¿Y nuestras pioneras? ¿Las que juntaron todos los pedacitos del coraje diario, para armar uno solo y fuerte, y así enfrentar la conquista, el coloniaje, la explotación? Algunas de ellas ni imaginaron siquiera que estaban colocando un mojón en la Historia. Mucho se sabe de Juana de Arco, la doncella de Orleáns, y muy poco de Flor de Oro: Anacaona, en taíno. Como cacica de Maguana y Jaraguá en la isla que Colón llamó Española -hoy, Santo Domingo -, Anacaona fue uno de los primeros jefes en enfrentar a los conquistadores. Antes de morir su marido, ella se dedicaba a la poesía. Para contener a los invasores y evitar una masacre se mostró conciliadora, en principio, y agasajó a Bartolomé Colón, hermano de don Cristóbal, con un areíto o coro de trescientas muchachas. En cuanto descubrió que las intenciones de don Bartolo y sus hombres no eran, precisamente, amistosas, Anacaona se rebeló y presentó combate. Cayó en una celada y en 1502 la llevaron a la horca.

En el valle del Cauca (actual República de Colombia), en 1577 se rebelaron las quimbayas, mujeres de siete naciones indígenas. En 1643, se levantaron en Chihuahua las mujeres tarahumaras. Y en todo el continente, otras mujeres, indias, blancas, negras, mestizas, sin disponer de una pizca de poder como tampoco de armas, se parapetaron detrás de otras formas de resistencia: las prácticas mágicas, la medicina casera, la música y la narración de mitos y leyendas. Pero permanecían atentas: Por si acaso. Y cuando fue necesario, hasta desafiaron abiertamente el poder político colonial.

En 1552 estalló en Venezuela la primera rebelión de esclavos. Junto a su líder, el negro Miguel, estaba su mujer y compañera, la hermosa Guiomar. Le siguió una de las más grandes rebeliones antiesclavistas que sacudió el imperio colonial fue la que encabezó en 1796 José Leonardo Chirinos, quien tuvo entre sus lugartenientes a Trinidad, Polonia y Juana Antonia, de las que nadie se ocupó en registrar los apellidos.

Quince años antes, en 1781, en la Bogotá virreinal, la vendedora ambulante Manuela Beltrán había asumido protagonismo al iniciar la Rebelión de los Comuneros, en contra de un nuevo tributo, una suerte de descarada multa por ser pobre. Manuela Beltrán llegó, al frente de las masas, a la Alcaidía, arrancó el edicto del impuesto, simuló limpiarse el traste con el papel, y lo arrojó al viento. Ese gesto fue la chispa que encendió la rebelión que mantendría en jaque al gobierno virreinal, arrancándole significativas reivindicaciones. Al poder le llevaría al poder tiempo y esfuerzos combatir y vencer a los comuneros; el aporte de éstos anuncia las luchas independentistas americanas del siglo siguiente.

Túpac Amaru y Micaela Bastidas, matrimonio histórico si los hay, dirigió en 1780 una marea de luchas indígenas a lo largo y ancho del rico Virreinato del Perú. Toda la compleja vida de la retaguardia estaba a cargo de Micaela. Armas, comida, hojas de coca y catalejos, y no sólo pertrechos; también refuerzos en hombres y cabalgaduras, más una deletérea pero eficiente red de ojos y oídos para vigilar los movimientos de funcionarios y tropas coloniales; sabotaje, propaganda, relaciones con otros caciques: todo estaba en las manos de Micaela. Sofocada la rebelión que tuvo en vilo el virreinato, ella, Túpac y el hijo mayor de ambos sufrieron una muerte cruel, pero su grito tuvo impresionante eco en la primera emancipación política y social de Nuestra América, la del siglo XIX. Hubo con Micaela otras mujeres: Bartolina Sisa y Tomasa Condemaita, ambas cacicas y combatientes.

No olvidemos a las bravas quilombolas de Palmares. Si la esclavitud es una herida en el corazón de la humanidad, allí donde se impuso, surgiría la resistencia. Durante tres siglos el imperio colonial mantuvo en Brasil ese sistema de explotación. En Palmares, zona límite con Pernambuco y Alagoas, los negros fugitivos fundaron su territorio libre, el quilombo, donde ensayaron nuevas formas de vida, de organización social y de cultura en libertad. Más de mil de ellos rechazaron con honor los embates de los holandeses primero, y luego los de los portugueses. Si el nombre de su jefe, Zumbi, está en la memoria colectiva, también está el de Dandara, la bravía mujer que cayó defendiendo la cerca de Macao. Ese mismo año, 1694, Palmares fue arrasado. Pero dejó para el futuro un hito de emancipación.

¿Y qué no decir de Manuela Sáenz, la Libertadora? Nacida en Ecuador, vivía en Lima cuando llegaron noticias del Ejército de los Andes, y colaboró con su amiga Rosa Capuzano en tareas de espionaje a favor del general San Martín, para que él y sus hombres pudieran entrar en Lima con cabal conocimiento de la situación política y militar: Por ello Manuela recibió la Orden del Sol. Cuando conoció en Quito a Bolívar, lo dejó todo por él, definitivamente enamorada del hombre y de su proyecto de conformar la Gran Patria Latinoamericana. Tareas de inteligencia, traslado de documentos y memorias a través de selvas y montañas, campañas financieras para equipar las tropas, y lucha armada cuando fuera necesario (como en la batalla de Junín), acreditaron a Manuela Sáenz el grado de coronela. Salva la vida de Bolívar en un atentado, en el que resulta herida, pero ella no se arredra. Ni siquiera el destierro.

La lista sigue. Y la pugna también. Las indigenistas de Ecuador, Bolivia, Perú y Argentina, las que persisten sin renuncia en el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, piqueteras, cartoneras, sindicalistas que no se venden, asambleístas populares, luchadoras por los derechos humanos, por la recuperación del territorio, docentes que defienden la escuela y la Universidad públicas, estudiantes que lo hacen también, todas saben o intuyen que ésta es una hora singular para nuestros pueblos, porque si en su degradación el capitalismo apela a la destrucción, se abre también para Nuestra América una oportunidad histórica para el cambio.