No sé por qué suelo contar mucho este episodio. Lo cierto es que me impresionó mucho. A partir de ese momento el Alemán fue el ejemplo más claro de lo que significa tener una ética, ejercerla, transformarla en una actitud cotidiana.

Físicamente hablando trabajé a sus espaldas. Mi escritorio detrás del suyo. Desde ese lugar podía verlo, sin que lo advirtiera, zarandeando con energía una de las máquinas de escribir Olivetti Lexicon 80 que se usaban en esa época. De esa zaranda surgían crónicas que producían mi asombro. Las escribía a una velocidad pasmosa y el resultado era admirable. El Alemán hacía de un episodio periodístico que llegaba por las teletipos desde algún remoto lugar del planeta un relato que, más que leerlo, uno bebía como el sediento toma agua fresca.

Durante un lapso corto pero intenso, a raíz de la ausencia de un jefe, Roberto Guareschi, por entonces secretario de redacción a cargo de la sección, me pidió que manejara las páginas de Internacionales. Recibí de Jorge, y de todos mis compañeros de aquella época, todo el apoyo. De pronto chocaban dos trenes en la India. Había que hacer la crónica del desastre. “Jorge, por favor, necesito ciento cincuenta líneas de esto”, le pedía. Tomaba la parva infernal de cables de todas las agencias, les echaba una mirada, seleccionaba con un golpe de vista único y media hora después estaba la crónica. No recuerdo que hubiera que tocar ese texto, ni ningún otro suyo.

Cuando Jorge Asís publicó su libro Diario de la Argentina, un panfleto feroz sobre Clarín, sus personajes, sus internas, Göttling fue cobarde e innecesariamente golpeado por el autor. En el más absoluto de los silencios, desapareció de la redacción durante una semana o diez días. Volvió con la herida en carne viva, pero tapada con el vendaje de su dignidad.

Fumaba y fumaba sin parar. Entre el humo de su cigarrillo, un día me dijo (él me tuteaba, yo no) “Carlos, vení que te presento a mi hijo”. En la entrada de la sección estaba María Teresa, su esposa, con su recién nacido, Juan. No puedo describir la cara de ese hombre destilando ternura.

Me fui del diario. No volví a verlo más. Le envié un mail de felicitación cuando recibió el premio Don Quijote/Rey de España. Poco después lo encontré junto a su hijo en una mesa del café Tortoni. Nos dimos un abrazo. Charlamos brevemente. Fue tan cariñoso como siempre. Cuando el domingo 27 de agosto me enteré de su muerte sentí una profunda desolación, pero también una alegría consoladora: la de saber que en la segunda entrega de Al maestro con cariño, en l989, TEA lo había reconocido como tal.

Hace apenas una semana, charlando con Jorge Búsico, me contó que, un día, el Alemán lo llamó por teléfono para decirle que Juan, su hijo, había roto sin querer la manzanita de cerámica que le habíamos entregado. Pidió su podíamos reponérsela: “Juancito rompió la manzana que me dieron. Si les pido una nueva es porque se trata del premio que más quiero de todos los que recibí”. Búsico se la mandó inmediatamente.

Juancito, cuidá esa manzana, tu viejo también está ahí.