En el reparto de papeles, a la mujer le tocó representar el rol secundario. Cuando se pensó en esta obra maestra (titulada realidad), se definieron las tablas del escenario y se seleccionaron a los actores repitiendo el guión animal. Al sexo femenino le tocó ser el personaje débil, frágil, un objeto delicado o un simple aparato de reproducción humana que sólo servía para producir más hombres.

"No permitiremos que aquéllos que aspiramos a que sean hombres de bien, imiten -siendo varones- a mujeres jóvenes o ancianas que insultan a sus maridos o que, afectadas de su soberbia, desafían a los dioses creyéndose semejantes a ellos a causa de su felicidad; o bien caen en el infortunio y se entregan a llantos y lamentaciones. Y mucho menos todavía les permitiremos que imiten a enfermas, enamoradas o parturientas", advierte Aristóteles en La República cuando sienta las bases de la organización social y mental occidental.

Así se naturalizó la diferencia sexual: la superioridad natural del hombre frente a la mujer. Natural y, por consiguiente, inmodificable e incuestionable. La percepción de que es como es, pesa. ¿Cuántas veces escuchaste a una mujer criticando a otra porque "está mucho fuera de su casa"? O la típica condena a la infidelidad femenina y la reivindicación ante la masculina.

Este sistema, además de sostenerse en la división social del trabajo (quienes poseen los medios de producción y quienes sólo pueden ofrecer su fuerza de trabajo), se basa en la división sexual del trabajo. Es cierto, en los últimos 40 años se lograron grandes avances, sin embargo -en la conciencia de varones y mujeres- todavía los roles establecidos no se pueden terminar de quebrar. Hay poseedores de mando y ejecutoras de órdenes. Hay distinto salario por igual tarea. Hay licencia por maternidad y no por paternidad. Se prefieren mujeres sin hijos. Y se publican avisos tipiados en masculino.

La lucha denominada feminista debe combatir contra las dos instituciones sociales que están más aferradas al sistema dominante: el Estado y la Iglesia. Ambas saben, y ponen todas sus armas para evitarlo (una las de fuego y otra las de persuasión), que con la desnaturalización de las relaciones; las primeras en caer son ellas.

¿La desigualdad sexual es la madre de las injusticias sociales? ¿Es la lucha feminista una lucha emparentada a la socialista? ¿Qué pasa si triunfa? ¿Qué pasa si esta construcción social justificada como instinto maternal se derrumba? ¿Puede quebrar otras naturalizaciones, otras desigualdades que intentan ser ignoradas? Quizá esto no sea el desencadenante de la necesaria transformación social, pero sí una pequeña victoria, una de esas conquistas que van allanando el campo de batalla.

Y así, superar la explotación de la mujer por el hombre, erradicando la del ser humano por el ser humano.