Mire la calle.

¿Cómo puede usted ser indiferente
a ese gran río de huesos,
a ese gran río de sueños,
a ese gran río de sangre,
a ese gran río?

Nicolás Guillén

Como todos los domingos, este 10 de diciembre, a caminar por la Carrera Séptima en Bogotá ella salió; a contemplar vitrinas preparadas con esmero para hacer creer que tener es ser; a disfrutar la creatividad de los ‘rebuscadores’ que, riendo de su propia miseria, convocan oyentes y monedas; a intentar olvidar la amenaza que cada año por estas fechas sobre ella y millones más se cierne: la pérdida del empleo.

Olvidar el cuarto de alquiler, oscuro y húmedo, donde abrazada a su hijo pasa las noches en vela intentando alejar recuerdos que quiere enterrar, es lo que busca entre el río desbordado de domingueros paseantes, oficinistas, empleados, desempleados, amas de casa, parejas de enamorados, familias con sus hijos –a pie o en bicicleta– que también buscan disfrutar el sol y, contemplando el derroche de luces y energía, acallar por unas horas los miedos y angustias que acompañan el día a día.

De la mano del hijo, de norte a sur va caminando. A la derecha, algo llama su atención. Sillas blancas. Vestidos negros. Sombrillas negras. Velos negros que de luto hablan. Cruces blancas sobre negras faldas descansando. Ladrillos blancos posados sobre el asfalto. Letras negras que sobre camisetas blancas ¡nunca más! van pregonando.

Hacia la Plaza de Bolívar prefiere ir. A su paso hay preguntas que nacen: ¿Cuántas veces en ella han desfilado hombres y mujeres, con el alma plena de esperanzas, entre banderas y gritos, pregonando sueños de dignidad, justicia, libertad? ¿cuántas veces largas filas de hombres y mujeres, con el alma cayéndose a pedazos, han caminado paso a paso esta plaza despidiendo sus muertos? ¿cuántas manifestaciones, de todos los colores y pensares, cuántos gritos exigiendo justicia, cuánta esperanza, cuánto dolor, cuánta rabia ha albergado esta plaza?

Entre palomas pasan junto al Palacio de Justicia cuyas humeantes ruinas, 21 años atrás, abrieron las compuertas al río de sangre en que han pretendido enterrar los sueños de millones de hombres y mujeres que, en vez del mundo nuevo, posible y cercano en ese entonces, debieron enfrentar la despiadada ofensiva del poder amenazado que, combinando diálogos, discursos de paz, Constituyente y Estado social de derecho, sangre, muerte, despojo, horror, destierro, desinformación, confusión, palomas de paz en parques y calles, terror, dispersión, desolación, en veredas y barrios de todo el país, abrió camino a la globalización. Para lograrlo, pretendieron arrasar cualquier posibilidad de organización popular.

Preguntas que agrietan muros

Frente a la Casa del Florero, testigo del “Grito de Independencia” de criollos contra españoles, convertida al paso de los años en centro de torturas y desapariciones, encuentran la primera de las cuatro mil sillas distribuidas a lo largo de 70 cuadras, testigos de este rito que en grito se convierte.

La tendencia inicial es pasar sin mirar. Son casi siempre son niños quienes preguntan ¿qué es eso? mientras de la mano guían a los adultos hacia las sillas. Y son niños quienes, casi siempre en voz alta, leen las negras letras grabadas sobre el blanco ladrillo. ¿Qué es un desaparecido? es pregunta frecuente y un ¿por qué? pronuncian casi siempre después de la lectura. ¿Por qué? se pregunta ella también.

Camina más de dos horas antes de decidirse. Moreno y joven es el rostro de la mujer que con voz suave y clara responde: Mi padre fue asesinado por paramilitares y secuestrado por ellos mismos; mi hermano, obligado a hacer parte de sus filas y muerto de un disparo en combate; mi madre, muerta de tristeza y dolor, entre paredes de plástico negro, en esta ciudad fría y extraña.

Por eso estoy aquí. Porque quiero que nunca más le suceda esto a nadie, que nunca más haya seres humanos asesinados, torturados, desaparecidos, secuestrados, violados, obligados a abandonar sus tierras, convertidos de hombres y mujeres dignos en mendigas y mendigos.

