¿Por qué provoca adhesión un ex dictador que cometió monstruosos crímenes e inauguró en América Latina una política de eliminación sistemática de opositores que convirtió a los militares en vulgares asesinos? Pinochet estableció una “línea de montaje” similar a la de Henry Ford para destruir a la dirigencia popular utilizando esbirros, interrogadores, médicos y hasta periodistas…

Los interrogadores-recepcionistas entregaban los detenidos a los torturadores, quienes a veces los trasladaban a médicos que recomendaban o no más torturas. No estaban allí para cuidar la salud de quienes la prensa mostraba como “terroristas”, igual que en Guantánamo. El ciclo se repetía una y otra vez, como un trámite público, en un país burocratizado eficazmente por la clase propietaria desde el siglo 19.

Estrujados y convertidos en guiñapos humanos –no sólo para sacarles “información comprometedora” sino para destruirlos como seres humanos– los presos pasaban a los campos de exterminio, como Villa Grimaldi, o de concentración de prisioneros, como Chacabuco, para una suerte de solución final.

Los “trabajadores” del sistema Pinochet eran empleados del Estado y hoy muchos están jubilados en el sistema público financiado por “todos los chilenos”. Hicieron desaparecer o asesinaron a más de tres mil personas y torturaron a 30.000 mil hombres y mujeres, cuyos hijos, nietos y bisnietos participan hoy en las celebraciones de la muerte de su jefe, junto a otros jóvenes que conocen algo de esta historia todavía oculta por los medios de comunicación, la enseñanza de la historia y la literatura.

¿Cuál fue «la modernización»?

La política de exterminio de disidentes de izquierda sembró el miedo en la sociedad y destruyó a la elite sindical y política que pudo adversar la implantación posterior del modelo neoconservador de mano de obra barata propugnado por la Comisión Trilateral (EEUU, Europa y Japón), o sea, el “legado de la modernización de Chile” que alaban hoy los grupos económicos, la derecha política, los empresarios que se apoderaron de las empresas del Estado, los nuevos ricos, los antiguos mandos militares y hasta el lumpen que hace cola para ver el cadáver.

Para esta gente, Pinochet “modernizó Chile”, logró el éxito en la economía que beneficia a los grandes grupos propietarios, “nos salvó del comunismo”, “evitó una segunda Cuba”, etc. Hasta el responso del Cardenal Francisco J. Errázuriz agradeció a Dios “las cualidades que le dio y todo el bien que hizo a nuestra patria y a su propia institución”, todo esto “cuando” sintió el deber de asumir el mando supremo de la nación”. El “peligro comunista” de ayer es el “terrorismo” de hoy.

Aunque la muerte inesperada desató un carnaval en Santiago y en otras ciudades, a la vista del cadáver otra parte de la sociedad comenzó a recordar “su obra de gobierno”, incluida la derecha política que lo abandonó al comprobar que su imagen más bien quitaba votos. Hay malestar porque “la pequeñez” de Michelle Bachelet no quiso honras fúnebres de jefe de Estado, sino apenas un funeral privado del Ejército, que todavía es un factor de poder.

Mientras miles de pinochetistas peregrinaban por la capilla ardiente de la Escuela Militar, donde se forman los oficiales del Ejército, los medios de comunicación exacerbaron la caja de resonancia para transmitir una imagen de solemnidad. Pareciera que a los periodistas que cubren las fuentes militares y pinochetistas los contagia otro “síndrome de Estocolmo”, parecido al que la prensa inventó para las víctimas de secuestro que se amigan con sus plagiarios.

Chile, «dos en uno»

Las cobertura de prensa en Chile es tan unilateral como la represión de la policía de Carabineros, que no le toca un pelo a los manifestantes pinochetista, sino que más bien los protege y les concede espacio público para desahogar una curiosa tristeza matizada con insultos y agresiones a una prensa que no consideran tan incondicional como quisieran. El martes fue agredido un equipo de la TV española. Un ciudadano hizo 7 horas de cola para escupir el féretro. Fue agredido y apresado.

