Tal óptica no tiene otro propósito que desmeritar y esconder el avance de las fuerzas progresistas en la región, a la par que hace aguas un modelo económico y político que, lejos de sus índices macroeconómicos aplaudidos por el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, agudiza la desigualdad extrema en la distribución de la riqueza.

Son esos sectores y actores los mismos que califican de populistas a quienes encabezan la ola de cambio, y aquellos que le endilgan el epíteto de "amigo de Chávez" a quienes desde el bando de la izquierda disputan el poder a los candidatos de la derecha tradicional.

La operación se puso en marcha en Perú, en las lecciones en las que finalmente Alan García derrotó a Ollanta Humala, quien de todos modos tuvo una meteórica carrera al frente de una alternativa nada sospechosa de comunista.

Humala no ganó la Presidencia, pero su candidatura evidenció el avance de las fuerzas populares que, pese a las diferencias y falta de unidad, pudieran estar listas para próximos escenarios. En tal sentido, más que un fracaso, el caso Humala evidenció el progreso de esas posturas.

Otro tanto ocurrió en México, donde la elección se decidió por un puñado de votos, siempre con sobradas evidencias de que el fraude y la componenda, endémicos allí, pudieran haber decidido la suerte de Manuel López Obrador, al frente de una alianza que pudo cambiar el escenario político local. Aun así, el caso mexicano confirmó la tendencia.

Bolivia concretó en las urnas la coyuntura, con un contundente triunfo que convirtió a Evo Morales en el primer Presidente indígena de la nación más pobre de Sudamérica y llevó a primer plano la lucha por la defensa de los recursos naturales y el propósito de comenzar a encarar la preterida deuda social.

La nacionalización de los hidrocarburos, en medio de la ola privatizadora que desmontó patrimonios públicos en América Latina, resultó un contragolpe en Bolivia, con créditos reconocidos hasta por la propia oposición.

Solo la defensa de los recursos naturales, y en función de un desarrollo nacional con justicia social, representa un cambio sustancial en el país andino y cualquier otra nación del continente, más allá de disquisiciones ideológicas.

La reelección de Lula siguió en la misma línea que el propio mandatario brasileño abrió, y que ahora le permite una segunda etapa para profundizar en el beneficio de las mayorías pobres.

El regreso de Daniel Ortega y el FSLN al gobierno en Nicaragua fue otro elemento clave en el avance de las fuerzas progresistas, a pesar de la grosera intromisión de Estados Unidos con pretensiones de volver a imponer el voto del miedo entre los nicas.

Baste decir que un millón de niños nicaragüenses dejan de ir a la escuela y el analfabetismo, reducido considerablemente por la Revolución sandinista, hoy supera el 30 por ciento, mientras el neoliberalismo mata por hambre y enfermedades.

En esta misma ola, otro que disputa la Presidencia es el ecuatoriano Rafael Correa, quien hace apenas unos meses no sonaba para tal empeño. Más allá del resultado electoral, ha dado un salto para colocarse en la vanguardia del combate por el poder y las transformaciones estructurales.

Y el colofón de un año electoral como el 2006 resultará Venezuela, donde Chávez debe reelegirse sin dificultad, aunque queda latente los esfuerzos de sectores opositores de desconocer otra victoria de la Revolución bolivariana, ahora empeñada en construir lo que llaman el socialismo del siglo XXI.

En definitiva, el cambio se dirime en las urnas, pero más allá de victorias y derrotas electorales, hoy o mañana, la tendencia se confirma de norte a sur de Latinoamérica.

Agencia Cubana de Noticias