Infierno cuando un rostro indiferente me recuerda que junto a tierras y recursos, mente y corazón son también campo de batalla. Que noticieros, comerciales, series televisivas, junto a balas, fusiles, motosierras, son parte del arsenal dirigido a desposeernos de nosotros mismos, a convertirnos mediante manipulaciones y mentiras científicamente programadas, en cómplices temerosos, sumisos e insensibles.

Cielo cuando alguien como usted, venciendo el miedo, a preguntar se atreve. Cielo cuando sus ojos y los de su hijo se humedecen escuchando mi historia, nuestra historia. Cielo cuando, para descansar un poco, abandono la silla y desde mi puesto contemplo hacia el norte la interminable fila de mujeres, sillas, ladrillos, y junto a ellas incontables gachas cabezas leyendo los ladrillos y de preguntas llenándose.

No sabe qué decir. Tímido suena el gracias que de sus labios temblorosos sale. Al paso de las horas va cambiando el paisaje. El río de paseantes continúa fluyendo. Hacia las dos de la tarde decide regresar. Mira a la distancia. Una interminable fila de ladrillos es lo que queda. Y frente a ellos, en silencio, mujeres, hombres, niños, niñas, jóvenes ancianos preguntándose…

Juntar manos tejiendo memoria y pasos

Cerca de las cuatro de la tarde se acerca a la Plaza de Bolívar. “Queremos vivir, queremos producir, queremos comer”, dice el anciano indígena cuya voz lleva el viento mientras la tarde va cayendo sobre los cerros. Y en su lengua invoca a los dioses. Fuerza e inteligencia les pide para enfrentar la mortal avalancha que tierras, hombres y mujeres exterminando va.

Camisetas blancas en las que en letras negras se lee Nunca Más circulan en la Plaza de Bolívar y sus alrededores sobre el pecho de indígenas, campesinos, campesinas, mujeres y hombres que, haciendo círculo, acompañan con palmas el ritmo lento de las flautas y el acompasado paso de los pies descalzos en el rito final de esta jornada que el muro de impunidad, desinformación, indiferencia, miedo, pretendió agrietar.

¿Cuántos de los aquí presentes terminarán con su nombre en un ladrillo, junto a una fecha, un sitio y una forma de morir como no se debiera? Es pregunta que nace viendo como en medio de las camisetas blancas van y vienen hombres y mujeres de verde vestidos, con arma al cinto, radios, negros bastones. Y celulares en los que atrapando van, en fotos, sonrisas, cantos y miradas.

“El próximo domingo miramos los alumbrados” promete al hijo, mientras se alejan de la Plaza y sus dedos entre el bolso rebuscan los papeles que fue recogiendo y en los que, piensa, a lo mejor encuentra una dirección y el valor suficiente para contar a alguien su historia. Esa que hecha pesadilla en las noches la asalta. Esa que al hijo en huérfano convirtió y a ella en fugitiva que su miedo esconde entre la multitud.

Ojos cerrados, oídos tapados, bocas enmudecidas, manos suplicantes necesita el poder. Hombres y mujeres conformes con pertenecer a ese cada vez más pequeño porcentaje de población necesario para seguir garantizando ganancias y funcionamiento. Sumergidos en la lucha por sobrevivir con el “sálvese quien pueda” y el “cómo voy yo ahí” como filosofía. Inmersos en la carrera consumista que entre tarjetas, cuotas, deudas, permita la satisfacción de mostrarse triunfadores y triunfadoras ante los demás.

Por ello la jornada demostró que posible sigue siendo enfrentar desinformación y muerte, sacar la lucha por Verdad y Justicia de oficinas, bancos de datos, informes y estrados judiciales e impulsar formas creativas, simbólicas, de compartir nuestra verdad con cada vez más hombres y mujeres, juntando diversas fuerzas, grupos y personas en torno a objetivos comunes y acciones concretas. Como esta. Y tantas otras iniciativas que de a poquito avanzan, tejiendo memoria y pasos, demostrando que es posible un Nunca Más en grito y decisión de millones convertido.