El pasado 17 de octubre la Presidencia de la república, en presencia de organismos internacionales del trabajo y los derechos humanos, comunicó a las centrales obreras del país el compromiso formal de emprender un plan de lucha contra la impunidad de los crímenes que el Estado y los grupos armados ilegales vienen perpetrando sobre los trabajadores del país como represalia por su actividad sindical y política. Mediante tal compromiso, la Fiscalía General se compromete a crear un grupo especial de investigadores, para el cual la Presidencia asignará recursos financieros. Al día siguiente se produjo una reunión tripartita (gobierno, empleadores privados, centrales obreras), en presencia de funcionarios de la OIT, en la cual se formalizó el acuerdo sobre la instalación de una representación permanente de este organismo en suelo colombiano, que incluye duración de la oficina, aspectos logísticos de la misma y perfil profesional y político de la persona que fungirá como representante.

Las dos cosas han sido resultado de los debates que desde hace más de diez años han promovido en el seno de la OIT las cuatro centrales sindicales colombianas, en compañía de instancias dirigentes de todas las organizaciones sindicales internacionales —incluida la norteamericana—, en el intento de obligar a los gobiernos colombianos a cumplir sus compromisos constitucionales y los convenios internacionales en cuanto a garantía y defensa de los derechos humanos y laborales de los asalariados.

Desde los años noventa Colombia es conocida en el exterior como el país más peligroso del mundo para los sindicalistas. Pero sería equivocado creer que al presidente Álvaro Uribe, que ganó el puesto con el apoyo expreso de poderosos grupos victimarios de sindicalistas y que está estrenando segundo mandato después de haber destrozado el núcleo de la organización sindical en el primero, ahora se le haya aparecido la Virgen del arrepentimiento. Con mayor razón si se piensa que al día siguiente de concertados los mencionados compromisos se produjo el gravísimo atentado de la guerrilla contra las instalaciones militares más encumbradas y tradicionales de la capital de la república y que como consecuencia de eso Uribe volteó la tortilla de las posibles negociaciones con las Farc y reasumió dramáticamente su compromiso de anular cualquier acercamiento pacífico hacia el movimiento guerrillero y su determinación inicial de enfrentarlo solo con las armas, incluso para el posible rescate de los centenares de civiles secuestrados por ese grupo subversivo.

El mandatario actúa por otras razones. Tiene un TLC con USA que no camina con la celeridad requerida porque las empresas multinacionales norteamericanas presionan para obligar a Colombia a ceder las ventajas temblorosas que dice estar ganando y entre las exigencias de sus poderosos pares —que son impares— está la de que Colombia asuma el respeto de las leyes laborales y los convenios políticos internacionales para cortar de esa manera la protesta de los sindicatos norteamericanos, que defienden los derechos de la mano de obra de su país y rechazan tratos comerciales inequitativos. Los empresarios quieren deshacerse de la acusación de sus sindicatos en el sentido de que ellos hacen negocios con gobiernos y empresarios genocidas. Por eso la Presidencia colombiana hizo el esguince y dijo públicamente: vamos a terminar con esta situación de impunidad; vamos a investigar y a castigar a los que matan a sindicalistas, para no continuar soportando la cantaleta de la OIT, los sindicatos gringos, el New York Times, las ONG y hasta el diablo.

Pero el ambiente para que prospere de verdad el compromiso de Uribe no favorece a los trabajadores. La violencia contra la población asalariada viene tomando impulso nuevamente, sobre todo en la costa norte del país, donde las organizaciones de traficantes de narcóticos y paramilitares tienen el dominio político de los siete departamentos, algunos de cuyos gobernadores, alcaldes y hasta fiscales son reconocidos narcoparamilitares. Los presupuestos para la salud y las obras públicas están bajo dominio de esas fuerzas, que tienen bajo cerco a las comunidades indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, la más importante reserva ecológica de la mitad norteña del país y por donde corre el tráfico ilegal incluso con colaboración de la misma guerrilla que le causa estragos al Ejército en la capital.

