Valle de Mexicali, B.C. Las mujeres kiliwa jamás volverán a parir un indígena. En silencio y con su dolor de kiliwa han firmado un pacto de muerte para cancelar, en definitiva, el sufrimiento que se hereda a través de la lengua, del color de la piel, del vestido, de la tradición, de la cultura.

De este pueblo aún sobreviven 54 personas, la mayoría expulsadas de la tierra donde descansan sus ancestros y a la cual ruegan volver, sin que hasta ahora las autoridades federales se preocupen siquiera por atender la solicitud: única garantía de supervivencia.

Los kiliwas van muriendo en silencio: su desaparición se oculta en la ley que, se supone, los “protege”; en el programa que “garantiza su desarrollo”, y en el proyecto que “beneficia a sus comunidades”.

Y es que el objetivo real del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares, de la Ley Indígena, del proyecto presidencial Mar de Cortés -antes Escalera Náutica- la conservación del medio ambiente, o como quiera que se nombre el despojo institucionalizado, es el exterminio de todos los pueblos originarios de México y el apropiamiento ilegítimo de su territorio y sus recursos naturales, seguramente ofertados a inversionistas estadunidenses.

Esa sentencia de muerte se hizo acuerdo común de las ocho familias kiliwa, cansadas de malvivir, como de por sí apenas existen los indígenas en este país.

“Sí, es cierto. Hemos tomado decisiones muy fuertes”, confirma Elías Espinosa, padre de la que quizá sea la última niña kiliwa. “Es que uno se cansa de estar luchando aquí y allá, de que nadie nos escuche y a nadie le importemos. Ya no tenemos suficientes recursos (económicos) para luchar por nuestra gente”, dice el hombre.

Sobre los motivos que los llevan a pactar su muerte, Elías dice: “no tengo palabras para explicar esta desesperación. Las decisiones se toman porque nadie nos escucha y porque, por culpa de los blancos, nos estamos enfrentando entre nosotros mismos”.

El indígena explica que la kiliwa es una de las comunidades más antiguas de Baja California, estado gobernado por el panista Eugenio Elorduy, donde hasta hace no mucho tiempo se desconocía a los pueblos indígenas originarios como habitantes de la entidad.

De los 54 kiliwas, sólo cinco hablan su lengua. “Hemos tratado de sacar las cosas adelante, de rescatar la lengua y la cultura, pero en la comunidad no existen fuentes de trabajo suficientes y tampoco hay servicios básicos que debemos de tener como seres humanos. Entonces, qué es lo que pasa con nosotros, que yo, como padre de familia, tengo que buscarle escuela a mis hijos para que estudien, y desde ahí empieza todo: en lugar de estar al pendiente de nuestros hijos y de la cultura, de la lengua y las tradiciones, estamos peleando en contra del gobierno para que nos ayude a tener una escuela, un dispensario médico. No es justo para nosotros, somos indígenas y somos seres humanos”, dice.

La comunidad kiliwa se asienta en el valle de la Trinidad, localizado entre las sierras de San Miguel, San Pedro Mártir y el desierto de San Felipe, en el municipio de Ensenada, a 25 kilómetros del poblado más cercano. Se integra por ocho familias, de las cuales la persona más grande supera los 90 años y la única niña, hija de Elías Espinosa, tiene cinco.

De acuerdo con el indígena, quien recién hizo un árbol genealógico de y para los kiliwas, este pueblo -que sobrevive del corte de palmilla, recurso natural muy codiciado por grandes empresas- tiene parentesco con los pai-pai y con los kumiai.

Tras conocer esta tragedia humana en una reunión privada con indígenas cucapás y kiliwas, ocurrida en el pueblo de El Mayor, Mexicali, el subcomandante insurgente Marcos -del Ejército Zapatista de Liberación Nacional- resume la problemática: “a menos de una hora de aquí, hay una comunidad indígena que va a ser aniquilada en poco tiempo.

“Son los únicos que quedan en el mundo. De esos 54, cinco hablan kiliwa, los demás ya no. Y según esto, el pacto de muerte es que las mujeres acordaron no parir más kiliwas. Y que el pueblo desaparezca con el último kiliwa que hay ahorita.”

Añade “que tomaron esa decisión porque es su forma de protestar contra los despojos de tierra que está haciendo ese gobernador. […] Nosotros hacemos trabajo en comunidades indígenas zapatistas en la otra esquina. Y yo en lo particular sé que cuando un pueblo indio dice que va a hacer algo, lo va a hacer. Y si el pueblo kiliwa decidió ese pacto de muerte, lo va a hacer”.

