–No, señora, por allá no arrima nadie con tres dedos de frente –era la respuesta contundente del inspector del pueblo, ojos de rata.

–Pero, señor, sé dónde está el cadáver. Casi está desenterrado y esos hombres en fiesta de pueblo. Por ello pueden permitirnos que lo desenterremos –imploró por última vez con estridencia.

Cualquier día su hijo, el menor, que retornaba quién sabe por qué de otras tierras, decidió visitarla regularmente en su casa, en ese pueblo de cruces y calaveras, cosa que su madre no vio con buenos ojos.

–Mijo, no es buena idea, usted sabe que en este pueblo sus viejas arengas son conocidas por estos liberticidas. –Sí, madre, pero ahora sólo me dedicaré al trabajo comunal en la vereda Altamira, nada que ver con política –le replicó su obstinado y preferido hijo.

Estudió más que sus hermanos y ello le dio conocimientos básicos sobre la historia del país, y para aceptar, estudiar y reírse de los chismes cotidianos. El ejercicio del chismorreo se práctica con devoción en el país del Corazón de Jesús como parte consustancial de la cultura.

Uno de sus cuentos llegó a oídos de los nuevos inquisidores, que no se irían así no más. Así se encontró Juan Carlos con esa historieta vana y terrible al regresar a su final. Se le había visto casi como guerrillero en su juventud, al oponerse con energía a la expropiación de una casa de inquilinato que buscaba el coadjutor del pueblo. Los textos de agitación de esa causa perdida, elaborados en casa de su madre viuda en contra de ella, se conocieron por las reuniones de vecinos que impulsó para impedir que la propiedad fuera usurpada por ese truhán de sotana.

El pulpitazo se lo ganó, y la llamada a la gente que indignada había respondido a su solicitud se diluyó tras la amenaza de condena obispal que impidió una resistencia colectiva, terminando el semihotel de pobres en manos del cura, ahora en la paz del camposanto, para desazón de los agraviados inquilinos. La fama y los epítetos ganados gratuitamente tras la calumnia eclesiástica se quedaron por siempre en ese torvo y arremolinado aire del imaginario colectivo.

Juan pasó a ser parte de la lista negra del obispo y la jauría de los curas y monjas que lo vituperaban, llamándolo hijo de Satanás, guerrillero endemoniado. Salió de su pueblo luego de terminar la secundaria e iniciar Comunicación social en la Universidad de Antioquia, donde logró la distinción Summa Cum Laude por su vida académica y su tesis final. Le ofrecieron quedarse en Medellín, y efectivamente decidió trabajar en un diario de pensamiento liberal.

Pero su trabajo en la ciudad no le gustaba lo suficiente; en cambio, le llamaba la atención el periodismo investigativo, y desde su fría oficina no podía desarrollar una debida práctica. De todos modos, alcanzó a escribir ensayos que a veces pusieron a pensar al villorrio, como cuando lanzó la consigna “Impidamos que nuestra conciencia avale el oscuro devenir de los tiempos”, un llamado a rechazar la aceptación desde el conocimiento de nuevas filosofías sacadas de los cabellos del dogma económico e ideológico reinante y que difundían el credo desde la Universidad privada y el ámbito oficial, cosa que para él era signo definitivo de la hecatombe por venir desde el darvinismo social. Casi con un prolegómeno, se abalanzó lanza en ristre contra tan cruel espectáculo de racismo y separación de clases en la sociedad. Otro sino que lo marcó para su mal.

Sus ensayos eran de tal contundencia que se hizo incómodo periodista para el consejo editorial. Su salida alcanzó eco en otras universidades y ejerció el derecho a difundir sus alocadas ideas sin conservar su puesto de catedrático más que unos meses. Ese no fue su punto de quiebre; por el contrario, con amigos de otra ciudad emprendió otros caminos al verse sus ideas en un medio de difusión más amplio, tras años de dura disposición para que así fuera. Su nombre, su estilo, su hambre de ideas y sus crónicas y ensayos fueron conocidos por amigos y enemigos, gentes cercanas y olfateaderos oficiales.