No tuvo un funeral de Jefe de Estado, pero en el funeral político que le hizo el Ejército co en la Escuela Militar aparecieron los Granaderos, regimiento destinado a los honores presidenciales. El arma logró transmitir al mundo una imagen de solemnidad presidencial, no de simple ex jefe del Ejército. Los adherentes que se acercaron a la Escuela Militar fueron mostrados como pacíficos ciudadanos entristecidos, aunque una mujer destruyó con un bate la sala de ventas de un edificio contiguo en construcción cuyos obreros silbaron otra opinión sobre el muerto, ante la presencia impasible de los carabineros. La TV muestra a los manifestantes anti Pinochet como vándalos y los llama directamente “delincuentes”. La noche del lunes apresaron en las inmediaciones de La Moneda a Lorena Pizarro, presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD) y al abogado de derechos humanos Federico Aguirre, entre otras personalidades.

Los pinochetistas que expresan “dolor” tienen puestos de la Cruz Roja para quienes se desmayan por el calor o les sube la presión. También distribuyen abundante provisión de agua en botellas, mientras los carabineros los cuidan. Los manifestantes que celebran también tienen carabineros y agua, pero de los carros antimotines que lanzan gases y chorros del líquido a alta presión cerca de La Moneda. Los dirigentes “anti-pinochetistas” formales, representados en el Parlamento, brillan por su ausencia en los actos y en las calles, quizás con algunas excepciones que no se ven en la TV. La iniciativa la tomaron las organizaciones de DDHH.

Resulta curiosa la gran cobertura panegírica hacia el difunto de la prensa local, en contraste con la escasa profundidad y ausencia de análisis de los noveles periodistas que pasan horas al sol exaltando el cariño y el dolor de los deudos del tirano. La prensa chilena se enorgullece de la gran cobertura mundial que tuvo una muerte que apagó los conflictos de Iraq, Palestina, El Líbano y otras latitudes.

La excepción sigue siendo La Nación, que el martes tituló en primera página “Y no se hizo justicia” porque el poder judicial nunca emitió una sentencia. Unos pocos titulares de grandes diarios de Madrid, Paris, Nueva York, Londres y Washington aclararon que murió sin pagar sus cuentas pendientes. Los tribunales alargaron los procesos judiciales, lo trataron con guante blanco, a lo sumo impusieron el arresto domiciliario por algunos días y jamás lo condenaron por sus numerosas violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad.

División del país

La explicación de la división de la sociedad chilena tiene vieja data. Cuando Salvador Allende fue elegido Presidente en 1970, el país estaba segmentado en tres tercios que emitían sus votos en las elecciones presidenciales: una izquierda –entonces genuina–, la derecha y el centro, expresado por la Democracia Cristiana (DC). No existiendo segunda vuelta o balotaje, Allende fue ungido con el 36,22% de los votos, la primera mayoría. La derecha (Jorge Alessandri) alcanzó 34% y la DC (Radomiro Tomic) el 27,81.

Allende fue apoyado por los partidos Socialista (PS), Comunista (PC) y Radical (PR), más la Izquierda Cristiana (IC) y el Movimiento de Acción Popular Unitaria (Mapu), estos dos últimos desprendidos de la DC. El grueso de la DC apoyó el golpe de Pinochet en 1973.

En la elección anterior de 1964, Allende obtuvo mejor votación porcentual, el 38,93%, pero fue derrotado por la centro derecha (el DC Eduardo Frei Montalva), con el 56,1%. La extrema derecha, o lo que hoy sería el pinochetismo más recalcitrante, prácticamente desapareció del mapa político, con el 4,99% de su candidato Julio Durán. Frei prometió “cambios”, con una “Revolución en Libertad” que incluyó la reforma agraria.

Entonces el sector industrial era poco significativo y la derecha política y económica se concentraba más bien entre los dueños de la tierra, llamados “momios” por su pensamiento hiper-retardatario en favor de sus intereses. La “modernización” cambió la estructura económica de la sociedad, industrializó la agricultura con recolectores mal pagados que no hay necesidad de importar como en EEUU, porque en Chile abunda la mano de obra barata regulada por el desempleo constante. Quizás el pensamiento retrógrado de “los dueños de Chile” se haya “sofisticado” y disfrazado con la elocuencia de la academia, pero es más retardatario que cuando “estuvieron en peligro” hace cuatro décadas.

