En el Epílogo* de su notable libro, Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar, el embajador e historiador Félix C. Calderón, discurre con sobriedad, tanto en el estilo cuanto que en la visión crítica y dura de lo que fue la mediocridad de las castas gobernantes, en torno al porqué de nuestro actual país de confundidas gentes. Si a ello se añade que, para variar, entre 1821 y los días actuales, la improvisación, estulticia, nepotismo abyecto, atolondramiento e idiotez cuasi congénitas, persisten, como las pirámides, burlándose del tiempo como constantes perennes de la historia nacional, entonces hay que buscar y entender, como impugnar, las causas de esta situación tan dramática. Con ese propósito reproducimos literalmente dicho texto final que anticipa, valga la acrobacia literaria, otros tres tomos iguales de nutridas y sorprendentes revelaciones y apuntes que nuestro connacional ha descubierto en torno a la peripecia vital de Simón Bolívar, lo real de su figura e influencia desequilibrantes y la revelación de no pocos sucesos maquillados o fabricados por la leyenda. (Herbert Mujica Rojas)
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El Perú republicano desde su nacimiento no ha podido sobreponerse a dos designios geopolíticos aviesos. Bolívar, el genio del norte, cayó en la cuenta en la campaña de Quito que debía romper el espinazo de los Andes en su parte donde se encontraba históricamente el centro geopolítico, para de esta manera poder sojuzgar a la gran nación que vivía ancestralmente en las tierras altas. Las batallas de Junín y Ayacucho le demostraron al caraqueño que los pobladores del ande eran aguerridos, además de auto-suficientes. Por eso creó Bolivia, no por ser amante de la libertad de los pueblos, sino para modificar el centro geopolítico de esa gran nación andina, que era el Cusco, animado por ese viejo precepto romano de dividir para imperar. La prueba de ese designio adverso para el Perú histórico se encuentra en la pretensión que puso de manifiesto al año siguiente de volver a unir al Perú con Bolivia, a condición de debilitar aun más al Bajo Perú, no solo arrebatándole su extremidad sur hasta Arica, sino partiéndolo aun más hacia el centro y hacia el norte.

Cuando el Bajo Perú perdió a su hermano denominado el Alto Perú, fue en ese momento en que también perdió la brújula de su destino geopolítico en América del Sur. Porque la gran nación andina quedó artificialmente dividida por fronteras caprichosas que fueron enseguida germen de confrontación por más de un siglo entre pueblos de la misma sangre. El lago Titicaca que simboliza la continuidad de la nación andina y que es cuna mítica de sus padres fundadores Manco Cápac y Mama Ocllo, sigue siendo todavía una fuente nutriente de agua dividida imaginariamente en homenaje a las veleidades geopolíticas de Bolívar, haciendo escarnio del mandato ancestral.

Pero el caraqueño no solo se contentó con descuartizar a la gran nación andina, también se esmeró en eliminar o desterrar toda resistencia de los hijos de estas tierras que enarbolaban el estandarte nacionalista para el nuevo Estado peruano o que propugnaban una república con raigambre telúrica. Por eso fue asesinado José Faustino Sánchez Carrión y por eso mismo se extirpó de la naciente administración pública a las mentes opositoras o renuentes a aceptar la satelización del Perú, quedando como testimonio de la revuelta contra esa voluntad mefistofélica el alegato de “Vidaurre contra Vidaurre.” Bolívar se rodeó de gente servil, adulona y de pocos escrúpulos. Y fue esta gente el embrión de la mediocre casta política peruana del siglo XIX que en vez de hacer del Perú un dinámico Estado-nación solo se preocupó de administrarlo y, por añadidura, lo hizo mal.

Muerto Bolívar, fue esta vez Diego Portales, el genio del Sur, quien salió a combatir el proyecto de fusión de los dos hermanos andinos que puso en marcha el general Santa Cruz bajo la denominada Confederación Peruano-Boliviana. Portales entendió muy rápidamente que una tripa territorial, pobre y estéril como era Chile, se vería siempre amenazado si la gran nación andina volvía a reunificarse. Y logró su cometido, gracias en parte al apoyo de miopes dirigentes peruanos, enfrascados en rivalidades fratricidas e incapaces de proyectarse geopolíticamente en el tiempo. Posteriormente, en 1879, los seguidores de Portales en Chile entendieron que había que arrebatar el acceso al mar a los bolivianos si se quería además usurpar las riquezas salitreras peruanas de Tarapacá. Para colmo de males la suerte acompañó aquella vez doblemente a los usurpadores porque la entrañablemente peruana Tarapacá les ofreció después generosamente el cobre, que les permite ahora ser el primer productor mundial y fuente de su progreso económico. Pero claro, como hemos visto, los descendientes de la mediocre casta política que se cobijó bajo la dictadura de Bolívar, no estuvieron en los años previos a 1879 a la altura del desafío histórico, despilfarrando la riqueza del guano y creyendo ingenuamente que eran suficientes pactos secretos, mal redactados y pésimamente concluidos.
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*Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar. Tomo I, La usurpación de Guayaquil; Félix C. Calderón; Lima, Aleph Impresiones, 2005.