Todo eso ocurrió en un lapso muy breve, tal como indicaban la época y la personalidad de "el Negro", que no sabía asumir responsabilidades a medias. Cierta vez, en una reunión con "Alberto" (en realidad Eduardo Merbilháa), un cuadro cooptado al buró político del PRT, el negro planteó su deseo de ser enviado a combatir a Tucumán, a la guerrilla rural. Alberto, que tenía más o menos su misma edad pero una intensa experiencia militante, lo disuadió.

Y le habló largamente del difícil equilibrio que debe dominar la cabeza del combatiente, un equilibrio que exige adiestramiento, educación del ánimo, los nervios y la ansiedad. Los dados rodaron de tal manera que el Negro no podría cumplir nunca su deseo de subir al monte; en cambio, por una de esas cosas de la vida, le tocó cubrir como cronista el copamiento del batallón de arsenales Domingo Viejobueno.

Monte Chingolo. Por lo notorio de su actividad sindical, por su manera de entender la militancia, el Negro quedó muy expuesto a la represión. Luego del golpe, de la caída del Comité Central de Moreno y del Buró Político en Villa Martelli, el PRT le dio orden de dejar el diario. Cierta vez, en un bar de Pueyrredón y Las Heras me confió que tenía el presentimiento de que estaba por caer.

Yo escuché varias veces confesiones similares, que siempre acabarían cumpliéndose. El peligro y la fatalidad se huelen. El Negro había acatado las directivas, con una excepción: regresó al diario una última vez para hacerle un favor a un amigo que no era entonces, ni sería después, merecedor de su gesto.

En la puerta de El Cronista, en Alsina y Diagonal, mientras se despedía de otro compañero de trabajo, dos hombres lo interceptaron y a punta de pistola lo metieron en un camión de Juncadella. Era el mediodía del 5 de agosto de 1976. Con el correr de los días, un par de miserables echaron a correr la versión de que el Negro había suministrado información a sus captores. No era cierto. Mentían, a falta de explicaciones mejores para su propia irresponsabilidad.

Pasaron meses sin que supiéramos nada de él. Sus padres, una familia muy humilde, hicieron los trámites para dar con su paradero: el hábeas corpus, la larga cola en el ministerio del Interior a las cinco de la mañana, los pedidos de audiencia con el perverso monseñor Emilio Grasselli. Cierta vez, un amigo común, militante del Partido Intransigente, me buscó para transmitirme un mensaje.

Me contó que un muchachito del PC al que habían liberado de CCD de Puente 12 había estado con el Negro. Que lo habían careado con dos periodistas vinculados al PRT, Conrado Ceretti, Diana Guerrero y también con Mabel Kitzler, mujer del periodista "perro" desaparecido en El Cadillal, Ricardo "el Gallego" Domínguez. El chico del PC dijo, además, que el Negro estaba muy mal, que los secuestradores se habían ensañado con él porque había logrado desatarse una manos y golpear al que lo estaba torturando, un acto que lo pintaba de cuerpo entero y llenaba de verosimilitud el relato del liberado.

El Negro le había hecho un encargo: que le transmitiera a sus compañeros que estuvieran tranquilos por que se había portado bien. "Mi Negrito", decía su madre cuando lo nombraba. Para nosotros, sus amigos, sigue siendo "el Negro". Sin más, porque no hay otro. Por él, si pudiéramos, habría que pedir aquello que escribió en su celda uno de los mártires de Chicago: "llevad flores a los rebeldes que fracasaron".