Devastador como telúrico el mensaje que el pueblo peruano dio ayer en los comicios municipales y regionales. Los partidos han demostrado su declinación absoluta. No pasan de ser más que despensa de burócratas, clubes electorales muy cuestionados y parte del status quo que apenas se remite a la también insuficiente democracia electoralista. De haber sido, alguna vez, elan y dínamo de cambio y vanguardia en la lucha contra las dictaduras, los grupos políticos, han cedido, sin pena ni gloria, en más de 90% su puesto a colectividades episódicas y coyunturales. El nadir de los partidos ha comenzado.

¿Hay alguna clase de relevo? A simple vista, nada de nada. Los cogollos partidarios han fracasado con sus apuestas, muchas veces contra la opinión de sus bases. Más aún, el reciente triunfo presidencial del Apra en segunda vuelta, demostró su delicadísima fragilidad en el comicio de ayer. Haber perdido la alcaldía de Trujillo tiene un valor simbólico abrumadoramente trágico pero una señal de alerta que demanda la renovación en aquel movimiento. ¿Oirán la diana los líderes de ese partido? O, por el contrario, como en 1980, ¿condecorarán a los generales responsables de la derrota? Están en su derecho de hacer cuanto les plazca. No obstante aquello, hay que decir que lo único que quedaba como aparente partido político era el Apra. A tenor de la voz del pueblo ayer domingo, esta circunstancia no tiene hoy confirmación concreta.

La otra agrupación cuasi barrida, salvo el sillón municipal de Arequipa, es la dirigida por Ollanta Humala. Todo indica que su inmenso capital de siete millones de electores se ha dispersado, difuminado o desaparecido. Acaso convenga recordar el dicho a estas personas: cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojo. Su precariedad es evidente como incontestable.

Si el Perú actual no pasa por los partidos y se reputa a estos como pilares básicos de la democracia, hay derecho sólido a preguntarse si aquella democracia es de verdad o es una caricatura anémica que no abarca al conjunto de la población nacional. La dirección electoral ha discurrido por colectivos locales o circunscritos, lo que confirmaría que las vertientes nacionales perdieron todo atractivo y fuerza y que el poblador prefiere mirar alrededor suyo, prescindiendo de cualquier campana partidaria.

No debía alegrar la circunstancia. Sin embargo, la realidad impone patrones que debieran trocar en aldabonazos muy urgentes. Los partidos ya no son tales, son borradores de insuficiente mensaje y palidísima capacidad de convocatoria. Los líderes han mostrado su escasa trabazón con las bases, no son pocos los casos en que los candidatos eran impugnados bajo los gritos de fraude. El divorcio político entre los partidos y sus militantes revela una enorme fractura social que demanda cura o solución de horizonte, desde dentro y desde abajo.

¿Y de quién o quiénes es la responsabilidad? ¡De todos! Nadie puede evadir el gran tema de disolución nacional que aqueja al país. Pretender ignorar el asunto contribuye a su ahondamiento. Reducir todo al clientelismo que pasa por paliativos, tampoco es una solución sino una parada con duración limitada. Buscar la promoción de nuevos liderazgos, construir hornadas de dirigentes morales y limpios, acaso perfile caminos que hoy por hoy no abundan en la voránige nacional.

Ciertamente, todos tienen que entender el mensaje del electorado. De allí debe partirse en este nuevo ciclo de la política peruana.

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!

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