Entrar en un hospital no debería ser como hacerlo en una tienda a comprar una camisa. Sin embargo, la tendencia que se está imponiendo en la actualidad es la de tratar al paciente como si fuera una mercancía.
Se le dedica poco tiempo, en clínicas privadas, se le hacen pruebas innecesarias para que realice un gasto. En la sanidad pública, en ocasiones, no se efectúan pruebas necesarias y, con demasiada frecuencia, hay que esperar horas interminables en salas deprimentes o meses en la soledad del hogar a que llegue el turno de una intervención. Los problemas de la sanidad pública y privada no son idénticos, aunque hay varios escenarios en los que convergen. Uno de ellos es, obviamente, el enfermo.
El enfermo eres tú y soy yo. El enfermo somos todos en un momento determinado y, por eso, tenemos derecho a expresar nuestra opinión y buscar soluciones. En la raíz del problema hay múltiples factores. ¿Por qué se obliga a muchos profesionales de la sanidad a prestar los servicios durante períodos de 24 horas e incluso más? A alguien en el Ministerio de Sanidad no se le ha informado de que “no es sano” trabajar de esa manera.
La atención decae y la probabilidad de cometer errores se multiplica a medida que pasan las horas y se acumula el cansancio. ¿Acaso no se ha limitado el tiempo que pasan los conductores de camiones en la carretera para evitar accidentes? Entonces, parece ilógico que la persona de la que puede depender nuestra vida pueda llevar despierto más de treinta horas. Puede que trabajando casi sin descanso.
Es demencial que esté en estas condiciones cuando va a rescatarnos de las manos de la muerte. No hace mucho tiempo, murió un amigo mío por sobredosis de un fármaco postoperatorio. También tuve conocimiento hace algo más de un año de que una prescripción facultativa errónea causó un desprendimiento de placenta en una embarazada en muy avanzado estado de gestación. El médico que originó el problema no se encontraba en su puesto cuando surgió el percance, aunque su obligación era estar de guardia allí, y el feto sufrió unos daños que han dado lugar a un retraso mental de una cierta consideración.
Es posible que todos hayamos sido víctimas de alguna negligencia médica. Les voy a contar un caso. A la 1:30 a.m. del 31 de marzo de 2005 un señor entró en urgencias de un hospital español de cierta reputación. Tenía un fuerte dolor en un dedo del pie derecho.
El médico de guardia en aquel momento, le pidió que se tumbara y se quitara el zapato. Se enfundó un guante azul y apretó con sus dedos, a modo de pinza, la planta y el empeine del pie del afectado, que dejó escapar entre los dientes un quejido lastimero...
«¿Le duele?» «He visto las estrellas» «Usted tiene –dijo el galeno, mientras se despojaba de los guantes– un neurinoma de Hiorton, un pequeño cáncer que rodea un nervio». Pues bien, aquel señor que estaba delante del médico era yo. Al escuchar la palabra cáncer, como a cualquier hijo de vecino, los siete pelos que me quedan sobre la parte superior de la cabeza se me pusieron de punta. Me enviaron a hacerme una radiografía del pie.
Más de media hora más tarde volví al médico con la radiografía. Le pregunté si el tumor era benigno y me dijo que sí, para mi alivio. Después pensé ¿y si los rayos X han producido una mutación que ha tornado en maligno el quiste…? Acto seguido, el médico me recetó ibuprofeno para el dolor y me dio cita para pasar por el quirófano dos semanas después. Yendo a casa fui considerando todo lo que me había pasado, incluso la pregunta de una enfermera «¿tiene usted el ácido úrico alto?» que no pude llegar a responder porque en ese momento entró el médico que me atendió.
¡Claro! ¡Debía ser eso! El ácido úrico fue la única herencia que me dejó el bueno de mi padre. ¡Un ataque de gota! Nunca había tenido ninguno pero, por lo que había oído, se debía parecer bastante a aquello que me estaba pasando. Al día siguiente, una segunda opinión médica confirmó mis sospechas. Como estoy bastante ocupado, la cosa quedó ahí momentáneamente.
