Lago solían compartir muchas horas de poesía y copas.

En la calle San Pablo, al llegar a Bandera, se encontraba “El Jote”, boliche en el que Neruda y sus amigos comían chupe de guatitas. Próximo a este restaurante se encontraba “El Venezia”, donde según cuentan algunos cronistas, una noche Neruda habría leído a sus amigos fragmentos de las obras de Marcel Proust y James Joyce, entonces dos autores poco conocidos en Chile.

Siguiendo por la calle Bandera se encontraba “La Antoñana”, que ofrecía a los poetas el “sandwich de los pobres”, consistente en un pan untado en salsa de ají. Pero sin duda las dos picadas más famosas del sector eran el “Hércules” y la boite “Zeppelín”, donde un grupo de escritores protagonizó una singular anécdota contada por Diego Muñoz en su libro La bohemia nerudiana. Una noche, a pocos días del regreso de Diego Muñoz desde Ecuador, a donde había ido a dar perseguido por la dictadura del general Ibáñez, fue informado por Neruda y otros amigos que se inauguraría una nueva boite en el barrio. Neruda presentó a Muñoz al dueño de la boite como un destacado muralista de apellido Muñiz, y se llegó a un trato especial. Muñoz pintaría un mural en la boite y como retribución a su trabajo se le pagarían $10.000 pesos de la época, de los cuales la mitad se haría en billetes y el resto en cerveza.

Francisco Coloane, el autor de El último grumete de la Baquedano y otros textos que dieron estatura literaria a la región magallánica, también fue en su juventud un asiduo visitante de los bares de la calle Bandera. Luis Alberto Mansilla, en una crónica publicada en Punto Final, recuerda que fue en un bar de la calle Bandera donde Coloane conoció al periodista José Boch, el que lo convenció para escribir un cuento y de paso ganarse algunos pesos con su publicación en El Mercurio. Coloane escribió el cuento en un par de horas y se publicó con el título de Lobo de un pelo. Más tarde, ese mismo cuento, mejorado por su autor, pasó a ser su célebre relato Cabo de Hornos. Otro escritor que frecuentaba los bares de la calle Bandera fue Teófilo Cid, considerado el primer poeta surrealista chileno y autor de un valioso volumen de crónicas titulado Hasta Mapocho no más. Cid, al que el poeta Gonzalo Rojas llamó “lobo estepario de las noches santiaguinas” murió pobre y prácticamente botado en la calle, después de una vida dedicada a la poesía, el periodismo y la diplomacia. Al escribir sobre la muerte de Cid, Jorge Teillier, señaló que “fue uno de los últimos bohemios, en el buen sentido de la palabra”.

Pero sin duda, el lugar más afamado del Barrio Chino era y sigue siendo “La Piojera”. Su nombre original y legal es Restaurante Santiago Antiguo, pero casi nadie lo recuerda. “La Piojera” está ubicada en Aillavillú, una calle breve y vital donde sobreviven algunos bares, cabarés, boliches de venta de yerbas, salones de pool. “La Piojera” se estableció en 1916 y su dueño fue Carlos Benedetti. El nombre del bar se atribuye al presidente Arturo Alessandri, político aficionado a las parrandas que murió en el cálido lecho de su amante. Se dice que llevado al lugar por un grupo de sus partidarios, habría exclamado: “¡Me han traído a una piojera!”.
“La Piojera” es una estación obligada para quien desee beber una buena copa de chicha o pipeño, o quiera conocer un sitio singular del centro de Santiago. Pocos deben ser los escritores y artistas que no han cruzado sus puertas y ocupado una de sus añosas mesas. Se cuenta que Francisco Coloane era uno de sus visitantes habituales y que el tenor Ramón Vinay habría interpretado arias de Verdi subido en un tonel de chicha. En crónicas periodísticas se recuerda al pintor Pacheco Altamirano como otro de sus clientes, y en los años 80, nos tocó vivir algunas improvisadas lecturas de poemas en las que participaban Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Alvaro Ruiz y Aristóteles España, entre otros.

Pablo De Rokha vivió a una cuadra de “La Piojera”, en el desaparecido hotel Bristol, ubicado frente a la Estación Mapocho. En ese lugar recibió al poeta Allan Ginsberg, cuando éste realizó una gira por Chile, a fines de los años sesenta. ¿De Rokha era cliente de “La Piojera”? No se sabe, pero la periodista María Soledad de la Cerda, en una crónica publicada en la revista ¿Qué Pasa?, anota: “Si se trataba de celebrar fuera de casa, el poeta gozaba yendo al Mercado Central, para disfrutar junto a sus amigos de un buen plato de mariscos. En una de esas ocasiones lo acompañó un joven poeta, que confesó abominar de los productos del mar, y que por lo tanto pediría un berlín y una Bilz. De Rokha, incrédulo y horrorizado ante lo que consideró una herejía, le respondió que “ningún carajo se come ante mí esa porquería: por favor pida lo que quiera, pero póngase a comer contra el muro para que yo no lo vea”.
Con la llegada del nuevo siglo, el tradicional Barrio Chino de la calle Bandera muestra los embates del tiempo y de la modernidad. De las viejas picadas a las que llegaban Neruda y sus amigos, hoy sólo sobreviven los recuerdos. La popular boite “Zeppelín” y el bar “Hércules” están convertidos en tiendas de ropa usada proveniente de Alemania o Estados Unidos. La calle Bandera se ha llenado de cabarés de dudosa reputación que empiezan a ser desalojados para dar paso a nuevos edificios que pretenden cambiar el rostro a este sector tradicional de Santiago. Sobreviven algunas picadas populares, como la ya mencionada “Piojera”, el bar “Central”, en la calle San Pablo, y el “Wonder” en General Mackenna, a pocos pasos de la Estación Mapocho.

Santiago es una ciudad que crece y se renueva, muchas veces al costo de borrar su memoria urbana y cultural. Las riberas mapochinas siguen observando el ir y venir de los santiaguinos, y en sectores como La Chimba y el Barrio Chino se respira aún cierto aire suspendido en el tiempo. Un aire que nos trae el rumor de la ciudad y a veces las anécdotas de muchos escritores y artistas que recorrieron sus calles anhelando escuchar el palpitar del corazón secreto de la ciudad