¿Alguien ve hoy colmadas las salas de música culta que funcionan en Bogotá? Rara vez. Las más de ellas los abundantes espacios vacíos comprimen el alma y hacen pensar en esfuerzos inútiles. ¿Cuánto saldrá costando a la sociedad cada silla vacía?

Veamos el mejor de los casos: la Orquesta Filarmónica de Bogotá (OFB), fundada en 1997 y que parece ser la agrupación que mayores esfuerzos ha desplegado para hacerse a un público amplio, una especie de clientela popular.

Los costos que implica difundir la música culta son significativos, comienza por advertirnos Raúl García, uno de los creadores centrales de la OFB. La Filarmónica de Nueva York puede tener un presupuesto anual de 50 millones de dólares. La de Bogotá, que es la mejor remunerada del país, recibe 15.000 millones de pesos, o sea, unos seis millones de dólares. Pero, ¿cuál es la composición de ese presupuesto?

Mientras en el primer caso el ingreso anual es resultado de un patrocinio privado, en el segundo es totalmente de origen estatal. En la neoyorquina diferentes empresas privadas han creado un portafolio de acciones que alcanza a algo así como 178 millones de dólares. El producto de la gestión financiera de ese fondo se destina a sostener la orquesta. Aquí, en cambio, el 99% del presupuesto de la OFB lo asume el Distrito. ¿Qué factores van a incidir en la ejecución de ese presupuesto?

En primer lugar, el tamaño de la orquesta, el número de sus integrantes. En las agrupaciones norteamericanas los músicos propiamente dichos aparecen rodeados de un apreciable grupo de empleados. Es gente que sabe buscar el dinero. Todo lo que constituye venta de boletería, producción discográfica, videos, etc., ajusta esos presupuestos. Todo lo que ellos producen se transforma en símbolos de la orquesta y de su trabajo musical. En las orquestas hay algo tangible y algo intangible. Lo que la orquesta representa para el país, para la cultura nacional, eso sería lo intangible. Lo que hace entre la gente, su penetración en los habitantes de la ciudad (para educarlos y evitar tantas sillas vacías) sería lo tangible.

¿Para qué se creó la OFB? Una importante actividad de ella está dirigida a satisfacer, formar, consolidar un auditorio. A la vez, a buscar público nuevo, sobre todo entre los jóvenes y los niños. Para eso requiere divulgación amplia en la TV y la radio, que abarque a un número mayor de personas y vaya justificando la alta inversión financiera que se hace. Eso es, una vez más, lo tangible. Lo intangible es la relación de la orquesta con el público, al cual le va creando una necesidad que antes no figuraba en la canasta familiar. De ahí la importancia de una política musical que establezca la comunicación indispensable para que la obra musical entre a ser parte de la formación y elevación del nivel cultural de la población. Si esa actividad previa no se hace, si no hay una política que vaya midiendo el desarrollo del público, el papel de la orquesta se vuelve gaseoso e improductivo. Cuando la agrupación se queda encerrada en auditorios pequeños es muy fácil captar su ineficacia.

Claro, la Orquesta Sinfónica Nacional necesita un presupuesto mayor, pero también hace falta más dinamismo. En Bogotá deberían darse seis conciertos semanales entre las dos agrupaciones. El Teatro Jorge Eliécer Gaitán está claramente desaprovechado. Hagamos cálculos de costos. $15.000 millones, para una temporada anual de diez meses, representan $1.500 millones al mes. Cada semana se dispondría entonces de $375 millones. Si la agrupación musical tiene un promedio de 1.500 asistentes por semana, los costos son muy altos, pero si se movilizan entre 5.000 y 6.000 semanales, que se pueden alcanzar en auditorios amplios, es posible incrementar ese público como consecuencia de una política musical. Si esa política no existe, la existencia de la orquesta aparece como algo espontáneo, intrascendente, del cual es fácil prescindir en la vida. Si se ha logrado establecer esa comunicación con el público, se habrá conseguido también crearle esa necesidad, y ese público va a influir así mismo en la orquesta porque no se va a satisfacer de manera espontánea sino que va a exigir una programación que le interese de manera constante.

En la formación de público se descontinuó la experiencia del trabajo barrial continuo que practicó la OFB en los años 70 y 80. Una orquesta que visita un barrio y no vuelve o vuelve cinco años después no deja nada. Para desarrollar el gusto por la música se requiere un tratamiento constante y un repertorio que forme en la gente una visión amplia de los periodos de composición, y eso no es posible con presentaciones ocasionales. Ese importante auditorio que ganó la OFB fue resultado del trabajo en los barrios populares, no en las salas del centro solamente. Había una comunicación permanente y una coherencia en el trabajo. El público amplio se puede apreciar cuando hay muchas personas que tres meses antes del espectáculo han comprado la boleta para asegurar su presencia. Hay público en toda una temporada cuando se puede mantener la compra de boletería con anterioridad.

El conocimiento de la obra musical, como de la literaria, es universal. En la formación de la gente obran no solo las grandes obras del pasado sino también las expresiones actuales de lo propio. Si la orquesta se queda atrás del repertorio se convierte en un museo. En cambio, si da cuenta de la obra de los compositores colombianos que aportan un nuevo lenguaje, habrá educación por el contraste que el oyente percibe con los sonidos de otras épocas. La orquesta debe mantener una relación directa con los compositores nacionales. Las obras de los más conocidos, como Zumaqué, Blas Emilio Atehortúa o Jesús Pinzón, no son mayormente conocidas. Se presentan súbitamente en un concierto y pasan al olvido. No se siente que haya relación de un público con la creación de los compositores nacionales. La tarea de las orquestas no es convertirse en caja de resonancia de la gran obra musical extranjera. En las tiendas disqueras es posible obtener, por cinco mil o seis mil pesos, excelentes grabaciones de los maestros universales. Sale más barato comprar el disco que pagar la boleta del concierto. Si las orquestas nuestras no popularizan a los compositores criollos, nadie más va a hacerlo.

Los compositores colombianos no se conocen en el exterior, pero tampoco aquí. No hay estímulo para ellos. Hay discografía nativa más amplia en México, Argentina o Brasil. Aquí no se organizan festivales. De pronto les hacen un encargo, les tocan una obra, hay un concurso. Encima de todo eso, ellos tampoco le caminan a la idea de organizarse gremialmente, son individualistas. Pero sobre todo no existe una política respecto de ellos ni de la divulgación de su obra. En los años 90 Colcultura imprimió unos cinco discos compactos con obra de veinte compositores, pero fue una muestra parcial, que fragmenta la producción y no permite hacer seguimiento a la creación de los autores. Hay que seleccionar la obra de ciertos compositores de tal manera que pueda expresar el pensamiento de una época, de un periodo.

Si en las librerías y bibliotecas no aparecen las obras de los escritores colombianos, ellas no existen. Lo mismo pasa con los músicos. Si no se cuenta con la divulgación del disco, la orquesta está muerta. El disco tiene una función: va a contribuir grandemente en la construcción de la memoria. ¿Qué nadie los compraría? La demanda se crea cuando se crea la necesidad, dicen las leyes del comercio. Si no se divulga la obra nadie la pide. Se produce un vacío, no hay interés porque no hay información sobre la obra. La música contemporánea no es fácil, por el peso de la tradicional, pero si no se hace la divulgación nunca se conocerá.