Las presidenciales de 1958 mostraron mejor los tres tercios: la derecha (Jorge Alessandri) triunfó con el 31,6% y gobernó 6 años sin que nadie cuestionara la representatividad del tercio. Allende sacó el 28,8% y la DC (Eduardo Frei padre) 20,7%, en tanto la centro derecha de la época, el PR, que esa vez terminó gobernando con Alessandri, obtuvo 15,5% con Luis Bossay. Un sacerdote seudo izquierdista boicoteó el triunfo de Allende alcanzando el 3,3% de los sufragios (Antonio Zamorano, “el cura de Catapilco”).

Con el tiempo, y la ayuda económica de la social democracia europea durante los 17 años de dictadura, la izquierda también se “modernizó”, es decir, giró hacia la centro-derecha. El PS se fue más al centro, el oscilante PR descubrió que era social demócrata y la DC fue fortalecida por la National Endowment for Democracy (NED), la Fundación Konrad Adenauer y la democracia cristiana internacional y americana (ODCA), mientras el PC mantuvo sus banderas e incluso levantó una lucha armada medio tardía contra la dictadura.

Repaso de una división histórica

La tiranía dividió a la sociedad chilena en dos bloques esenciales, a favor y en contra del tirano, necesariamente no identificados con la vieja “lucha de clases”. En 1988, la identidad de los matices finos de la centro derecha (DC + PR + sectores PS) se perdió ante el objetivo principal de derrotar en las urnas del plebiscito a una dictadura que pretendía el voto popular para retener “legalmente” el poder por otros 10 años, hasta 1998. Pero ya en esa época había hecho el trabajo sucio de la “modernización” y ya era adversada por quienes la instalaron, o sea, la DC y los centros de poder internacional de Europa y EEUU.

El plebiscito de octubre de 1988 le dijo NO a Pinochet, que NO seguiría en el poder, por lo menos formalmente. Muchos ilusos pensaron que esto sería el comienzo de “la alegría de la gente”, como rezaba el slogan de campaña, y el rescate de las reformas sociales que Allende pretendió hacer en democracia pero con el Ejército en contra y sin los porcentajes electorales que exhibe hoy Hugo Chávez en Venezuela.

Pinochet perdió la consulta popular, que emergió de una negociación de cúpulas apoyadas por Europa y EEUU, reforzada localmente con movilizaciones populares y sangre joven derramada en las calles durante protestas masivas estimuladas por medios de comunicación financiados con ayuda externa. Pinochet perdió el plebiscito con el 44% de los votos por el SI, en favor de su propuesta de “legalizar” su mandato por otros 10 años. El 53% alcanzado por el NO obligó al tirano a reformar su Constitución de 1980 para llamar a elecciones en 1989, que terminó ganando Patricio Aylwin (DC) con 55,2%, mientras dos candidatos de derecha (Hernán Büchi y Francisco J. Errázuriz) compartían el 44,8%.

En 1993, Eduardo Frei hijo remontó en las urnas a un “antipinochetismo” ya más tibio que logró un 58% del electorado, contra 30,6% acumulado por dos candidatos de derecha (Arturo Alessandri B., 24,4%; y José Piñera, hermano de Sebastián, con 6,2%). Tres candidatos de izquierda acumularon 11,4%: Max Neef, apoyado por ecologistas e independientes, con 5,5%; el cura Eugenio Pizarro, candidato del PC, con 4,7%; y el humanista-Silo Cristian Reitze, con 1,2%.

Pequeña historia de conciliábulos

La elección de Lagos en la segunda vuelta de enero de 2000, con Pinochet preso en Londres, fue por un estrecho 51,31% seguido por el 48,69% del pinochetismo encarnado por Joaquín Lavín, abanderado de la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN) agrupadas en la Alianza por Chile.