El delegado Zero pregunta a los adherentes de La Otra Campaña en Mexicali: “¿saben desde cuándo viven ahí? Hace nueve mil años”. Pero hace nueve mil años no había capitalismo que los despojara de sus tierras y recursos naturales, de su tradición.

Sin condiciones que mejoren su vida, esta tribu visitará dentro de no mucho tiempo a su deidad principal, Meltí Ipa Jalá o dios coyote -gente luna-, padre de todas las cosas y al mismo tiempo personificación de la muerte: según la cultura kiliwa, Meltí Ipa Jalá habita en “la casa de la muerte”.

La impotencia de atestiguar y narrar la extinción de su pueblo desencaja el duro rostro de Elías, un hombre alto, moreno y con mirada severa, que de cuando en cuando parece llenarse de lágrimas que no alcanzan a escapar. “No sé qué es lo que va a pasar con mi tribu”, resume.

Cucapás, sin permiso para vivir

El exterminio no se reduce a la decisión del pueblo kiliwa, se extiende sobre todas las tribus de México, e incluso alcanza a las de Estados Unidos. Cucapás, kumiais, yoremes, pai-pai, tohono o’odham (pápagos), navajos, cherokees, seris, todas enfrentan el peligro de perecer.

En el Valle de Mexicali, Baja California, al igual que en la nación Comca ´ac, Sonora, los indígenas son atacados a través de disposiciones ambientales que buscan “preservar especies endémicas”.

Según las autoridades ambientales, el pueblo cucapá -pesquero por tradición y subsistencia- es menos importante que la curvina golfina, a pesar de que esta especie no es considerada como endémica, rara, amenazada o en peligro de extinción.

Y es que el 10 de junio de 1993 la región conocida como Alto Golfo de California y delta del río Colorado, donde pescan los cucapá, fue decretada área natural protegida con el carácter de reserva de la biosfera. Desde entonces, la Marina y la Armada de México acosan y prohíben pescar a los indígenas.

Inés, cucapá que sobrevive del mar, explica: “la pesca es nuestro modo de vida, nuestra única fuente de trabajo. No tenemos terrenos, porque el gobierno nos dotó 143 mil hectáreas pero de pura piedra, no se puede cultivar”.

Detalla que la temporada de pesca comprende los últimos días de febrero, marzo, abril y mayo. “De esta pesca sacamos dinero para pasar todo el resto del año. Pescamos la curvina golfina, que dicen que es una especie endémica, pero no está en peligro porque no está en la carpeta nacional pesquera que determina las especies en peligro de extinción. Además, la curvina se protege sola porque viene nada más por temporadas y se va, y no la volvemos a pescar hasta el siguiente año. Nosotros no pescamos crías”.

Inés señala que los marinos no persiguen ni limitan la pesca de las grandes y poderosas cooperativas, a pesar de que el impacto de su producción es mucho mayor. “En la comunidad cucapá somos 32 permisionarios que legalmente podemos pescar, pero de esas autorizaciones se mantiene toda la comunidad, que es de unas 70 familias: uno tiene el permiso, otro tiene la panguita, otro tiene el motor, otros limpian los pescados. Todos vivimos de eso”.

Si las autoridades cancelaran definitivamente los permisos, como acostumbran amenazar a los cucapás, “nos vamos a tener que ir de aquí, quizá a Estados Unidos. Eso sería la destrucción de la familia. Para nosotros la pesca es nuestra vida, pero al gobierno no le importa”.

En la comunidad El Mayor, el subcomandante Marcos anuncia la instalación de un campamento zapatista durante la próxima temporada de pesca, que buscará resistir el embate de las autoridades. Y es que, dice, los cucapás “son unos criminales porque están haciendo lo que van haciendo desde hace nueve mil años, que es pescar. Y resulta que ellos salen en sus pangas, a pescar, y sólo pueden pescar una especie. Todas las demás especies no. Si les encuentran una especie, compañera, los acorazados de la armada nacional y las lanchas torpederas, los embisten para hundirlos, si no se detienen. Y si se detienen, les quitan la panga y el producto”.

Por esta razón, puntualiza, “decidimos mandar un mensaje urgente a los mexicanos y chicanos al norte del río Grande para venir y maximizar el número de personas aquí, crear un espacio seguro, y proteger a las comunidades cucapá y kiliwa durante la temporada de pesca”, dice el delegado Zero.

Publicado: Noviembre 2a quincena de 2006 | Año 5 | No. 68