Llueve mucho en Colombia. Es esa lluvia de la arrogancia ciega, como lo son todas las arrogancias: la del gobierno, la de la guerrilla, la de los paramilitares. Y tiene a todo el país en medio del fango. Es un verdadero barrizal gracias a tantos y tan infames patriotas: los de los carros bombas y demás “positivos”, los que negocian reformas tributarias mientras llegan más familias desplazadas a las ciudades para luego ser desalojadas de sus albergues hechizos, los que se lavan las manos a la hora de responder por la vida y la seguridad de los secuestrados.

Y en Putumayo no escampa. Sus caminos polvorientos se convierten en lodazales por acción de esta triste y pertinaz lluvia. En realidad no para de llover desde hace varios años. Y la tormenta arrecia con la voz del presidente Uribe, quien en el “consejo comunitario” que tuvo lugar en Puerto Asís, calló y desconoció a los campesinos asistentes para impedir la presentación de propuestas que buscan salidas al inadecuado manejo de las políticas de erradicación forzosa de cultivos ilícitos. Ellos no caben en este ridículo Estado comunitario.

No tienen valor alguno para el mandatario de los colombianos los esfuerzos de la Mesa Permanente de Organizaciones Sociales y de los campesinos de todo el departamento y principalmente del bajo Putumayo, que vienen gestionando desde hace meses propuestas de desarrollo real, no “alternativo”, es decir, acordes con las posibilidades y necesidades, tanto de los cultivadores de coca como de los que no lo son. El torrencial aguacero ensordece. No hay oídos para escuchar a Putumayo. La erradicación sin propuestas coherentes continuará, la aspersión con glifosato se mantiene y sigue la indolencia, como sigue la lluvia.

En las cabeceras del bajo Putumayo se ve, entre nubes borrascosas, el retorno de las mafias narcotraficantes del Valle del Cauca, los señores de la droga que deambulan tranquilamente por las calles, custodiados por tanto “desmovilizado”, saludando impasibles por doquier e imponiendo precios para la compra de la base de coca. Aquí no hay posibilidades para la panacea del libre mercado.

Y también están los alcaldes que firman acuerdos con los representantes de ADAM (Áreas de Desarrollo Alternativo Municipal) y los recursos del gobierno norteamericano, pactan a puerta cerrada la misma fórmula de siempre. Aquí no hay participación ni futuro. Se desconoce y se tima a las familias (des)favorecidas. Y algunas seguirán insistiendo en la coca como forma de resistencia y supervivencia, y otras esperarán, impotentes en medio de sus huertas, el paso de “la funiga” (la fumigación) y su inclusión en la efímera bonanza de recursos.

Todos admiten en voz baja el fracaso de los proyectos de monocultivo, el fiasco de tanta ayuda que sólo deja desplazados y hambrientos. Y los alcaldes del bajo Putumayo lo saben, y USAID lo sabe, y los funcionarios y asesores de unos y otros también lo saben. Pero aquí son ellos quienes se lucran con el progreso, con la civilización. Mientras tanto, se escuchan susurros y gritos: los que anuncian el aumento del área cultivada de coca en los últimos meses y los que increpan por la desconfianza a tanto “desarrollo alternativo” en el departamento, a tanta familia guardabosques, a tanta “acción social” gubernamental y no gubernamental.

La lluvia es testigo y partícipe del silencio que provocan las fosas comunes en San Miguel, exhibidas hace poco en los noticieros del país como un espectáculo siniestro. Ellas provocaron un leve estremecimiento y nada más, porque luego fueron cubiertas nuevamente por la indiferencia nacional, más firme que la tierra que las mantuvo selladas por ocho y cuatro años. Otra vez están solos los vecinos que se acercan temerosos a los investigadores del CTI, tratando de encontrar sus hijos, sus hermanos, o un zapato o un relicario que dé cuenta de ellos y ellas, casi agradeciendo el gesto “humanitario” de aquel miembro de las autodefensas que, no por arrepentimiento sino por prebendas, decidió hablar, sabiendo que su revelación pasaría desapercibida en un país donde hemos perdido la capacidad de asombro, de verdad y de justicia.

Putumayo sigue en medio del diluvio y pocos se dan cuenta que los jóvenes de los colegios de Puerto Asís se siguen desapareciendo, ante los ojos tristes de sus compañeros que marchan por las calles para denunciar su ausencia, sin que nadie los escuche. Porque tampoco importa que mueran tres y cuatro personas diariamente en La Hormiga, por las razones que todos saben pero que nadie pronuncia.

Se mantiene la zozobra en medio del huracán, cuando las FARC insisten en su propuesta de desmilitarización plena del departamento, como condición para el inicio de diálogos hacia la solución política del conflicto. Muchos respiran hondo y tragan saliva con tanta disposición hacia la paz. O se persignan mirando hacia la frontera, cuando constatan la forma alevosa como se siguen matando campesinos ecuatorianos, bogadores del río San Miguel, y presentados como positivos en la acciones de la fuerza pública colombiana. Los muertos recurrentes de El Afilador o de Teteyé, seguirán abandonados en los charcos alimentados por este “palo de agua”.

Pero los pobladores de Putumayo son tan grandes como su paisaje, y mientras llueve hacen esfuerzos por mantener la dignidad. Por ahí, en medio del temporal, un puñado de jóvenes cuenta fábulas sobre su pueblo, sobre el fútbol. Otros mantienen revistas de poesía o ingenian bailes que reinventan mitos y leyendas de la Amazonía, su hogar. Muestran en videos la belleza de su tierra y buscan lo mejor del pasado inmigrante para contar sus historias.

Mientras llueve, grupos de campesinos, viejos, muchachos, indios, colonos se dan cita mes a mes, para debatir y moldear con sus manos y deseos, con la arcilla y también el agua lluvia, un “nuevo hombre” y una “nueva mujer”, que amen y defiendan la diversidad y la riqueza amazónicas. Semana a semana, en Putumayo mujeres y hombres sonrientes esgrimen sus palas, para horadar la tierra infestada de fosas, y sembrar frutos, flores y verduras amazónicas, aprendiendo que es posible un mundo sin motosierras, sin monocultivos ni químicos, sin planes Colombia, TLC ni corrupción estatal.

Mientras en el resto del país se especula y se decide sobre los problemas de Putumayo, se habla de sus gentes con desdén, como de cosas que se maniobran a distancia o que están condenadas al abismo, en San Miguel, por ejemplo, se siguen reuniendo profesores con indígenas, músicos y estudiantes, a pensar sobre un plan de desarrollo rural, a la altura de sus sueños, para los próximos diez años; se encuentran bajo un paraguas, a preguntarse cómo podría ser una universidad para la diversidad, que estudie y exalte lo amazónico; acuden al río San Miguel a compartir con los vecinos que aman también la selva pero que hoy temen incluso atravesar esas artificiales fronteras sin sentido.

Mientras llueve en Putumayo y continúa este largo y mediocre invierno nacional, hay en el sur muchas personas que de manera silenciosa, día tras día, trabajan y juegan a darle un nuevo sentido a la palabra “desarrollo”, para que deje de ser sinónimo de muerte, dominio, depredación, tala, fumigación o gritos presidenciales. Para que un día el desarrollo se piense en términos de vida y el Putumayo sea reconocido como el kaugsay suyu yuyal, lugar de vida y pensamiento, según la voz inga del Valle de Sibundoy.