No dejó títere con cabeza: izquierda, derecha, lo susceptible de crítica y estudio. Entró a esas cotidianidades y con el sanctasanctórum de su capacidad para estudiar y escribir lanzó hipótesis molestas para los eternos mimados, los dilectos dueños de los comunicadores y dogmáticos de todo color y estilo. Pero fracasó al perder más de un patrocinio y no poder sostenerse.

La carta escrita por una señora Jiménez le llegó al coronel Augusto Foronda, del CTI, de la Fiscalía. Entre un berenjenal de quejas, decía que ella sabía dónde reposaba su hijo asesinado por “personajes que usaban prendas militares que ella avistaba a diario en su región”, y que llevaba años esperando el promontorio de huesos para darle cristiana sepultura.

En su país empezaba un proceso de paz con fuerzas claroscuras, y el coronel veía posible satisfacer a la señora de la carta. Telefoneó al hombre de los ojos de rata del nordeste antioqueño y le preguntó por qué no escuchaba sus ruegos.

–No es fácil, usted lo sabe. Por aquí no se puede andar como en Bogotá; y no tengo escolta. Es difícil hablar de tú a tú con el comandante Castaño –decía. No sólo sus ojos eran de rata; también su voz, estentórea y chillona.

Sí. El coronel sabía de las trabas burocráticas para hablar con Castaño, más que con el Presidente. Para llegar al sitio de encuentro con aquél, había que franquear retenes militares y otros obstáculos; no era fácil desenterrar los restos de ese muchacho, semisepultado en el monte hacía unos tres años.

No obstante los ruegos de su madre, Juan Carlos quería volver a su pueblo. Esas fuerzas de ocupación y los militares habían decidido que los nativos debían ir a la tumba, y las masacres eran pan de cada día durante su ausencia. Las mejores tierras pasaron a los hombres de gafas oscuras y carros vistosos. El resto, el ripio, se les dio precariamente a muchas familias que agradecían haber dejado con vida.

Juan Carlos sabía lo que sucedía en su terruño, pero terco como la mejor mula de su finado padre retornó y se albergó en un hotel del pueblo para ir luego a verse con los altamiranos, gente que él admiraba por su trabajo comunal, por su producción y comercio cooperativos: era el recuerdo que traía desde su niñez. Y acordó con ellos la labor que emprendería.

Sus razones fueron suficientes para hacer malabares con la realidad: la violencia no había tocado la vereda, como si exorcizara todo mal y peligro. Le animó que el gobernador de Antioquia hubiera estado allí un mes atrás, cuando acogió ese proyecto comunal por el “original contexto que recreaba en su actividad agraria”.

Al decidir que sorprendería a su madre, tenía todo claro: afianzaría la cooperativa, impulsando desde un pequeño medio alternativo la nueva filosofía y el mercadeo de sus productos en Medellín, con apoyo en gente de negocios conocida. Visitaría a su madre cada semana y se dedicaría al proyecto. Ella insistía en que se marchara, pues las cosas no eran como él pensaba; todo se movía ahora con aparente lenidad pero el trasfondo real era pútrido. Él no escuchaba sino sus propias ideas.

Inició su trabajo con devoción y entrega, explicándoles a sus mejores amigos qué hacía ahora, tan alejado de las ciudades. Acariciaba viejos sueños; al joven díscolo le hervía la sangre. Olvidó las recomendaciones de su madre y algunos amigos, incluyendo al funcionario ojosderrata que una vez encontró en la esquina de su casa materna.

Cuando la vieja versión de guerrillero en cierne llegó a oídos del burócrata mayor de la guerra, la tomó como último argumento para la felonía. Lo vieron pasar en una moto de gran cilindraje, tranquilo y sonriente como si no fuera con él, seguro de que vería el plácido rostro del jefe paramilitar de la región. Si le pedían que hablara de sus planes, había elaborado un método para exponer en detalles lo que haría en pro de los campesinos asociados, antes que cortésmente la tripulación de otras dos motos le sugiriera montarse en el sillín de una de ellas.

En el Día del Amor y la Amistad, su madre fue sorprendida con la noticia de la exhumación del cadáver de su hijo, y esto se convirtió para ella en el mejor regalo tras años de haber suspirado por sus huesos y no haber tenido paz en su alma.