por Fabio Parra Beltrán*; fabio_parbelt@hotmail.com

Las guerras en el primer mundo han concebido grandes transformaciones y avances sociales, culturales y tecnológicos, permitiendo el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes del planeta que tienen acceso a ellos; no ocurre lo propio con las reyertas civiles del tercer mundo, batalladas entre cafres parias, eficaces para originar la involución del conglomerado social, revelada en la pérdida de valores, como ha ocurrido en los últimos sesenta años en Colombia.

La permisividad del Estado o la ausencia del mismo y la falta de políticas acertadas y perdurables, han sido caldo de cultivo para alimentar el discurso de los excluidos que con facilidad logran atraer adeptos para hacerle frente a las necesidades y buscar lo que el gobierno debiera ofrecer, fuera de la institucionalidad. Esos han sido los móviles argumentados pero, otra la verdadera avidez que ha desorientado a los líderes de la insurgencia a colaborar en la destrucción del país, tal como veremos a continuación.

Los historiadores afirman que nuestra cualidad violenta es hereditaria, genéticamente más desarrollada en la generación de jóvenes que a mediados del siglo pasado crearon las guerrillas.

Los primeros líderes guerrilleros eran campesinos de notable pobreza intelectual, que para suplir sus falencias académicas acudieron al reclutamiento de estudiantes universitarios, quienes se especializaron en el arte de llegar al poder a través de la guerra. Infortunadamente el dinero cambió sus ideales y hoy se dedican al enriquecimiento ilícito, manipulando para tal propósito a las comunidades más necesitadas.

En los años 70’s apareció el narcotráfico y sus más importantes capos fueron hombres urbanos que lograron su pedestal estructurando poderosos ejércitos que custodiaban el negocio y eliminaban a los competidores. Al contrario de los guerrilleros, vivían en ostentosas mansiones en las ciudades, hermosas mujeres los complacían, eran propietarios de los bienes más lujosos del país e importantes empresas, al punto que Pablo Escobar, jefe del Cartel de Medellín, fue parlamentario y llegó a ser considerado uno de los hombres más ricos del mundo. Se asociaron con dirigentes politiqueros y constituyeron un macabro binomio que manejaba la economía y la política de la nación; patrocinaban e imponían alcaldes, gobernadores, congresistas y presidentes.

A principio de los 90’s, con el final de la era del terror generada por los carteles de la droga, la guerrilla estaba convertida en empresa de seguridad de cultivos ilícitos, dedicada a destruir pequeñas poblaciones, asesinando y secuestrando ganaderos para financiarse, revelando las debilidades de la fuerza pública para contenerlos. Entonces nacieron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), grupos armados producto de la malformación genética de las Convivir que en principio fueron legales, patrocinados por los ganaderos y narcotraficantes, entre otros, dispuestos a cualquier sacrificio por mantener la seguridad en sus tierras. Sus macabras prácticas ejecutando campesinos sumariamente, generan desplazamientos de la población rural, para apropiarse de sus fincas con fines ilícitos.

Desarticulados los carteles de Cali y de Medellín, nuevos capos surgieron, acomodados en la guerrilla y el paramilitarismo para apadrinarse y contar con tropas que protegen los cultivos ilícitos. Muchos de ellos, los que se asociaron con las AUC, hoy gozan del trato preferente del gobierno y participan en el proceso de paz con ésta organización, mimetizados como cabecillas de la misma. ¿Cuánto le vale a un narcotraficante la franquicia para enmarcarse de paramilitar o guerrillero? Sólo ellos lo saben. Lo cierto es que la consecuencia que se vislumbra es la legalización del narcotráfico en Colombia, por cuenta de pertenecer a una de las sociedades terroristas del país, aprovechando la debilidad de las leyes que reglan la desmovilización de los narcoterroristas.

Hoy el poder que se desea es el del narcotráfico, no importa lo que haya que hacer para conseguirlo. Ante tan clara realidad el gobierno no puede abrir la puerta al horrible pasado que vivimos con los carteles de la droga. El discurso social que acompañó a los primeros insurgentes quedó en el olvido; ya no es aceptable afirmar que atentan contra el régimen constitucional; el nombre de unos y otros es narcoguerrilleros y narcoparamiliatares, sin entrar a confundirlos con los delincuentes políticos que unos y otros asesinaron.

*Periodista colombiano