Sin embargo, al cabo de unos días les puse como trabajo de casa a mis estudiantes, en un curso de doctorado universitario que imparto sobre cáncer, el neurinoma de Hiorton: sus características, bases moleculares, causas que lo originan, tratamiento y todo lo relacionado con él. No tenía noticias al respecto de este tipo de tumores y esta era la manera más fácil de enterarme sin dedicar demasiado tiempo a ello. En todo caso, no estaba excesivamente interesado en esta patología.
A fin de cuentas, yo no la había padecido y no tenía pinta de ser un tumor de gravedad o de gran incidencia. Algunos de mis estudiantes realizan su trabajo de Tesis en hospitales, por lo que no les resultó difícil recabar información sobre este raro tipo de tumor, que a mí no me sonaba de nada. La conclusión de los arduos estudios de mis pupilos dieron sus frutos: el neurinoma de Hiorton no existe. Por lo tanto, ahí acabaron todos mis males.
Finalmente, resultó que yo NO estaba enfermo de una enfermedad que NO existe (en realidad, la enfermedad se denomina neurinoma de Morton, no Hiorton, y si me hubieran preguntado si me dolía más al pisar en el suelo que al levantar el pie, cosa que era más que evidente viéndome caminar, hubiera cambiado el diagnóstico). Afortunadamente, este fallo no tuvo consecuencias lamentables, pero en muchos casos, los errores médicos resultan fatales.
En países desarrollados, como España o EE.UU., los errores médicos son la tercera causa de muerte, sólo superada por las patologías cardiovasculares y el cáncer. En un trabajo publicado en el Journal of the American Medical Association por Barbara Stanfield en julio de 2000, cifraba el número anual de muertes por errores médicos en EE.UU. en 250.000. Mirar hacia otro lado o simplemente aceptarlo no sirve de nada.
El corporativismo y los colegios de médicos pretenden que se ignore el problema, pero este asunto perjudica también a toda la clase médica y en especial a la gran mayoría de profesionales cuya práctica es de gran calidad e incluso de excelencia. Cargar contra los responsables, tampoco serviría de ayuda. Por un lado, daría lugar a subidas en la cuota de los seguros que tienen los médicos para cubrir sus errores, lo cuál haría que el propio afectado estuviera pagando por el error que se comete contra él (pintoresco ¿verdad?).
Por otro lado, aún un buen profesional puede cometer un error y sería lamentable medir la valía de una persona por un incidente aislado.
Los accidentes graves y las muertes producidas por errores médicos se pueden evitar. Probablemente no todas. Seguramente no. Pero tomando las medidas adecuadas y, sobre todo, encarando el problema con decisión, se puede reducir en más de la mitad. Para ello, no hay que ser excesivamente imaginativos. Bastaría con empezar a aplicar los principios que otros han experimentado de manera positiva.
Desde luego, eso tiene un coste, pero no me parece caro dedicar una partida económica (que tampoco es excesiva) para salvar decenas de miles de vidas en nuestro país y millones en todo el mundo cada año. ¿Por dónde empezar? Un buen punto de partida sería reducir la jornada laboral de los médicos manteniendo o mejorando el salario global que perciben. Otra medida consistiría en iniciar programas específicos enfocados a este problema, como el abordado en Japón. Han decidido reducir los errores médicos. Para ello, lo primero es detectarlos.
El Ministerio de Salud ha creado una base informática de datos con errores médicos en Internet. Los errores se clasifican en “fríos” (hiyari) o alarmantes (hatto). Entre 2001 y 2004 se informaron, de forma voluntaria, unos 15.000 casos de errores médicos en 240 hospitales. En otras ocasiones no hay que recurrir a elementos tan sofisticados. Se han detectado un número no despreciable de errores debidos a la mala interpretación de la caligrafía del médico por parte del farmacéutico.
Imprimir las recetas podría evitar bastantes errores. Es posible que dentro de algunos años, los errores no sean algo habitual, sino meros accidentes.
Entonces, dejaremos de sentir que somos parte del negocio de la salud. Entonces, perderá totalmente su sentido aquella frase que dijo el cirujano escocés James Young Simpson a principios del Siglo XIX: «Un enfermo tiene más probabilidades de morir si se interna en un hospital, que si lo hace en el campo de batalla de Waterloo».
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