En momentos en que la penumbra e ignorancia generalizada sobre nuestra historia presiden el atolondramiento nacional, conviene recordar, en palabras de Jorge Basadre, lo que significó un gobierno -que no todos han sido desastrosos- como el que lideró Ramón Castilla. Leamos.

“Más, con todas las imperfecciones, extravagancias y ocurrencias pintorescas de Castilla, su primer gobierno arroja un saldo de intensa y bienhechora actividad. Fue, como se ha visto, un régimen que se colocó por encima de los partidos, los bandos y los grupos e hizo administración más que política. Impuso el orden después de la confusión. Usufructuó así del cansancio contra las turbulencias que, en un principio, dio popularidad al ensayo de Vivanco; pero, salvo en etapas muy cortas, no basó el orden en la arbitrariedad sino en el juego aparentemente libre de las instituciones democráticas. La digna representación de la autoridad y del Estado, ausente tanto tiempo, casi desde la caída misma del sistema virreinal, salvo fugaces momentos de primavera cívica o de noche autoritaria, fue otra de las características del Perú entre 1845 y 1851, al amparo de la paz interior e internacional”.

“Especial interés reviste su actitud ante los desbordes periodísticos. Castilla fue víctima predilecta de ellos. No dejó por eso de sentirse herido y enojado. “Me llaman vicioso y jugador y ladrón del Tesoro (escribió a Pedro Cisneros el 11 de noviembre de 1848) cuando siempre perseguí a los jugadores y ladrones”. Pero su actitud fue, por lo general de paciencia. “Necesitamos ver con serenidad el desenfreno de la prensa porque es mal que no podemos evitar”, dijo también al mismo corresponsal (4 de noviembre de 1848)”.

“Para comprender lo que Castilla fue para el Perú de su tiempo, es preciso recordar que la guerra de la Independencia asoló los campos, devastó las ciudades y sangró y empobreció a las poblaciones por cuatro años; y que, casi una década después de ella, en 1835, volvió a encenderse la lucha, primero civil y luego internacional, con bolivianos y chilenos y peruanos, en dos y hasta en tres bandos, concluyendo siete años después en 1842. De 1820 a 1842 prácticamente pasó el Perú por catorce años de guerra.

Castilla llegó al poder poco después. No encontró sino escombros, cosas a medio hacer o malogradas. La Carta política estaba en suspenso desde hacía algún tiempo. Después de sucesivas promulgaciones y derogaciones de leyes y decretos, seguían vigentes en los aspectos fundamentales de la vida jurídica, social y económica, las normas coloniales. Los pleitos civiles y las causas criminales se tramitaban según el Derecho español. El ejército mantenía las ordenanzas y los reglamentos de la metrópoli. Subsistían la esclavitud, el tributo, los mayorazgos y otras taras del pasado. La Hacienda Pública se regía por un sistema anacrónico, cuando no por odiosos cupos y exacciones; no se había formulado aún el presupuesto de la República. El progreso material del siglo había demorado en introducirse con la excepción aislada de la navegación a vapor; se viajaba entre Callao y Lima con postas y diligencias, el alumbrado público y privado era con velas y lámparas, en la correspondencia no se ponía estampillas. La enseñanza conservaba la separación entre las escuelas de primeras letras, las aulas de latinidad con sus odiosos dómines y el colegio que reemplazaba a la languideciente universidad privada de local por haberlo ocupado el Congreso de la República. El Estado no había asumido sus deberes en relación con la instrucción pública. En la capital no había habido tiempo para hacer obras de ornato o de servicio social. Casi no quedaba marina. El ejército sufría las consecuencias de las guerras civiles e internacionales y el Colegio Militar estaba clausurado. Castilla gobernó cinco años y volvió a gobernar después por siete más. En esos doce años se puso el Perú de pie. Fue otro Perú, distinto del Perú pobre, inerme, vencido y mutilado que heredamos.

Cuando los manuales dan la lista de gobernantes de 1843 a 1867, año en que muere el tarapaqueño, y se leen los nombres de Vivanco, Castilla, Echenique, Castilla, San Román, Pezet y Prado, no siempre se ha dicho que en Vivanco hay dos años escasos, en Echenique tres, en San Román menos de uno, en Pezet dos y en Prado dos, o sea en todos los presidentes juntos hasta 1867, un total de tiempo menor al de Castilla solo.

No valen los años que duró y lo que hizo materialmente, sino el aire de grandeza que creó, el soplo vital que trajo, la intención de su obra. Alentó esa fe peruana en el porvenir que los mejores incas y los hombres de la Independencia habían tenido, que pareció marchitarse con el estruendo de los primeros años de anarquía y que otros después de él no supieron revivir o trasladaron al pasado, con el alma empequeñecida por la catástrofe del 79. Es así, como habló del “Perú grande” en contraste con “el Perú pequeño que algunos quieren que sea” (carta el general Pedro Cisneros, 19 de junio de 1847).”

¿Sería justo pedirle al actual gobierno que apenas cruza el umbral precario de siete meses, ese “aire de grandeza, soplo vital” que otorga con justeza Basadre a Castilla? Imposible olvidar que García Pérez está en su segunda administración que la primera entre 1985-1990, devino en fracaso estentóreo y bullanguero. Sin embargo es, a la luz de los acontecimientos cotidianos, pertinente preguntar si el “cambio responsable” es responsable de las enormes flaquezas y pusilanimidades ideológicas y doctrinarias de un gobierno que no tiene nada de partidario y sí, muy mucho, de amiguismo, compadrería y conveniencia para ciertos sectores reaccionarios, profundamente vendepatria y anticholos. ¡Como en lustro anterior!

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!

¡Sólo el talento salvará al Perú!

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