El emérito fundador del movimiento colombiano de Derechos Humanos escribió en su columna de El Espectador, al criticar el tratado de extradición negociado enla administración Turbay, que dicho instrumento sería utilizado contra los sindicados de delitos políticos. La premonición fue muy anterior a la oleada terrorista de los narcotraficantes “extraditables”. Ya en su curul de constituyente reafirmó su rechazo a la extradición de colombianos por atentatoria contra la soberanía jurídica de sus compatriotas y la dignidad de los jueces.

Estamos en otros tiempos, quizás más turbulentos que los de Turbay y Betancur. El drama se representa en dos escenarios, abiertos a los espectadores de todo el mundo.

En la Corte de Apelaciones del Distrito de Columbia, en Washington, Ricardo Palmera espera el veredicto como presunto secuestrador de tres norteamericanos. Y sigue en capilla para otro juicio por narcotráfico. Lo acusan de haber exportado cinco kilogramos de cocaína.

En Colombia, en compañía de 64 comandantes de las Autodefensas Unidas de Colombia, espera Rodrigo Tovar Pupo (Jorge 40) ser llamado a cumplir la obligación de confesar todos sus crímenes para beneficiarse de la rebaja de penas contenida en la ley de Justicia y Paz.

Solicitado en extradición, depende de la discrecionalidad del jefe del Estado si lo remite o no ante la justicia norteamericana. Discrecionalidad que no utilizó para salvaguardar la prohibición de extraditar a los sindicados por delitos políticos.

Palmera y Tovar tienen afinidades. Ambos son vallenatos y miembros de la misma clase social. Terratenientes y entroncados con quienes han dominado la política y la administración regionales.

Palmera participó en el movimiento de Luis Carlos Galán y luego se vinculó a la Unión Patriótica, movimiento conformado por la guerrilla fariana en tregua, con amplia participación de partidos de izquierda, grupos politicos, sindicatos y otras organizaciones sociales. Los enemigos agazapados de la paz obligaron a su familia a abandonar el país y él, que ya tenía conocimiento de la doctrina marxista-leninista, se refugió en un campamento, participó como profesor de economía en los programas de educación de los guerrilleros y, finalmente, entró a las filas de la insurrección.

Pupo prefirió hacer parte de los enemigos agazapados de la paz y defender la sacratísima y reverendísima propiedad privada, amenazada por campesinos paupérrimos y rebeldes con causa o sin ella, que podían caer en garras de intelectualitos comunistoides, como ese gerente de la Caja Agraria, Ricardo Palmera.

Palmera fue negociador en San Vicente del Caguán por méritos, por lealtad con sus principios y a su organización político-militar y por conocimientos. Domina el inglés porque se especializó en la Universidad de Harvard, la misma que formó profesionalmente a John Reed, el insuperable cronista de la Revolución Mexicana y de la insurrección de Octubre, en Rusia.

Palmera habló ante un jurado alelado que no pudo entender por qué se acusaba de terrorista al miembro de un ejército rebelde que habia derribado un avión militar y capturado a los ocupantes sobrevivientes, tres norteamericanos, en misión de inteligencia contra las FARC. Y, para colmo, no había tomado parte en la operación.

Pupo tiene en vilo a la clase dirigente regional. Esta teme que revele los nexos con las redes de corrupción, narcotráfico, escuadrones de la muerte, desplazamiento forzado para apoderarse de la tierra, asesinatos de docentes, jueces, abogados, sindicalistas, líderes de oposición, delitos contra el sufragio. Esto no tiene nada que ver con el altruismo que caracteriza el delito político de quienes se alzan en armas contra un Estado considerado arbitrario e injusto.

Dos personajes vallenatos. Dos posiciones antagónicas. Un desenlace de suspenso, como el de La Gota Fría.