Un dato revela el deterioro de la situación. El departamento del Atlántico, cuarto polo de desarrollo industrial del país y corredor de ingreso de toda la historia capitalista colombiana, permaneció al margen de la violencia política durante los primeros diez o quince años de la “guerra sucia” contra los sectores de izquierda que se inició a principios de los años 80. Ahora, cuando el narcoparamilitarismo entró de lleno al distrito de Barranquilla, capital del Atlántico, y convirtió en centro de lavado de activos y crimen organizado a su ciudadela industrial, Soledad, la derecha violenta acabó de completar el mapa de su dominio. El seguimiento de la violencia contra los asalariados que lleva la Escuela Nacional Sindical en el conjunto del país reveló que entre el primero de enero y el 20 de abril del presente año se había producido el asesinato de 29 sindicalistas y la desaparición de dos más, lo cual ya era casi la mitad del total de crímenes de igual naturaleza cometidos en todo el año 2005 y el 17,5% más que los presentados en igual periodo de ese año, y que todos los nuevos crímenes habían sido cometidos por el paramilitarismo de la costa norteña. En esa región el Departamento de Seguridad del Estado (DAS) llegó al extremo de entregar a los jefes paracos listas de demócratas y activistas sindicales que debían ser eliminados. El Vicepresidente contestó que los asesinatos apenas habían llegado a catorce, y el Presidente se bajó un poco más y afirmó que eran solo doce. “Las razones de una diferencia tan abismal es que el gobierno está maquillando las cifras”, afirmó el director de la ENS, una agencia independiente de tendencia socialdemócrata. La CUT del Atlántico, por su lado, manifestó a mediados de junio pasado que en lo corrido del presente año los sindicalistas asesinados sumaban ya 78, que los exiliados eran quince y 35 los desplazados a otras regiones del país, y que los empleados de la Salud pública constituían la mitad de los activistas afectados. La mayoría de ellos no gozaban de protección policial y las constantes quejas interpuestas no habían tenido respuesta de las autoridades.

El gobierno norteamericano ha contribuido con importantes partidas para mejorar las medidas de seguridad de un grupo de importantes dirigentes sindicales, y el gobierno de Uribe dice haber aportado al afecto 25.000 dólares en 2005. Pero eso no es el meollo del asunto. La solución no es blindar ventanales y puertas de algunas sedes sindicales y disponer carros acorazados y escoltas con pistola para que los acompañen. La verdadera solución es que los gobiernos, cualesquiera que ellos sean, pongan término a la persecución y el crimen contra los dirigentes populares, y eso no puede hacerlo un gobierno cogido de pies y manos por una repugnante corrupción de todo su andamiaje bajo la batuta de paras y narcos.

Ahora no más, el pasado 12 de octubre, un grupo de organizaciones sindicales reunidas en Berna (Suiza), dirigió al presidente Uribe una queja porque el DAS retiró a Francisco Ramírez, presidente del sindicato de la empresa Minercol, “parte del sistema de protección del que se beneficiaba (…) por medidas cautelares decretadas a su favor por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”. Ramírez, afirma la nota, “ha abanderado la defensa de los recursos mineros de Colombia y ha apoyado las luchas de comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas afectadas por megaproyectos mineros. Ha defendido una política minera estatal fuerte en contra de las nuevas políticas mineras que no favorecen los intereses de la Nación. Esta nueva política fue consagrada en el nuevo Código de Minas, en cuya elaboración participaron activamente asesores de empresas mineras como Holcim y Cemex. Sintraminercol ha defendido a la empresa minera estatal Minercol, que está en proceso de liquidación”.

El documento señala que Ramírez participó en la huelga que en mayo pasado estalló en la minera Drummond, en predios paramilitares de la Costa, tuvo injerencia en la demanda entablada contra esta empresa en Estados Unidos y contribuyó a la decisión del gobierno danés de suspender la importación de carbón de las minas de Drummond mientras no se hayan esclarecidos los asesinatos de tres sindicalistas afiliados a Sintramienergética. Terminada la huelga, se agravaron las amenazas contra los sindicatos mineros y contra el mismo dirigente y las oficinas sindicales y la vivienda de Ramírez entraron a ser fuertemente vigiladas. Posteriormente fue suspendido el servicio de radio a sus escoltas, quienes nunca recibieron las armas automáticas estipuladas en las medidas convenidas con la Cidh. Finalmente, en el 5 de octubre de 2006 “le fue retirado el automóvil blindado, convirtiéndole de esta manera en un blanco fácil de cualquier atentado”.

Todos estos detalles y otros más que omitimos en gracia de brevedad no son paja. Hace pocos meses el país conoció el caso del dirigente popular de la Costa que en una de las audiencias tumultuosas que acostumbra hacer el Presidente tomó la palabra para informarle que estaba amenazado de muerte y requería protección, y que efectivamente fue asesinado poco después. ¿Será que quieren hacerle lo mismo al dirigente minero?