Eran los tiempos de Tosco, Walsh, Salamanca, del Negro o de Marito que le ponían nombre a la poesía siempre en clave de “venas abiertas” a lo largo de “una línea oceánica” de trazado purísimo. Habían escrito con sus vidas el advenimiento del socialismo -que latía como un corazón enamorado- apurando calles para encontrar el “paraíso que todo hombre merece al menos una vez en su vida”.

Según pasan los años nunca imaginé que la nueva utopía fuese el capitalismo. Explotadores y aventureros -de medio corazón- que eligen la muerte por simple fidelidad a un principio: que unos pocos hombres le hagan imposible la humanidad a otros.

Con los nombres de Scioli o de Filmus, devenidos en candidatos “revolucionarios del capitalismo en serio”, conocí el insomnio. Ese insomnio -escribe Fellini- del que se quejan los enfermos, los viejos y los olvidados. Horas maravillosas de la noche robadas al sueño, ese sepulturero aprovechador de claros de luna.

No me dejéis morir sin la esperanza de ser incomprendido, escribía Oscar Wilde.

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