El escenario, un país arrasado, humillado y ofendido como suelen ser los pueblos invadidos por hordas extranjeras. El ambiente, un clima de terror que deja docenas de cadáveres mutilados en cada uno de los mil trescientos ochenta y cinco días malditos que ya dura el cruel martirio. -Pero dicen que es un éxito, porque sólo hay tres mil americanos muertos.

El protagonista, un tirano que impuso con mano de hierro, paz y progreso a una nación; un monstruo que abusó de su poder y sacrificó a miles de inocentes; un ’aliado’ al que las potencias occidentales le vendieron a buen precio sofisticados instrumentos de muerte para una guerra que cegó un millón de vidas en ocho años; un "terrorista" acusado de atentar contra el mundo occidental-judeo y cristiano con “armas invisibles de destrucción masiva”.

Los directores, los amos del universo: Bush, su camarilla y la “coalición”.

El guión, la “justicia infinita”, “el eje del mal”, “la doctrina de seguridad nacional”.

La trama, un juicio ilegal llevado a cabo por un tribunal impuesto por el Pentágono y escogido de entre las presuntas víctimas del acusado: kurdos y chiíes.

El «Oscar», los pozos del Medio Oriente.

De extras, un gobierno títere, una corte espuria, unos organismos internacionales castrados, una prensa unidireccional y nosotros.

Para calentar el ambiente, los invitados especiales fueron deleitados con imágenes de los campesinos afganos hacinados en Guantánamo, de los iraquíes torturados en Abu Ghraib y de los sobrevivientes del holocausto de Fallujah.

Pero algo falla en el guión: en vez de un epílogo humillante, aparece la víctima desafiando a sus verdugos y desdeñando a la muerte.

La valentía y dignidad prevalecerán en la historia como el último gesto del ahorcado.

Las doce campanadas marcan el fin de un año más.

Las respectivas uvas se cruzan entre la esperanza y la ira.

En silencio, al borde del bochorno, me atrevo a improvisar un padrenuestro por el alma del desalmado.