Nuestro recorrido comienza a las 3:48 a.m. al llegar a la casa de Alexander Moreno en la localidad de Fontibón. El hombre, de un poco más de 30 años, vive con su mujer y su hijo de dos años; el segundo viene en camino. Entre las calles de escaso alumbrado, se nos hizo difícil encontrar el conjunto de casas donde vive Alex. Llegamos veinte minutos tarde. Él normalmente sale de su casa a las tres y veinte de la madrugada y regresa aproximadamente a las diez dela noche. Trabaja todos los días, descansando un domingo de por medio. Las calles del barrio se encuentran totalmente desocupadas; atravesamos un lote baldío y sorteando los huecos del terreno enlodado salimos a la avenida principal.

A las 3:52 a.m., encarando el frío de la madrugada, esperamos un taxi -único medio de transporte disponible a esa hora en Bogotá- para dirigirnos al parqueadero donde Alex guarda el bus que conduce. La iluminación en ese punto de la avenida es casi nula, al igual que la presencia de otros transeúntes. “La otra vez vinieron un par de tipos en una zorra y me pegaron una atracada… se quedaron con el celular y los diez mil pesos que llevaba en el bolsillo. Nada, pues me tocó devolverme a la casa y llamar al reemplazo a que me cubriera el turno”, lamenta Alex entre la resignación y la risa.

A las 4:01 a.m. llegamos al lote, ubicado también en Fontibón, que funciona como parqueadero para varios vehículos de transporte público. “Aquí hay entre veinte y treinta buses a esta hora: hubiéramos llegado más temprano y esto estaría mucho más lleno”. Una vez dentro del bus, Alex comienza su rutina con movimientos casi mecánicos: limpia el vidrio empañado con una bayetilla, organiza los tableros de las rutas y finalmente enciende el motor. El hombre lleva dos años trabajando para la empresa Buses Rojos y seis meses manejando la misma buseta. Mientras el motor se calienta, Alex nos cuenta la historia de cómo se asignaban antiguamente los turnos de salida. “Aquí antes era por orden de llegada. Había gente que llegaba a las doce y media ó una de la mañana. Dormían dos o tres horas y arrancaban a coger el bus pa’ que no les tocara esperar horas”.

Minutos más tarde, a las 4:10 a.m., empieza el recorrido hacia el terminal, o “la playa” como le dicen los conductores. Los andenes se encuentran desolados. Los únicos vehículos que transitan por las calles son los buses desocupados que empiezan sus rutas y unas cuantas volquetas. “A esta hora no roban porque saben que uno está sin cinco. Si acaso más tardecito tendrá uno los treinta o cuarenta mil pesos pa’ la gasolina. A esta hora los ladrones están durmiendo pal’ trabajo de la tarde”.

Las calles destapadas y colmadas de huecos nos dan la bienvenida al terminal que se encuentra en el barrio Lisboa. Alex prende su primer cigarrillo del día a pocos metros de la entrada. “Aquí hay que tener cuidado con lo de la fumada. Los policías ahora andan muy pendientes pa’ ponerle un parte a uno. El otro día se montó un ejecutivo jovencito y vino todo alevoso a exigirme que apagara el cigarrillo. Yo le dije que este era mi bus y que yo tenía la puerta cerrada y que por eso no le entraba el humo a nadie. El hombre siguió molestando, que así no se montaba y que lo tenía que apagar antes de arrancar; entonces yo me parquee, me salí del bus y me terminé mi cigarrillo: pues que esperen unos minutos si tanto les molesta. Yo no me la iba a dejar montar de ese man tampoco.”

Estacionados en la calle 160 con carrera 131, mientras toma el segundo tinto dentro del bus, Alex, entre risas, nos muestra el comparendo que le pusieron hace unas semanas. “Siete millones de pesos debo de comparendos. Por eso es que no podría trabajar en Transmilenio. Allá le exigen a uno que este al día con las multas. Pero eso no es nada: tengo un compañero que debe veinticinco millones. “Así como hay perdón y olvido para guerrilleros, paramilitares e incluso para senadores ¿Por qué no hay perdón y olvido para los conductores?” opina.

En la tienda ubicada al lado del paradero y en compañía de alrededor de veinte compañeros de la empresa, Alex espera unos minutos a que empiece el sorteo para conocer su turno de salida y así empezar su primer viaje del día. Los conductores lo llaman el baloto y consiste en un sorteo donde cada uno debe sacar de una bolsa de terciopelo una pelota plástica con un número escrito. Dos hombres sentados en una pequeña mesa ubicada en la esquina de la tienda se encargan de la logística. Uno reparte los números y el otro anota en un cuaderno los turnos. Alex saca su pelota. “Por ahí a las seis y media salimos. Bueno, eso nos da tiempo para comer alguito.” El hombre pide un caldo de costilla. Esperamos. Los conductores hablan entre sí, lanzándose bromas frente de un pequeño televisor que emite una retransmisión de noticias del canal local City TV. “Vea, ese de cachucha que está ahí al frente tuvo un accidente con unos amigos la semana pasada por quedarse dormido en un taxi” comenta Alex para atenuar los minutos de espera.

