En medio de la para-escena política colombiana se alza la voz de millones de mujeres y hombres que reclaman una nueva forma de pensar, construir y hacer política en el país. Su importante manifestación en las pasadas elecciones a la Presidencia de la república y en las elecciones internas del Polo es una imagen perfecta de la esperanza que no ha podido ser borrada ni por las balas ni por el desengaño.

Fueron miles de hombres y mujeres los que con su voto depositaron también un mandato para el Polo: renovar el país, abrir las exclusas de la justicia, romper la concentración económica, recuperar la soberanía nacional, poner en marcha una nueva política.

La confianza y el reto son inmensos. Una política de nuevo tipo significa, cuando menos, no ofrecer lo que no se puede cumplir (no engañar ni manipular), poner en práctica lo que se difunde (cumplir), abrir espacios para la participación real de todos los interesados (democracia profunda), pero también crear nuevas prácticas y estilos, es decir, romper con el clientelismo, el amiguismo, la manipulación y el engaño (transparencia, no crear dependencias).

Poner en marcha, liberar una nueva política, significa colocar en el centro de la acción y de los objetivos al ser humano, y por tanto respetarlo. Tratarlo como un igual, como un hermano, como compañero, como camarada. Nunca como una cosa, como un voto. No proceder así es persistir en las condiciones creadas por la actual sociedad para que continúe la división entre quienes dirigen y quienes obedecen; entre quienes poseen recursos y quienes viven el día a día; entre quienes manipulan y quienes son objetos de esa manipulación. En una sociedad en crisis se requieren, por supuesto, nuevos principios políticos, nuevos valores y una nueva ética. La justicia, principio irrenunciable de la ética fundante del nuevo país, no puede escamotearse en medio de cálculos pragmáticos o, lo que es peor, verdades fragmentadas que nos sorprenden en las estratagemas periodísticas de cada semana y los ya habituales titulares publicitarios, que cotidianamente las acompañan.

En momentos de campaña electoral hay que enfatizar en estos aspectos: no es aceptable que prácticas clientelistas del más viejo estilo politiquero se repitan y perpetúen en el nuevo accionar político, menos aún cuando el pueblo exige posturas claras y contundentes ante la tradición manipuladora y autoritaria del régimen imperante. No se pueden reproducir los mecanismos que generan dependencia, e impiden la soberanía popular y el surgimiento de nuevos liderazgos, tan necesarios a la hora de diseñar un nuevo país. El PDA no puede estar desentendido ante las alertas y reclamos de quienes señalan con preocupación que al interior de sus propias campañas locales y regionales se ofrecen cuotas burocráticas o dádivas de diversa índole, a cambio de la opinión favorable por uno u otro candidato o candidata, y, todavía peor, por un voto en tal o cual sentido.

Pero tampoco es aceptable el ventajismo, lo cual demanda que el partido ponga en práctica de inmediato reglas y mecanismos claros que impidan que aquellos que cuentan, por su procedencia política, familiar o empresarial, con mayores ingresos económicos o con algún nivel de lo conocido como “maquinaria política”, abusen e impidan así que el escenario natural de la nueva política, el debate franco de ideas, la construcción colectiva del programa y la disposición de la participación ciudadana para el ejercicio de un nuevo poder, tengan el espacio necesario y se consoliden como el signo diáfano de lo que el pueblo espera y sueña.

¿Quiénes más que los integrantes y simpatizantes del PDA para animar el debate público de ideas, propuestas y programas que garanticen una plena vigencia de los derechos, la expresión de las libertades y el disfrute en condiciones dignas de los bienes y servicios de una sociedad ya cansada de la injusticia, la exclusión y la ignominia? Para que esto se haga realidad, es urgente la promulgación y divulgación pública de reglas para la acción política que caractericen y diferencien la práctica cotidiana de los dirigentes y militantes de este nuevo partido, respecto a otras fuerzas políticas. Pero también es necesaria la conformación de una instancia permanente que vigile y corrija cualquier desviación.

La dirigencia del Polo debe asumir estas reflexiones como una tarea inaplazable. Desde la dignidad conferida por sus bases, debe liderar este accionar ético e histórico que, sin lugar a dudas y en la compañía decidida de los ciudadanos y las ciudadanas, la conducirá al difícil y apremiante propósito de gobernar el destino público de nuestro país.

Se debe perfilar un mecanismo propicio para viabilizar estos procedimientos, organizando de inmediato calendarios de debate y lucha ideológica, interna y externa: foros, ruedas de prensa, mesas de trabajo, asambleas, etcétera, a través de las cuales se impida que los dueños de los medios de comunicación y sus administradores sean quienes creen los picos electorales. Organizar una campaña electoral en que el marketing político sea superado por la lucha de ideas, y la población en general supervise y les haga seguimiento a los candidatos y sus diseños de ciudad, de manera que cuando sean elegidos se gobierne con el compromiso y el acompañamiento de un partido.

De proceder así, se construirá justicia y verdadera democracia en nuestras ciudades, y, asentado sobre verdaderas y sólidas bases, se hará realidad el partido que todos soñamos.

Hacia un poder real Congreso de los Pueblos

Cómo construir un poder real que trascienda el simple hecho electoral? ¿Cómo hacer para que los movimientos sociales, y la ciudadanía en general, asuman un rol directo en el diseño y concreción de sus sueños?

Interrogantes que se deben esclarecer a la hora de diseñar un nuevo partido y de precisar su relación con la ciudadanía en general. El Polo es ese nuevo partido, que apenas germina pero está obligado a verse –más allá de las necesidades de sus dirigentes y de los partidos y movimientos que lo integran– en el rostro de todos los de a pie, de quienes esperan un nuevo mañana. No es casual, por tanto, que en la pasada reunión de la dirección nacional, realizada durante los días 27 y 28 de enero, se haya aprobado la puesta en marcha del Congreso de los Pueblos.

Esa es una decisión que por lógica parte de reconocer que en el Congreso oficial no se legisla en favor de las mayorías. Una institución que, como lo refrenda la historia nacional, desde los tiempos pretéritos de la Independencia niega el poder real de las mayorías pero que además acepta la existencia real de un presidencialismo que lo hace innecesario, y de una dominación imperial que usurpa la soberanía.

El Congreso de los Pueblos es por consiguiente un propósito que reúne varias cualidades:

 un punto al cual hay que llegar (doble poder, democracia profunda);
 un método para construir referencias y crear articulaciones;
 una estrategia para precisar la acción política necesaria, aquí y ahora;
 un polo a tierra, en tanto precisa, a propios y ajenos, lo que esperamos del Congreso oficial y lo que entendemos como poder real;
 un mecanismo para politizar y elaborar el programa de gobierno;
 un proceso para relacionar a los parlamentarios del partido con el pueblo en general, volviendo a sus votantes a consultar el qué y el cómo hacer;
 regionales y nacionales, y
 una forma de mirar y anticiparse al futuro, abriéndole la puerta al poder real y cerrándosela al mismo tiempo al actual establecimiento, como vía de escape (cerrar el Congreso por la crisis institucional).

Puede tener muchas más interpretaciones pero la más significativa es aquella que la entiende como síntesis de una dualidad de poderes. En efecto, poner en marcha un Congreso de los Pueblos es ejecutar en la práctica una concepción de la política que resume en las mayorías el poder pero que además crea los espacios requeridos para que así sea. Es decir, no sólo reclama la participación popular sino que asimismo la propicia.