Como parte de oscuros y poco conocidos negocios cupulares internacionales, la influencia del presidente electo consiguió antes de su asunción formal el 11 de marzo que los gobernantes socialdemócratas británicos tomaran la decisión política de decretar la libertad de Pinochet por “enfermedad”, salvándolo de la extradición que ya había logrado el juez español Baltasar Garzón. Y además, “para juzgarlo en Chile”, no en el exterior. Lagos se quitó un dolor de cabeza y en Chile se multiplicaron los juicios contra Pinochet, comenzando por el que solicitó Gladys Marín. Pero nunca se hizo justicia.

Paradójicamente, hubo más pluralismo informativo y trabajo para los periodistas disidentes durante los últimos tiempos de dictadura que hoy, con dos diarios de circulación nacional (La Época y Fortín Mapocho) y una media docena de relevantes revistas (Análisis, Apsi, Cauce, Hoy, Mensaje, La Bicicleta, entre otras) que bajo la transición perdieron su financiamiento externo y fueron condenadas a morir por la clase política que tomó el control de los partidos que se hicieron del poder en la actual era post dictadura. Empero, Pinochet siguió dominando el escenario hasta mucho después de su detención en Londres, el 16 de octubre de 1998.

La campaña del plebiscito levantó al ex radical Ricardo Lagos como figura de un antipinochetismo “socialista modernizado” y tolerable para la derecha y los grupos económicos. La dictadura resultaba impresentable ante el mundo para exhibir los éxitos de un modelo económico de sociedad construido a sangre y fuego, con miles de muertos, torturados y presos y una clase trabajadora atada de manos, sin sindicatos, sin partidos populares y con su dirigencia exterminada. La dictadura chilena no cayó por una guerra externa como la de Malvinas ni por una guerra interna como en la Nicaragua de Somoza, un levantamiento urbano como en la Argentina de De La Rúa o una sublevación popular conducida por la izquierda como en la Bolivia de Sánchez de Lozada.

El fin de Pinochet fue acordado en una negociación de cúpulas locales e internacionales fertilizada con sangre joven vertida en cientos de protestas callejeras aupadas por los desaparecidos medios de comunicación que mantuvieron viva la rabia popular.

Cifras que se repiten una y otra vez

Allende tuvo que firmar un Estatuto de Garantías en que se comprometió a respetar la propiedad privada y a limitar el número de empresas del Estado en la llamada “Área Social de la Economía” para que los parlamentarios DC le dieran el pase en el Congreso, que el 4 noviembre de 1970 bien podía inclinarse por la segunda mayoría de Alessandri. Del mismo modo, la nueva clase política también se comprometió a respetar la “modernización” que hoy le celebran a Pinochet. Para sacar adelante el nuevo modelo neoliberal globalizado precozmente en los años 70 por los países desarrollados de la Comisión Trilateral, la nueva clase estimó que no hacía falta conservar a los diarios que la ayudaron a “derribar” a la dictadura en las urnas y que bastaba con los diarios del mercado, es decir, los mismos que auparon los 17 años de Pinochet.

Así desaparecieron todos esos medios impresos y cambiaron de dueño sus imprentas, excepto mensuario católico Mensaje, hoy de bajo perfil. Lagos se forjó como figura pública con los medios del supuesto adversario, el imperio duopólico de Agustín Edwards (El Mercurio y su cadena nacional de diarios y radios) y Alvaro Saieh (La Tercera, La Cuarta, Qué Pasa, un canal de TV ya vendido y varias radios).

Los guarismos del plebiscito de 1988 (53% versus 44%) fueron casi calcados por el triunfo de Michelle Bachelet en la segunda vuelta presidencial de enero 2006, con 53,5% contra 46,5% del pinochetismo encarnado esta vez por Sebastián Piñera, con la Alianza por Chile. Pero alcanzó una votación mejor que el 51,31% de Ricardo Lagos en 2000. Y claro, Chile sigue dividido No sólo entre pinochetismo y anti pinochetismo. Los grupos económicos han obtenido sus mejores ingresos históricos en estos 16 años de administración democrática del legado neoliberal del dictador.