Lo primero que hice fue cancelar la reserva de avión y el plan de playa, brisa y mar para las vacaciones que se avecinan. Esta vez el cambio de planes no tenía que ver con la sequía producto del fenómeno del niño, pronosticada por el Ideam y los anuncios apocalípticos de escasez de agua y hasta de apagón eléctrico.

Por coincidencia como suelen llegar las grandes revelaciones, llegó a mis manos el fallo completo del jurado, conformado por iraníes, italianos e ingleses, de la Décima versión de la Bienal de Arquitectura de Venecia y que significó el premio León de Oro para Bogotá entre dieciséis ciudades del planeta.

Leerlo es adentrarse en una ciudad fabulosa de la cual tenemos alguna idea sus habitantes, pero que desconocemos todos los colombianos en su magnitud.

Dice el fallo que, según el jurado, Bogotá enfrentó en los últimos 10 años problemas como “la integración social, la instrucción, la construcción de habitaciones, el espacio público, en particular la innovación en el sector del transporte, donde se aplicó el principio de Mies Van Der Rohe, según el cual ’menos es más’, es decir, menos automóviles, más espacio público y recursos para los ciudadanos”.

¡Habráse visto! Y nosotros creyendo en esas informaciones tendenciosa y amañadas de ‘Bogotá cómo Vamos’, la prensa, la televisión y de los observatorios urbanos que decían, que insisten con desfachatez en su informes, que el parque automotor se ha multiplicado, que por culpa del pico y placa la venta de automóviles se ha duplicado, que la ciudad es un eterno trancón y que no hay cómo moverse.

Añade el fallo, firmado -para que no quede duda de su integridad- por el escritor Richard Sennett, que Bogotá ofrece ’una solución ejemplar a los problemas de viabilidad con calles estéticamente agradables y realizables desde el punto de vista económico, además de favorecer la integración social’.

Nosotros, los muy subdesarrollados, creíamos en cambio que los huecos, cataratas y abismos de las calles capitalinas afeaban el aspecto y nos afectaban los riñones. Ahora se entiende que a 5 kilómetros es más audible el madrazo y la consecuente integración a puñetazo limpio, que si estuviéramos en una speedway, viejo truco de los sueños urbanos del primer mundo.

Cierra el veredicto luego de interminables halagos (propios de los premios, pero más que justos en este caso), diciendo que el premio fue otorgado a la ciudad más inteligente, que mira el futuro seriamente. Y no dice, una de las más, sino como repetiría una protagonista de novela, “La más” inteligente… Habrá que volverse a matricular en la nocturna.

Lo que yo entiendo es cómo ese fallo no lo han convertido en himno y luego en guía turística. Yo, a diferencia de los honorables concejales Lariza Pizano, Gilma Jiménez y Jairo Rodríguez (inconformes con los materiales enviados), ardo, como dice la novena de aguinaldos, en ardientes deseos por conocer la propuesta audiovisual que llevó Bogotá a Venecia, la otra ciudad inundada. Quizás esa producción pueda aumentar el número de premios, quince en total, que ha obtenido la ciudad en los últimos siete años.

De la mano de los míos seguiré sus rutas y me echaré a conocer esa ciudad fabulosa antes que la Unesco la declare como una de las siete maravillas modernas del mundo, y se llene de carros, de buses viejos, de bolardos, de indigentes diseminados, de cementos y ladrillos, de desplazados y mendigos multiplicados, de buses articulados repletos, insuficientes y desprogramados, de taxistas abusivos, de barrios anegados, de hampones y atracadores, de concejales ineptos, y entonces ya uno no va a poder ni siquiera caminarla. Mejor que el cine, mejor que la ciencia ficción. Las vacaciones que me esperan…