Finalmente a las 6:35 a.m. iniciamos el primer recorrido del día con destino a Unicentro. En las diferentes esquinas del barrio se agrupan personas en espera de transporte. Alguno levantan la mano y dejan ver sus cinco dedos en señal de que los lleven por quinientos pesos. Alex recoge a un par de ellos. Al no tener contador no tiene que presentar un registro de cuántos pasajeros ingresan al vehículo. Él simplemente debe entregarle doscientos mil pesos al dueño del bus al finalizar la jornada. A las 6:40 a.m., el bus se llena de jóvenes colegiales, hombres vestidos informalmente, otros con traje de ejecutivo y mujeres acompañadas de niños. “Yo pienso que lo de los paraderos sería mejor”, opina Alex. “Igual le rendiría mucho más a uno” continúa “cada media cuadra lo están parando a uno. Mejor sería recoger a diez personas en un paradero. Las personas somos animales de costumbre. En Transmilenio, por ejemplo, la condición es que la gente sólo se monte en los paraderos y la gente lo hace”.

Poco después, frente al centro comercial Subazar, se baja una cantidad considerable de pasajeros, al mismo tiempo que se suben unos cuantos más. “En Suba siempre hay un choque diario. No ha habido bastantes estrellados hoy: hemos estado de buenas”, ríe sarcásticamente. El bus recorre la Avenida Suba al lado de buses de Transmilenio que transitan a menor velocidad. Alex habla mirando al micrófono mientras, con un fajo de billetes en la mano, mantiene fija la dirección del bus. En un artefacto de cuero con cuatro agujeros divide las monedas.

A las 7:26 a.m. quedan pocos pasajeros en el bus. El primer recorrido se está acabando y en la cabina el ambiente está más relajado. Alex le devuelve el dinero a una pasajera distraída “¿No quiere la plata mi amor?” se voltea y nos mira “Aquí uno es honrado hasta para robar,” se carcajea.

A las ocho de la mañana paramos en el barrio la Gaitana para ponerle gasolina al bus. En una pequeña y rudimentaria estación de gasolina, Alex invierte sus primeros treinta mil pesos en Diesel. Se baja y ayuda a echar gasolina al hombre de avanzada edad que atiende el negocio.

En el barrio la Gaitana, a las 8:15 a.m., iniciamos el segundo recorrido. Alex me pide el favor de que gire el tablero que indica la ruta. El próximo destino será el barrio Germania.

A los pocos minutos el bus se encuentra totalmente lleno. “Me parece que en la mayoría de los casos hay muy poquitos vehículos. El pico y placa ambiental está quitando mas o menos un treinta por ciento de los buses,” comenta. Adentrados en la ruta, notamos que los buses de más grandes cooperan con el de Alex dejando de lado la común práctica conocida como la “guerra del centavo.” Al respecto, nuestro amigo cometa “Los buses grandes siempre lo dejan ir adelante a uno; ellos saben que se demoran más. De todas maneras entre ellos sí se ponen a pelear”.

A medida que nos acercamos al centro de la ciudad el tráfico y la cantidad de personas en las calles disminuye, lo que hace más fácil la conversación. También deja que nuestro conductor dé paso a los primeros síntomas de somnolencia, después de casi seis horas de trabajo.

A las 8:55 a.m., en el barrio Germania, es hora de hacer una parada en el camino, girar una vez más al tablero de ruta, y así, iniciar el recorrido de vuelta al barrio Lisboa. Un controlador de la empresa Buses Rojos comprueba que de hecho hayamos cumplido con la ruta. “Don Pedro, una sonrisita a la cámara,” bromea Alex. El pequeño hombre de cachucha apenas alcanza a asomarse a la ventana del conductor y sonríe con una clara expresión de sarcasmo. “Va a cuatro minutos del cincuenta y uno”. El hombre recibe tres monedas a cambio del papel sellado que entrega, le pega un par de palmadas a la puerta del conductor y se despide.

Estamos de vuelta y ahora el tráfico es considerablemente más fluido. Aprovechamos la ocasión para hablar sobre su familia. Nos cuenta acerca del hijo de dos años que vive con él, también del hijo adolescente que tuvo a los 17 años con su primera mujer y al que no ve con tanta frecuencia; por último, habla con ilusión del que ahora espera. Charla con gracia sobre su estadía en España, donde unos familiares lo invitaron a probar mejor futuro. “Me cogieron con los tragos encima y sin papeles. Después de un mes de estar por allá me deportaron. Yo sí prefiero las cosas por acá”.

Cercanos a las 10:00 a.m. llegamos de nuevo a “la playa” para empezar un nuevo turno. Alex confiesa “Este trabajo cansa.” Le preguntamos “¿A qué horas duerme?”, “¿A qué horas duermo? No” replica Alex “… ¡A qué horas tengo sexo! Por eso todas las esposas de los conductores tienen mozo”.